Cartas de un amigo en París
Anticipo exclusivo de un libro que reúne 127 misivas inéditas escritas por Julio Cortázar entre 1951 y 1983. En Cartas a los Jonquieres , el autor de Rayuela revela detalles de su vida en Francia, secretos de su obra y su mirada sobre el arte
Julio Cortázar hace las prácticas pedagógicas para graduarse como maestro en la Escuela Normal Mariano Acosta, en Buenos Aires, a mediados de la década de 1930. Ahí conoce a Eduardo Alberto Jonquières, cuatro años menor. "Eduardo -recuerda Aurora Bernárdez- era un alumno particularmente brillante, gran lector, poeta y ya buen dibujante. Durante muchos años el retrato de Julio, uno de sus primeros óleos lamentablemente perdido, estuvo colgado en la calle Artigas."
Me llama la atención, cuando en septiembre de 2009 pregunto a Aurora por cosas que ya sólo ella puede recordar (cosas de esos años, de esas gentes), que se refiera de inmediato al retrato que, según parece, la hermana echó a la basura muchos años después porque creyó que estaba muy deteriorado. El destino de ese cuadro, en el que un jovencísimo Cortázar apoya sus largas manos sobre las rodillas con la incomodidad del tímido que posa, pudo ser el mismo que el de las cartas que aquí presentamos, de cuya existencia teníamos noticia porque en una biografía cortazariana aparecida en 1998 se afirmaba que Jonquières conservaba "cartas a granel". ¡A granel!, se felicitaba uno relamiéndose por adelantado, aunque tuviera que esperar más de una década hasta poder leer, en una de estas cartas recién resucitada, la interrogación retórica y por suerte no profética de Cortázar a Jonquières: "¿Dónde están las cartas ´perdidas´? ¿En qué estante, saca, desván, se van pudriendo poco a poco, envueltas en su tristeza de no haberse cumplido?".
Por fortuna, las cartas se conservaron. A la muerte de Jonquières, acaecida en París en el año 2000, la grabadora María Rocchi, su viuda ("paciente guardiana de la correspondencia de los años europeos", apunta Aurora), las encontró en el archivo familiar. Gracias a ese pequeño milagro tenemos la ocasión de presentar ciento veintisiete cartas, trece tarjetas postales y un recorte publicitario que Julio Cortázar envió a Eduardo, a María y a su hija Maricló entre febrero de 1950 y febrero de 1983. [...]
Sí, pero, ¿quién era Eduardo Jonquières? Para ofrecer un perfil casi curricular -de su psicología estas cartas dan, como en un negativo fotográfico, un dibujo excepcionalmente vigoroso-, puede decirse que Jonquières fue, ante todo, poeta y pintor. Así lo demuestran sus libros ( La sombra , El Bibliófilo, 1941; Permanencia del ser , El Bibliófilo, 1945; Crecimiento del día , Losada, 1949; Los vestigios , Botella al mar, 1952; Por cuenta y riesgo , Mundonuevo, 1961; Zona árida , Losada, 1965) y sus obras expuestas, entre otros lugares, en El Fogón de los Arrieros, en Resistencia; en el Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano, en La Plata; en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, en Santiago de Chile; en el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori y en el Museo de Arte Moderno, en Buenos Aires.
La amistad entre ambos se afianzó a partir de 1946, con el regreso de Cortázar a Buenos Aires tras su periplo profesoral en provincias. Casados Eduardo y María, se acomodan en la casa de la calle Ocampo "donde se juntan -puntualiza Aurora- grandes y chicos, Albertito y Maricló. La amistad se extiende a la familia. De esas reuniones queda un divertido testimonio: ´El extraño caso criminal de la calle Ocampo´, publicado en Papeles inesperados ".
Aurora Bernárdez está entusiasmada con el libro. Fue al leer de corrido la transcripción completa cuando nos dimos cuenta de que estas páginas en cierto modo desmienten la consideración de Vargas Llosa, para quien Cortázar era "un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte". Hasta leer las cartas a los Jonquières, todos teníamos la impresión de que Cortázar era, en efecto, extremadamente reservado en lo personal; aquí en cambio se diría que escribe a un hermano. "La de Julio y Eduardo -sigue Aurora- era una amistad fraternal. Julio se sentía como el hermano mayor, con derecho y obligación de decirle lo que pensaba de sus contradicciones, de su manera de perder el tiempo y las energías en conflictos que no merecían tanta dedicación, de su carácter de cascarrabias que le impedía disfrutar de todo lo bueno que le había tocado en suerte: familia, talento, vocación. El afecto lo obligaba a salir de su reserva habitual. Es lástima que se hayan perdido las respuestas de Eduardo, que podían ser tan cómicas como asesinas."
Además de que estas cartas ofrecen una imagen nueva de Cortázar, las correspondientes a los años de su instalación definitiva en Europa (1951-1955) nos informan con esmero y puntualidad casi semanal sobre un período del que apenas sabíamos nada. Estas cartas valen por el diario que no tenemos; accedemos con ellas a parte de su construcción intelectual porque, a la gran cultura literaria que ya tenía, aquí está sumando "el aprendizaje de la mirada".
Pregunto a Aurora si en su opinión la partida de Cortázar fue tan crítica como reflejan algunas de las cartas, y si cuando lo reencontró en París en 1952 lo notó muy cambiado. Responde sin dudar: "Cuentos como ´Las ménades´, ´La banda´, ´La escuela de noche´ reflejan una atmósfera de fraude, violencia, fascismo, intolerable. Transformar esa experiencia en relatos era una manera de exorcizarla. Pero no le bastaba. Una visita al médico (sufría de migrañas y alergias) le dio el empujón decisivo: después de escucharlo atentamente, el médico le dijo: Lo suyo no es una enfermedad; es una opinión. Váyase´. Y Cortázar se fue. Con todo, su personalidad no cambió, estaba seguro de que había tomado la buena decisión en el momento justo. El mundo de sus preferencias se ensancha. Ya en el primer viaje adquiere una visión más rica y variada de la realidad. Añade a la contemplación de la obra de los grandes maestros de la pintura, clásica y moderna, el descubrimiento de la ciudad, objeto tan vivo y fascinante como el mejor libro, el mejor cuadro. Camina sin rumbo por las calles, descubre patios misteriosos, jardines escondidos, papeles arrancados en los que el azar organiza otras armonías. Está atento a todo lo que habitualmente pasamos por alto. Aprende a mirar para ver, modesto pajuerano del Nuevo Continente, fascinado por la vieja Europa. Así aprendió también a ver mejor Buenos Aires".
Comentamos otra característica que me parece una constante en toda la correspondencia cortazariana: la adaptación a los interlocutores, la versatilidad estilística que se amolda al destinatario: con Eduardo tiene largas parrafadas culturales, con María es más doméstico y con Maricló es muy "amiguito". Aurora se ríe: "Le gustaban poco las grandes reuniones pero era amable y cordial con cualquiera, a menos que le cayera muy pesado; en ese caso, no disimulaba y en sus raras cóleras le salían por los ojos relámpagos verdes como los de las peores tormentas de Santa Rosa en Buenos Aires. A María la quería mucho y con los chicos siempre se entendía muy bien". [...]
Anochece en París. Antes de salir a comer algo, nos quedamos callados un momento. Creo que le envidiamos un poco al lector la maravilla que le espera cuando asista en estas páginas al nacimiento de los cronopios, a las peripecias de la traducción de la obra de Poe, al minucioso relato de las visitas a museos, iglesias y galerías, a la crónica de paseos urbanos y de reacciones-reflexiones: un curso de historia del arte y del deambular por la ciudad donde el profesor es, ni más ni menos, Julio Cortázar. [...]
Cenaremos en el hindú de la esquina. Vamos yendo. Me acuerdo de lo que dijo Paco Porrúa al terminar su lectura de las pruebas: "Es maravilloso. Se lee como una novela."
Pedimos la comida. Aurora bebe un sorbo de té y se queda pensativa. Entonces me dice, lentamente: "Es una curiosa experiencia leer la propia vida contada por otro. Porque las cartas de Julio son su mejor biografía, pero también son la mía. Yo sabía que no había estado nada mal, pero no recordaba los detalles (algunos de ellos francamente fantasiosos, como la reiterada y amable referencia a mis tortillas, que todavía hoy no he aprendido a hacer). Pero lo que descubro ahora es que el relato de mi vida se ha convertido en mi vida. Todo depende, claro está, del narrador."
Traen los platos. Me acuerdo del plan de Sainte-Beuve que citaba Proust y no puedo evitar recitarlo a modo de conclusión de estos meses de trabajo. (Por suerte el restaurante está vacío: cenamos temprano.)
Escribir de vez en cuando cosas agradables, leer otras agradables y serias, pero sobre todo no escribir demasiado, cultivar a los amigos, guardar una parte del propio espíritu para las relaciones diarias y saber compartirla sin reservas, dar más a la intimidad que al público, reservar la parte más fina y más tierna, la propia flor, para el interior, para usar con moderación, en un dulce comercio de inteligencia y sentimiento, las últimas estaciones de la juventud.
Pasa un ángel. Levantamos las copas para brindar por la larga y hermosa amistad de los Cortázar y los Jonquières, y por estas cartas; ciertamente inesperadas, ciertamente inolvidables.
© LA NACION
París, 24 de febrero de 1952
Mi querido Eduardo:
[...] Es la noche del domingo, y descanso un poco, solo en mi cuarto, después de una semana llena de cosas, idas y venidas, curiosas experiencias, "peladas de frente" y grandes maravillas. Hay un gran silencio en la Cité porque es medianoche, los últimos grupos de estudiantes se han disuelto, y callan los aparatos de radio -uno o dos- de mi piso. Tengo conmigo a un gatito, que me toca alimentar y guardar esta noche, pues es el hijo colectivo de los habitantes del tercer piso. (Hace una semana lo salvé de morirse helado en la nieve, y como recompensa el tipo me chupó de tal modo un pulóver que había a los pies de la cama, que me lo dejó arruinado para siempre.) Pienso que hace dos años justos yo estaba en Venecia, disponiéndome a venir al misterioso París. Ya llevo aquí cuatro meses, y anoche, al hacer un balance mental de este tiempo, me daba cuenta de la asombrosa familiaridad con que me muevo en este mundo. Ahí está, ahora, el peligro. Es ahora que debo vigilar mi visión, mi manera de situarme frente a cosas que cada vez conozco mejor; es ahora que debo impedir que los conceptos me escamoteen las vivencias. Me aterraría (¡no me ha sucedido, por suerte!) pasar un día apurado frente a Notre-Dame y echarle apenas la ojeada sin intencionalidad que se dedica a los bancos o a las casas de renta. Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada. Puedo darme el lujo de pasar cerca del Museo de Cluny y decirme: "Entraré otro día". Pero entrar ahí tiene que seguir siendo una cosa grave, última, la verdadera razón de mi presencia en París. Nos reímos de los turistas, pero te aseguro que yo quiero ser hasta el final un turista en París, el hombre que anota en su agenda: Jueves, ir a ver el San Sebastián de Mantegna... Es tan horrible advertir a cada minuto cómo las facultades intelectuales empiétent [desbordan] sobre las intuiciones puras, tratando de esquematizarte el mundo... Lo atroz de B.A. es que es materia mucho más intelectual que estética, y apresura ese horrendo proceso de cristalización de un hombre. Por eso los argentinos son gente de tanto "carácter" (!), de tanta "personalidad" -repertorios de ideas definitivamente fijas, cuajadas, sin movimiento posible. Todo el mundo tiene allí su opinión sobre las cosas, pero coincidirás conmigo en que basta opinar sobre una cosa para, en el mismo acto, dejar de verla. La idea de Wilde en su "Retrato de Mr. W. H." es realmente profunda: si en el acto de probar que una cosa es A o B, ocurre que de golpe se siente una angustia terrible y la sensación del descreimiento total en lo afirmado, ello se debe a que todo hombre inteligente y sensible sabe que una prueba es siempre otra cosa, que no toca para nada la realidad esencial de eso de que se habla. Yo quisiera que París se me diera siempre como la ciudad del primer día. Llevo aquí 4 meses: pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día de París. [...]
Un muy gran abrazo, y que ésta te encuentre bien.
Julio
16 de mayo de 1952
Mi querido Eduardo:
[...] ¿Has trabajado más? Yo terminé, con inmensa alegría, de copiar mi Keats [Imagen de John Keats, editado póstumamente]. 548 páginas de máquina! Lo suficiente para convertirlo en una nueva Medusa, o máquina-para-petrificar-editores, como diría Jarry. Me siento tan libre, tan en paz conmigo mismo al terminar ese libro. Hay diez años de mi vida ahí dentro (ocho de lectura y dos de trabajo). Ahora quisiera escribir otra novela antes de empezar a olvidarme del español. Llegué a manejarlo lo bastante bien como para desear este -quizá- último libro de prosa argentina. El Examen me vale como tubo de laboratorio; hay allí errores que no repetiré, y cosas in nuce que esperan desarrollo.
[...] Interrumpí esta carta para ir a un concierto del que acabo de regresar (es la una de la mañana). Después de una hermosísima obra de Schönberg, escuché el ´dipus-Rex´de Stravinsky. Hace exactamente 15 años que se lo oí al mismo Stravinsky en Buenos Aires, y pienso que tú estabas conmigo y que nos emocionó (aunque no tanto como La Sinfonía de los Salmos, que es más pura). Para esta representación, Cocteau preparó siete cuadros vivos, que se cumplen en el fondo de la escena, detrás del coro. Ha hecho unas máscaras increíblemente hermosas, con inmensas cabezas, ropajes de colores finísimos. Las máscaras miman la acción que el mismo Jean leía como recitante. Creo que te alcanzará mi especial emoción de esta noche, en que por primera vez he visto y oído a ese hombre que, salvadas las distancias y las diferencias, fue mi primer maestro. Piensa que yo leía a Pierre Loti cuando el azar me hizo comprar Opium... Sí, he tenido una terrible sensación de gratitud, y a la vez de vejez, de acabamiento, de mundo liquidado... Hacia el fin hubo una bagarre fenomenal, a cargo de una cabale enemiga [...], que interrumpió su lectura. Con una estupenda serenidad, Cocteau dijo: "Stravinsky y yo hemos trabajado con un profundo respeto hacia el público. Yo pido que el público nos devuelva ese respeto". Hubo una ovación, y la obra pudo terminarse. Cocteau saludaba como un volatinero -como el juglar que es. Había mucha poesía en la escena y fuera de ella... y yo tengo casi dislocadas las manos, y un cansancio monstruoso. Como si toda mi vida me pesara ahora sobre la cabeza. Los que silbaban eran los jóvenes. Yo aplaudí, yo estoy ya entre los viejos. Así sea. Esta noche ha tenido algo de testamento, pero de un testamento que pudiera ser muy bello.
Mis cariños a María y los chiquitos. Un gran abrazo para ti de
Julio
1 de octubre/ 52
Mi querido Eduardo:
[...] Estuve a punto de hacerte un paquete con mis últimas faenas verbales, pero lo pensé mejor y he decidido mandárselas a Baudi [el abogado Luis Baudizzone]. La razón está en que sólo tengo una copia, y que a Baudi no le he mandado nada desde que estoy aquí. Sé que él te pasará el cuadernito (que se llama Historias de cronopios y de famas) y que en el fondo será lo mismo. Además, y por último, sé que tú entiendes muy bien.
Estos cuentecitos de cronopios y de famas han sido mis grandes camaradas de París. Los anoté en la calle, en los cafés, y sólo dos o tres pasan de una carilla. No los considero obra seria, sino un descanso bien merecido después de Keats. Noto que me ha sido dada cierta magia verbal, y los cronopios son la objetivación espontánea de esos juegos de la palabra consigo misma. Pero tú, buen observador, verás que por debajo van aguas más duras e intencionadas. Pienso que en la Argentina un librito así molestaría -como vagamente molestaba Macedonio Fernández, o molesta Ramón-, y que en cambio aquí, después de Plume por ejemplo, o los juegos de Crevel o de Desnos, valdría por lo que vale, es decir se lo aceptaría de lleno y se lo juzgaría con la misma seriedad que a una poesía de intención más alta. Yo te confieso que lo de las intenciones de la poesía me resulta cada día más retórico, y que si bien nunca he sido legítimamente un surrealista (para eso hacen falta otros aires y otros méritos) por lo menos he llegado a no rehusarme el lado liviano y pueril que con toda facilidad me viene a la palabra. Quiero que sepas (pues esto es lo que cuenta) que el escritor de El Examen y el de estas Historias no ha cambiado de onda ni de ars poetica para ir de uno a las otras. Yo creo que en el fondo lo que espero de ti y de los pocos lectores que tendrá el cuadernito, es que se diviertan tiernamente (o que se enternezcan alegremente). Me gusta (lo he descubierto) leer en alta voz estos pequeños cuentos. Suenan muy bien y son materia juglaresca, pícara, prosa de alta voz. Ah, me gustaría leértelos. De veras, es libro de juglar, y no está mal que sea así. No sé lo que voy a hacer ahora. Deseos, deseos... Pero nada ensayístico, eso no. Libertad como nunca, y que la inteligencia se las rebusque para ordenar, para dar coherencia y sentido a todo lo que remue sa symphonie dans les profondeurs [remueve su sinfonía en las profundidades]. [...]
Un gran abrazo de
Julio
París, 27 de agosto de 1955
Mi querido Eduardo:
Ayer cumplí cuarenta y un años. Je viens d´avoir trente ans, decía Jean el de la estrella [Cocteau, que firmaba con una estrella] en un hermoso poema que has de recordar, y lo decía con tanta tristeza como yo. Cuarenta y uno es una cifra horrible para quien cree que el mundo es hermoso pero ajeno, ajeno a mis sentidos que sólo conocen una ínfima parte, a mi inteligencia que es incapaz de aprehenderlo en sus estructuras más elementales. Ahora empieza de veras el declive, la década que nos lleva a los cincuenta. ¡Y yo que me siento siempre con veinte años, tan tonto, tan crédulo, tan entusiasta, tan esperanzado como entonces! Pero los signos físicos me llaman a la realidad. Me enfermo más seguido, me canso mucho más pronto. Hasta hace cinco años podía pasar una noche en blanco y seguir perfectamente al otro día; ahora, si me acuesto después de medianoche, lo pago al día siguiente. No puedo beber tanto vino, no puedo comer tantas cosas, no puedo leer tantas horas. Cosas profundamente materiales empiezan a ahilarse, a adelgazarse sutilmente, como si el mundo iniciara sigiloso su retirada, dejándome cada vez más sus imágenes a cambio de sus materias... [...]
Te abraza,
Julio
París, 19 de abril de 1958
Mi querido Eduardo:
[...] Nosotros hemos pasado una racha bastante jorobada.Aurora entró en abierta depresión al enterarse de que su madre estaba internada a causa de un abceso y, lo que es peor, que se quejaba de su soledad y pedía su presencia. Cuando me di cuenta de la cosa, hice lo que correspondía: anulé los pasajes de avión que ya tenía para irnos el 27 a Estambul y Atenas, y le saqué uno en Air France para que se fuera a B.A. Nos quedamos con el estado de ánimo que te imaginarás, trabajando en la Unesco como autómatas, sin ganas de salir ni de ver gente, hasta que llegaron cartas tranquilizadoras de B.A., y sobre todo una llamada telefónica de Mariano Bernárdez, quien le aseguró a Glop que su madre se irá a vivir con él por el momento, hasta que se arregle alguna manera de que tenga compañía en el horrendo departamento de la calle Paraguay. Aurora respiró, decidió cancelar el viaje (puesto que estamos decididos a ir juntos por dos o tres meses a comienzos de 1959), y yo me eché de nuevo al bolsillo los pasajes para Grecia. Si no hay novedades, volamos a Estambul el domingo 27; el 1 de mayo viajamos a Atenas, y nos quedamos todo mayo en Grecia; el 31 volamos de vuelta a París. El plan, como ves, no puede ser más perfecto, aunque por lo que a mí refiere debo confesar que -como tantas cosas en la vida- me encuentra ya un poco viejo. Pero puesto que a los veinte años no tuve agallas para largar todo e irme a ver el Partenón en su momento justo, tengo que aceptar el largo retraso y lo que comporta de pérdida: pérdida de fervor, de ingenuo y tantas veces equivocado entusiasmo, de ansiedad deliciosa frente a la belleza. En cambio sé más cosas y entenderé mejor. He ahí una frase de occidental: entenderé mejor. ¿De qué me servirá entender si sé que no voy a llorar frente a las costas griegas? Pero, melancolías aparte, el viaje será admirable. Cuento con ver bien Estambul (adoro lo bizantino, creo que lo sabes), y aprovechar lo mejor posible cuatro semanas en Grecia. Iremos a Creta, a Míconos, a Delos... Y desde allá te escribiré, como consuelo de que no estés con nosotros para beber vino resinoso en las tabernas del puerto. [...]
Es decir que en 1959, si nada ha cambiado, Aurora se verá en el dilema de dejarme en París e irse a vivir con su madre -por lo menos una larguísima temporada-, o yo tendré que levantar mi casa, renunciar a un trabajo por primera vez en mi vida admirablemente pagado -lo que supone la paz, París entre mis manos, viajes a cualquier lado, etc.- para ir a meterme en ese Buenos Aires que detesto minuciosamente y rehacerme una vida de empleado público o de profesor. Bonito, ¿eh? Llegué a Francia sin un centavo, pasé lo que bien sabes -conste que no me quejo, porque valía la pena- y al final encontré el trabajo menos reventador, una casa, mis libros y algunos amigos; todo eso, conseguido en seis años, tiembla ahora al borde de una hojita de papel de avión llegada esta mañana. Y lo peor es que hace tres o cuatro años yo hubiera reaccionado violentamente: si fui capaz de prescindir de mi familia y mis amigos de allá, te imaginas si era capaz de prescindir de una suegra y sus problemas. Hubiera dicho redondamente que no, y Aurora hubiera tenido que elegir entre quedarse o irse. Pero ahora vivo, para mi mal, en un plano en el que la edad y el progresivo reumatismo de la voluntad lo van haciendo pasar a uno del plano estético al ético. Tal es, por lo demás, el tema de la novela que acabo de terminar. Al lado de un Sergio de Castro, dispuesto a pisotear la cara de su madre con tal de seguir adelante su carrera, yo descubro con infinita tristeza que cada vez me cuesta más hacer sufrir a los demás, que cada vez me es más duro pagar mis viajes con las lágrimas de mi madre o de cualquiera que me tenga cariño. Es pura cobardía en cierto modo; ningún artista verdaderamente grande repara en esas cosas, del mismo modo que al Cristo se le importaba un real bledo que su madre se arrancara el pelo, cosa que hizo prácticamente todo el tiempo. Lo terrible de la dimensión moral es que por un lado parece insinuar que es el término de la evolución espiritual del hombre (cf. Scheler, Ortega, etc.), y que sólo la santidad puede rebasarla; pero al mismo tiempo te convierte en un idiota sometido a los caprichos y a las crisis de hígado de los demás. Fulanito se enferma, y ya estás tomando el tren y dejándolo todo por él. ¿Te imaginás a Miguel Ángel soltando los pinceles porque a su suegra le daban las saudades?
[...] Julián Urgoiti [gerente de editorial Sudamericana] me escribe deplorando no poder publicar "El perseguidor" y los otros cuentos que le dejé. Me promete hacerlo en 1959. Pero me voy a dar el gusto de decirle que no, y le escribo a Salas para que retire el original. Hay algunos placeres que uno tiene que dárselos en vida. Ya verás que me publicarán cuando esté muerto. ¿Por qué preocuparse entonces?
Aurora le escribirá a María. Me gustaría encontrar una carta tuya en el Consulado argentino de Atenas (hasta el 31 de mayo).
Julio
Cacania, 5 de mayo de 1961
Abweburte Gebrauchtsanländischer Fruhlingsverrerte Pote:
Por si no lo sabés (pero sí lo sabés, todo se sabe en el Departamento de Hactividades Kulturales), Cacania es el nombre que Robert Musil le daba a Austria. En Cacania, pues, héme desde el lunes, deambulando melancólicamente por el Ring pero sin boxeo, y ganando mis modestos veinte mil francos diarios a cambio de echar los dos pulmones sobre informes vagamente radioisotópicos. Horresco referens.
No sé en realidad por qué te escribo, porque no tengo absolutamente nada que decirte, pero tal vez ésa sea la condición de toda carta divertida. Hasta ahora lo único digno de mención que me ha ocurrido (aparte de buenos conciertos) es que estaba tomándome un Kleine Moka en el Opern Café, sitio distinguido y asquerosamente bacán si los hay, cuando entró una señora armada de un perro de aguas de esos que recortan fragmentariamente para convertirlos en monstruos dignos del Apocalipsis de Angers. La ilustre bagliona (cf. Glop para el sentido de esta palabra) se instaló frente a un Koffee mit Milch und Doppia Panna, ornado de diversas Schokolade Torte und Malakoff Torte mit plenty of Schlag [tortas de chocolate y tortas Malakoff con mucha nata], y no encontró nada mejor que atar al monstruo angevino a una pata de su mesa. No te oculto que observé con secreta esperanza el arribo de otra bagliona todavía mucho más encorsetada, anillada, pulserada y permanenteada que la primera, la cual esgrimía un boxer de adustas mandíbulas. Mi oído de por sí perverso alcanzó a distinguir un ominoso gruñido, sofocado por el alegre parloteo de cuarenta o cincuenta vieneses entregados a la joie de vivre, voire de bouffer et comment. Discreto como Ulises, sorbí otro trago de mi Apfelsaft y aprecié cómo la bagliona n° 2 ataba al boxer a la pata de su mesa y ordenaba, con esa graciosa manera de aullar que tienen las pitucas de cualquier país, varias cremas y otros mets de régime. En eso estaba cuando se quedó sin mesa, porque el boxer se proyectó en dirección al perro de aguas, y éste arrancó en el mismo instante dejando sobre la falda de la bagliona n° 1 una tal cantidad de crema que un Henry Miller se hubiera creído en el caso de lamerla minuciosamente junto con las regiones adyacentes. Pero nada de esto tenía importancia comparado con el choque de las dos mesas debajo de las cuales los dos perros se destrozaban frenéticamente, aunque mucho peor todavía era el radiante espectáculo de las caras de las dos baglionas, la una sin mesa y la otra bañada en crema, mirándose como debían mirarse los dos perros pero sin el consuelo de hacerse pedazos a dentelladas. Ahora bien, el Opern Café es un lugar distinguido, como habrás advertido por el mero hecho de mi presencia allí, y la lucha de dos perros y dos mesas que se entrechocan entre otras ocho o diez mesas cuyos ocupantes lanzaban unos Ach! y unos Schrecklich! positivamente indignados, constituía uno de esos espectáculos que son la alegría de mi vida y la razón de ser de los perros. Termino este ejercicio de desestilo con una comprobación melancólica: he vuelto otras dos veces pero nunca encontré perros. Ensayaré en otras partes. ¿Por qué no autorizarán a las baglionas a llevar leopardos a los restaurantes?
Te dejo entregado a tus meditaciones, siempre de peso y ponderadas (viene a ser lo mismo pero suena vistoso) y te saludo canodrónicamente,
Julio
Delhi, 6 de marzo de 1968
Mi querido Eduardo:
[...] Nos vamos acercando poco a poco al final de la conferencia, y el 26 nos vamos a dar la vuelta a la India, de manera muy sumaria pero, con ayuda del conocimiento que tiene Octavio, y los muchos libros que me ha pasado para disipar mis brumas en la materia, veremos unas pocas cosas de primera calidad, dejando de lado mucho de lo que van a ver los turistas por razones de publicidad no siempre justificada. En síntesis, nos vamos a Bombay (para ver otra vez Ajanta y Ellora, y esta vez las cavernas de Karla o Karli), y de ahí volamos a Ceilán, donde hay sobre todo paisaje, playas, y ese ambiente de paraíso tropical que es una de mis nostalgias infantiles (Ceilán es Salgari, Verne...). Luego volvemos a Madrás para ver Mahabalipuram, y subimos a Orissa para visitar los templos de Konarak y el resto. Luego Calcuta, y saltamos a Nepal, del que Octavio y Marie-José cuentan maravillas. Volvemos entonces a Delhi, el tiempo para irnos a Teherán y empezar la conferencia. Ya ves que no está mal, aunque los nombres exóticos hayan dejado de interesarte como me decís.
Con Octavio llevamos ya muchas horas de charla, en la medida en que es posible hablar en paz teniendo junto a nosotros ese pájaro maravilloso y turbulento que es su mujer. Me maravilla cada vez más la lúcida y sensible inteligencia de Octavio, aunque esté muy lejos de sus criterios en muchas cosas. Lo que más me asombra en él es su juventud, su deseo de seguir adelante en la poesía; "Blanco", su último poema, es el resultado de una larga meditación "india", por una parte, y estructuralista por otra. Trabaja ahora en una serie de poemas "en rotación" (¿leíste Los signos en rotación?), que se imprimirán con un sistema de tarjetas perforadas que permitirán diferentes lecturas, etc. Su interés por las búsquedas de los poetas concretos, lo que hace el grupo de Haroldo de Campos, el de Henri Chopin, etc., es conmovedor, porque todo llevaría a pensar que un hombre que ha llegado a una plena madurez en una línea poética se mantendría prudentemente al margen de las aventuras actuales. Y no es así, y frente a eso los resultados importan menos que la actitud de un hombre capaz de tirarlo todo por la borda y lanzarse a cosas que muchos de sus admiradores encontrarán insoportables.
Por mi parte, terminé 62 y lo mandé a Buenos Aires, espero ahora la opinión de Paco Porrúa, y supongo que el libro se editará rápidamente. Tengo que pensar en escribir una serie de textos ya más o menos pensados o sentidos, para una especie de suplemento de La vuelta al día [Último round ], así como un prólogo para la segunda edición que no tardará en hacerse pues parece que el libro se vende mucho y Orfila piensa ya en ella. Trabajo para Saignon, claro, pues ahora me dedico a leer fascinantes textos de John Cage, adentrarme en el tantrismo (fabuleux, le tantrisme, ces sages mallarméens bien avant la lettre...) y tratar de entender mejor las etapas del arte indio y musulmán. Estoy flaco, quemado, con un pelo de yogi, y no estoy contento: Cuba y nuestros países siguen mordiéndome las paredes del estómago, murmurándome algo que no sé bien lo que es pero que está ahí, como una llamada o un reproche.
Gracias por mandarle a Paul mi carta. Que mi soneto te parezca imponderable me llena de satisfacción. Ahora trabajo en ejercicios de poesía sustituible o sustitutiva, inspirado por John Cage y unos pájaros que aquí en el jardín vuelan siempre en grupos de siete y forman increíbles constelaciones de formas y sonidos. Te mandaré unas líneas en cours de voyage. Abrazos a todos, y para vos el afecto de Aurora y todo el de
Julio
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