Causas del "mal argentino"
ESE MANCO PAZ Por Andrés Rivera-(Alfaguara)-127 páginas-($ 17)
Con perfiles filosos, abruptos, Andrés Rivera diseña en Ese manco Paz dos hombres y dos modelos de país a los que enfrenta en trece capítulos alternativos: la estancia (Juan Manuel de Rosas) y la República (José María Paz). Entre ambos, y desde ambos, aparece y desaparece la figura insumisa, solitaria, de Juan Facundo Quiroga, el eterno y siempre vencido adversario de Paz, visto aquí como un guerrero más preocupado acaso por su desempeño en las batallas, que por la nación cuya suerte se ha jugado en esos combates.
Los dos hombres, los dos países, hablan de sí mismos. La narración, como en El farmer, se desencadena a partir del recuerdo de un anciano (Paz, en este caso) y zigzaguea, irregular, en la línea cronológica, demorándose en memorias sombrías o resplandecientes. Como en el poema de Borges, no es el amor sino el espanto lo que une poderosamente a los dos enemigos que se piensan, a la distancia de la geografía y de la muerte. Los dos terminan unidos, además, por las comunes miserias de la vejez y la derrota, o por la derrota que es toda vejez. Ambos son pobres, incluso Rosas, empobrecido en el exilio. Ambos están solos. Ambos, de manera explícita o velada, sienten que han luchado para beneficio de otros. La revolución por un país de "justos e iguales" que Paz creyó estar haciendo desde que su madre lo llevó a enrolarse en el ejército del general Belgrano, se ha negado a sí misma: "¿Por cuál revolución empuñaron bayonetas mis hombres, a los que no lloré cuando murieron?" "Y yo, un hombre viejo [...] dormiré, hoy, quizás, otra noche, y porteña, en un país con muchos esclavos y muy pocos desesperados", piensa Paz, en las últimas líneas. "Toque algo en ese piano, Manuela, para que su padre olvide a los ingratos, si eso es posible, por unos pocos minutos", dice Rosas.
La patria que peleaba "loca y despiadada" para hacerse patria, conserva de ese ímpetu sólo la locura y la impiedad, pero no ha dejado de ser la antigua colonia de esclavos satisfechos con su destino. Las guerras civiles, los motes vaciados de sentido ("unitarios" o "federales") no han servido sino para consolidar la brecha entre una minoría de propietarios y una mayoría de desposeídos. Y locos e impiadosos -con los demás y consigo mismos- han sido también los "hermanos enemigos" que discurren aquí en un ciego contrapunto. De ambos, el Rosas que dibuja Rivera, aferrado hasta al final al orgullo de creerse Dios, es el más inhumano. Sin embargo Paz, odiado por los muy ricos y por los muy pobres, ha mostrado -según Sarmiento- "la rara cualidad de hacerse impopular", mientras que Rosas, aunque aliado de los Anchorena, ha sabido decirles a "negros, indios, mestizos, criollos y guitarreros, que existen".
Pero los poderosos resultan siempre inimputables, y la Argentina (Polonia de la América del Sud, concluye Paz) "absuelve a sus asesinos, por abyectos que sean, si cargan con los entorchados de general". La historia pasada se entrama con la presente y la futura. La pregunta por las invariantes y las causas del "mal argentino", vuelve, con Rosas y Paz, con Quiroga y Urquiza, con Sarmiento y Peñaloza, a los orígenes, para desentrañar por qué la nación libre y soberana no se constituyó, por qué hay tan pocos desesperados y muchos esclavos complacidos y complacientes. Pregunta que, por lo menos desde La revolución es un sueño eterno, la ficción histórica de Rivera no ha dejado de formular.
El mayor atractivo del libro no está, sin embargo, en la eficacia de las preguntas ni de las respuestas que sus personajes barajan, sino en la construcción verbal de esos personajes, socavados por el tiempo, perseguidos por sus errores, deshaciéndose, en carne y hueso, como "Basura. Basura que arrastra el viento a la madrugada. Basura este país de los cielos más hermosos que hombre alguno haya imaginado". Pero "nada borra la palabra escrita". No se borrarán, sin duda, las magníficas páginas de amor, ternura y desolación entre Paz y su joven mujer, Margarita Weild, cuyas voces despojadas tocan extremos en el dolor y el deslumbramiento.
José María Paz es un héroe desdibujado y frío en la obra donde Sarmiento logra, en cambio, la apoteosis novelesca de Facundo, su enemigo político. El imaginario nacional no supo rescatarlo, ni para la proximidad ni para el mito. El Paz de Rivera remedia esas carencias con pasión memorable.