Cartas de una amistad imposible
A pesar de los desacuerdos ideológicos y la distancia geográfica, Victoria Ocampo y Ezequiel Martínez Estrada mantuvieron una intensa relación intelectual revelada ahora en su correspondencia
Nosotros nunca podremos mantener una amistad que no sea de pensamiento a pensamiento, y posiblemente, si habláramos, no nos entendiéramos. Cada vez que leo de Vd. distingo con absoluta claridad lo que nace de sus entrañas, por partenogénesis, y lo que llamaría 'adherencias'. Eso no le pertenece, y eso, como mis 'adherencias', impide el diálogo de la pureza que es posible escribiéndonos." Así le escribía desde Bahía Blanca, en 1963, Ezequiel Martínez Estrada a su amiga "epistolar" Victoria Ocampo, dejando asentados tanto los límites como la complejidad de una relación acaso poco conocida hasta el momento, que la edición de este Epistolario felizmente trae a la luz. Compuesto por cuarenta cartas, algunos discursos y reseñas, un estudio preliminar y un completo sistema de notas, el Epistolario recorre, entre 1945 y 1964, año de la muerte de Martínez Estrada, un intercambio intelectual y "espiritual" según sus propios términos, difícilmente imaginable si sólo se atendiera a los libros de los autores o a las colaboraciones de Martínez Estrada en Sur, la revista fundada por Ocampo.
Lo que se evidencia aquí, principalmente, es que a pesar de las diferencias de clase, la distancia geográfica, el escaso trato personal y ciertos desacuerdos ideológicos, ambos proyectaron en esos solipsismos epistolares una imagen fantasmagórica de su destinatario, que se fue amoldando, por etapas, a la necesidad de una escucha, y más profundamente, a la necesidad de conjurar esa imagen de soledad o de excepcionalidad con que, cada uno a su modo, se concebía dentro del campo cultural argentino. Pero esas proyecciones no fueron simétricas, ni se correspondieron con iguales demandas.
En el caso de Victoria Ocampo, la fascinación por Martínez Estrada (y la necesidad de iniciar el intercambio epistolar) parece nacer en 1948, si bien el trato entre ambos ya tenía varios años, cuando Victoria asiste a la conferencia que el escritor pronuncia en la SADE, al recibir el Gran Premio de Honor. En francés ("idioma al que recurro cada vez que estoy conmovida"), le dice que está feliz de haber escuchado hablar a un compatriota "espiritual", con el cual puede concretar el "milagro" de "poderse hablar de desierto a desierto". La sensación de ser escritores de una misma "REGIÓN" (así, con mayúsculas para Ocampo) y de compartir las preocupaciones sobre la cultura americana acerca a la autora a esa figura que, a la vez, también tiene para ella "el carácter de lo inaprehensible". Con los años, esta admiración, si bien no mermará, pasará a convivir con las diferencias ideológicas: tanto las críticas de Martínez Estrada hacia quienes celebraron el "milagro" del golpe del 1955 como las diatribas lanzadas desde su autoexilio en México disgustaron a Ocampo y despertaron cartas algo tensas. A lo largo de los años, el tono de íntima amistad se mantiene en su escritura, aunque ya algo más frío y sobre todo, en permanente interpelación por la progresivamente alucinada y mítica construcción de su figura con la que se encapricha Martínez Estrada.
Porque, por cierto, uno de los datos más llamativos del Epistolario es la forma en que el escritor se entrega a una hiperbólica elevación espiritual de Ocampo, al punto de convertirla en su íntimo tótem, en una diosa de su pesadillesco mundo espiritual-telúrico, en un arquetipo de lo literario puro, en fin, en un ideal inverificable pero funcional a la imaginación del escritor. En el orden de lo terrenal, ve en Victoria a una auténtica mecenas de la cultura, así como a una intelectual que ha puesto "a salvo, en reducto inexpugnable, el patrimonio moral y espiritual". Pero en sus fugas imaginarias, la llama "Mahatma Victoria", afirma que "el yo de Victoria Ocampo implica una cualidad literaria", sostiene que antes que escritora es una "médium" que "purifica" todo lo que toca y cuyo don "forma parte del inconsciente colectivo, del depósito biológico del que vamos usando para los gastos menudos del día". El momento más sincero de estas variaciones llega cuando confiesa: "A veces me olvido de que Ud. existe y le hablo como un energúmeno, efectivamente".
Mientras que con los Testimonios de Victoria es celebratorio hasta el exceso ("Poe le hubiera hecho una reverencia hasta el suelo"), con los diversos tomos de memorias es lapidario, pero por curiosas razones: asegura que ella no está allí, que todas sus líneas parecen escritas por su secretaria o por un escribano, y que sólo él, Martínez Estrada, ha logrado ver a la verdadera Victoria, más allá de su contingencia: él vio a la "sonámbula", a la doble, a la que se sustrae de su propia biografía y escribe a través de fuerzas espirituales propias y ajenas. Asimismo, evidenciando su rivalidad (y celos) por todos aquellos que están cerca de Ocampo en Sur, no repara en afirmar que Ortega y Gasset "mató en usted la seguridad en sí misma, la potencia de creación que Dios había puesto en su alma"; y con sagacidad, confiesa: "Cada vez que usted, por cortesía o por cortedad, cede el paso a un caballero de buena suerte y se coloca en segundo plano, me indigna".
Como en toda su obra, en el Epistolario abundan las metáforas estradianas que, a pesar de su escaso o antojadizo valor de verdad, poseen una eficacia estética demoledora, usualmente comparadas con las del universo kafkiano. En contraposición, la escritura de Ocampo sigue el pulso de lo comunicacional, las formas de la cortesía y el conocido vicio de la falsa modestia; con todo, vibran en ambos registros, con inusual sinceridad, las preocupaciones de dos intelectuales que intuyeron tempranamente su pérdida del reino.
Epistolario. Por Ezequiel Martínez Estrada y Victoria Ocampo. Interzona. 175 páginas $ 125
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