Se despliega todo el año entre Argentina y Uruguay una agenda de muestras y homenajes, como el que este fin de semana comienza en San Isidro; retrato de un “intentador” que levantó Casapueblo, vivió en Buenos Aires y sufrió con la tragedia de los Andes
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Cada tarde, justo antes de la puesta de sol, suena desde las terrazas de Casapueblo, en Punta Ballena, la voz grabada del artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, quien este año cumpliría cien años, recitando su canto al Sol: “¡Hola Sol…! Otra vez sin anunciarte llegas a visitarnos. Otra vez en tu larga caminata desde el comienzo de la vida”. Entonces, los balcones de Casapueblo se transforman en butacas, el mar en escenario, y el astro en el protagonista de una obra que, pese a que se repite a diario, cuenta una historia diferente cada vez. El show se mueve según el calendario astronómico, que invita en ocasiones a la luna a subir a la escena.
Cada tarde, esas palabras se encuentran con las aguas del Atlántico, que bañan los acantilados y rocas que sostienen y penetran la obra arquitectónica blanca, de formas orgánicas. Cuando no hay nubes, las paredes y las cúpulas se pintan como el agua, de dorado. El sol se lleva al día descendiendo por la línea del horizonte hasta desaparecer por el oeste. “Gracias Sol, por regalarnos esta ceremonia amarilla. Por dejar mis paredes blancas impregnadas de tu fosforescencia”, se lo escucha decir a Vilaró.
Por supuesto, a veces no se ve el sol, como ocurrió el primer día de este año. El agua gris y una cierta calma anunciaban las siguientes rachas de viento, que traerían lluvia. “Alguna vez la travesura de las nubes ocultan tu esplendor, pero cuando ocurre, sabemos que estás jugando a las escondidas”, recuerda Vilaró en su canto. El poema concluye en el minuto exacto en que el sol se va, seguido del sonido de los tambores del candombe uruguayo: “Mañana te espero otra vez. Casapueblo es tu casa, por eso todos la llaman la casa del sol, el sol de mi vida de artista. El sol de mi soledad. Es que me siento millonario en soles, que guardo en la alcancía del horizonte”.
El pintor nació el 1° de noviembre de 1923 con el sol de Escorpio y falleció el 24 de febrero de 2014, con la estrella en Piscis. El sol en sus distintos signos zodiacales fue central en su vida y los pintó a todos. “Fue lo primero que mi padre me enseñó a dibujar, a los tres años. El sol está tatuado en nosotros desde que nacimos —cuenta a LA NACION Agó, su segunda hija, también artista—. «Vos tenés que seguir al sol», me decía. Un día comprendí que el sol estaba dentro mío; y era ese que todos tenemos, donde está la verdadera sabiduría. Sin querer, él también siguió a su sol interno, y eso le permitió tener el coraje para hacer todo lo que hizo”.
Páez Vilaró se casó tres veces. Con su primera esposa, Madelón Rodríguez Gómez, tuvo a Carlos Miguel (69); Agó (68); Mercedes (65); y junto a Annette Deussen (70), su tercera esposa, tuvieron a Sebastián (38), Florencio (33) y Alejandro (32), que nacieron en Buenos Aires. Su segunda esposa fue Verónica Algorta. Este año su familia, el Museo Taller de Casapueblo, Uruguay y Argentina, celebran y conmemoran su centenario con exposiciones en los dos países que tanto quiso el artista de la mitad del río. El día de su cumpleaños número 100, habrán pasado 36.525 soles por el horizonte de Punta Ballena.
Un retrato
Un hombre en su atelier dibuja, pinta, pone la música fuerte; sentado detrás de una máquina de escribir, redacta los párrafos de su próximo libro; lee el diario, después, juega con sus gatos. Es un hacedor, un trabajador voraz, que no deja tela sin pintar ni cartón sin dibujar. Así lo describe María Dezuliani, directora ejecutiva del museo y curadora de la obra del artista, quien lo acompañó y apoyó en su labor durante 19 años, y que trabaja en Casapueblo desde hace 28.
“Su presencia transmitía paz y alegría —recuerda Alejandro—. Él hacía lo que amaba, y por eso mantuvo siempre su esencia intacta”, agrega.
El hombre madrugaba. Se levantaba a las seis y barría las terrazas. “Yo le decía: «Pero papá, estás perdiendo el tiempo, ¡Podrías estar pintando!». Y él me decía: «Esto es parte de mi vida» —recuerda Carlos Miguel—. Como les dije a los periodistas cuando murió: «Ahora por fin estará descansando o estará pidiéndole a San Pedro pintar un mural en el cielo»”.
Fue una persona que no se quedaba con las ganas de probar nada y que ante la duda, hacía. Un día le preguntaron si era escultor, pintor o qué, a lo que respondió: “Soy un intentador. No sé si lo logré, pero lo intenté”. Jugó al fútbol, fue campeón de patines y de hockey. Se comió la vida, cree Carlos hijo. “El obstáculo es mi mejor estímulo”, era su leitmotiv. “Nada era imposible para él —sigue Annette—. Como artista era parecido, probaba de todo sin maestros. Creo que lo hacía con gran placer y sin preocuparse demasiado por las críticas”. Páez Vilaró decía que había que tirarse al océano sin saber nadar. A partir de una idea creaba un mundo, lo proyectaba, lo realizaba y lo celebraba, recuerda Dezuliani. “Trabajar al lado de Carlos fue maravilloso”, agrega.
De un espíritu intuitivo, guiado por algún impulso interior, hacía su camino sin un plan concreto: “Cuando tenía el encargo de un mural, ya en ese momento se ponía a trabajar en el boceto, iba a comprar las pinturas y conseguía ayudantes. Era espontáneo y activo”, ejemplifica Florencio. “Tenía mucha confianza en sí mismo”, complementa Agó.
Admiraba a Picasso. ¿Qué hizo?. “Fue a conocerlo y a recibir sus enseñanzas”, cuenta Agó. En ese tiempo, esperaba el nacimiento de su tercera hija, Mercedes. “Papá admiró a don Pablo y su influencia hizo que cambiara su pintura luego de conocerlo. Entonces empezó con el cubismo, y es esa hoy su pintura más buscada”, comenta ella. Incluso su segundo nombre, Paula, se debe a que el pintor español [fallecido hace 50 años el pasado 8 de abril], le pidió en esa visita, que llamara Pablo o Paula al bebé en camino.
Carlos Páez Vilaró llegaba puntual, o más que puntual, quince minutos antes de cada reunión o compromiso. “Tenía una manía con el horario. No quería hacerle perder tiempo a la persona que estaba esperando”, dice Alejandro.
Los domingos en Uruguay, disfrutaba de ir a la feria de Maldonado. Compraba algunas cosas y comía panchos. Después, tal vez un café y un tostado. Siempre encantado de saludar a la gente. Sus hijos recuerdan estos paseos con especial cariño. “También le divertía ir a Montevideo. Conocía la ciudad de memoria y no necesitaba mapas para recorrerla. Solía ir al puerto a tomar un medio y medio, picar algo en las parrillas de por ahí y visitar a sus amigos”. Cuando llegaba febrero y se acercaba el carnaval, preparaba su traje y su tambor, y salía de comparsa a tocar en las llamadas. “Era hermoso verlo feliz cuando la calle vibraba y la gente empezaba a desfilar”, se emociona Alejandro.
“Era muy hospitalario. Generaba buenas charlas con la gente. Una persona muy culta y llegadera —señala Florencio—. Me siento bendecido por el padre que tuve, diferente sí. Cuando yo era niño ya tenía una edad avanzada y podría haber sido un abuelo. Pero nunca descuidó ningún detalle de padre”.
Dezuliani lo describe como un hombre luchador, de mirada profunda y adelantado a los tiempos. Carismático, con un especial sentido del humor. Un gozador de la vida, optimista y aguerrido.
Los 72 días más difíciles
La osadía de Páez Vilaró estuvo presente en uno de los momentos más difíciles de su vida. El 13 de octubre de 1972, se estrelló en la cordillera de los Andes el avión 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, con 45 pasajeros a bordo, entre los que viajaba rumbo a Chile su hijo Carlitos Miguel, de 18 años, y sus compañeros del rugby del Colegio Old Christians de Montevideo.
Sin dudarlo, Carlos tomó el primer avión para buscar a su hijo. A caballo, en compañía de carabineros de la zona, hizo expediciones sin parar. Pasó tormentas y peligros, relata Mercedes. “Mi madre desde Uruguay hablaba con un clarividente, Gérard Croiset, que vivía en Holanda, y sostenía que había vida y había muerte, y pedía que no abandonara la búsqueda. Ella le daba fuerza y él continuaba buscando. Con un final milagroso”, agrega.
Carlos Miguel siente a Chile como su segundo país de nacimiento, porque luego de esa tragedia volvió a la vida: “Fue un renacer y papá estaba presente”, dice a LA NACION. El helicóptero que llegó a rescatarlo, traía dos cartas de su papá, escritas sin saber aún si él vivía. Una decía: «Querido Carlitos Miguel: como ves, nunca te fallé. Te espero con más fe en Dios que nunca. Mamá llega ahora nomás a Chile. Un abrazo, el viejo». La segunda decía: «Hola chicos!! Acá les mando este helicóptero como regalo de Navidad!!». Papá estuvo presente en la búsqueda, en el rescate y en el momento en que los rescataron”, cuenta.
El rescate ocurrió el 22 de diciembre. Pero fue el 21, el día del solsticio de verano, el más largo del año en el hemisferio sur, que Fernando Parrado y Roberto Canessa, otros dos sobrevivientes del accidente, llegaron a Chile y encontraron al arriero chileno Sergio Catalán, quien dio aviso para el rescate. “Era por lo que peleábamos; por llegar a Chile, por ir al Oeste”, recuerda Carlos Miguel. En agradecimiento a la generosidad de los chilenos en la búsqueda y el rescate, Vilaró pintó un mural en el hospital Juan de Dios de San Fernando, donde los sobrevivientes del accidente recibieron atención médica.
También, escribió “Entre mi hijo y yo, la luna”, donde narra el dolor de esa búsqueda que llegó a buen puerto. “La luna era el vínculo que nos unía a través de la cordillera, porque no había internet, y la única cosa que podíamos mirar los dos al mismo tiempo era la luna”, reconoce Carlos Miguel.
Una “aspiradora” en el arte
Vilaró fue multifacético en su arte. Dezuliani describe a su jefe como una “aspiradora en el arte”, que tomaba lo que más le impactaba de los grandes artistas como Pedro Figari, Pablo Picasso, Joan Miró, Richard Lindner, por citar a algunos nombres; y se nutría de aquello que llamaba su atención al investigar las distintas culturas, ya sea conviviendo con tribus en África, siendo parte de una multitud de patinadores en Nueva York o pintando murales en la Polinesia.
“Fue un adelantado para su época; llevaba el arte a todas sus expresiones sin pensar ni un instante si eso era bueno o no para la valorización de sus cuadros. Me llamaba la atención su seguridad para definir las formas y las proporciones. Tenía un pulso admirable y su trazo firme recorría la superficie sin pausa, sin dudas”, señala la directora ejecutiva de Casapueblo.
Sus lienzos fueron además motivo de murales en paredes de hospitales y edificios públicos, patrulleros de policías, velas de barcos como las del Capitán Miranda, el buque escuela de Uruguay; aviones; colectivos; cascos para polistas, pelotas de rugby y de fútbol, cuando Uruguay fue al Mundial de Sudáfrica. “Le faltó pintar submarinos. ¡Pero el resto lo pintó todo!”, se ríe Carlos Miguel.
Hacia los años 40, cuando llegó a Buenos Aires, empezó vendiendo fósforos y velas en la empresa Ranchera. Entraba en los boliches y recitaba un verso que él mismo había inventado: “En el campo, en el camino/ en el rancho, en la tapera/ todo buen gaucho argentino/ consume velas Rancheras”.
Retrató la noche porteña, el tango, los bares y cabarets. Exploró el folklore uruguayo, mostrando el candombe y vinculándose con el conventillo Mediomundo, una casa donde habitaban familias afro-descendientes. También pintó el folklore brasilero. Y por supuesto, a todos los soles del zodiaco.
Óleos, acuarelas, cerámicas, frescos y caligrafías. Desarrolló una estética colorida, dinámica y alegre, con geometrías a veces abstractas y generalmente unidimensionales. Exploró la escultura, la música, la escritura, la arquitectura y el cine. Sus dos películas, Batouk y Pulsación -esta con música de Ástor Piazzola-, se exhibieron en Cannes. Fue constructor y arquitecto de su máxima obra, Casapueblo, que es a la vez escultura habitable, homenaje al sol y a la mujer.
Cuando en la década de 1980 Carlos se fue a vivir a Buenos Aires, construyó una segunda casa en Tigre, llamada Bengala, emulando la estética de la de Punta Ballena. La casa creció a la par de sus tres hijos argentinos que tuvo con Annette.
También hizo una capilla en el cementerio de San Isidro. “Le incorporó vitrales muy coloridos que diseñó inspirado en las cuatro estaciones del año que representaban en sus diferentes fases a la vida. Le costaba mucho pasar tantas horas en un cementerio en pleno invierno con lo mucho que le gustaba el sol y la vida. Pero tenía libertad de creación y dejó volar su imaginación”, cuenta Annette.
Un trotamundos
Vilaró creó su arte en tránsito. Recorrió Argentina, Brasil, Dakar, Liberia, Nigeria, El Congo, Chad, Gabón y Senegal. Conoció El Cairo, Alejandría, Said y Suez. Armó talleres en Haití, Camerún, Nueva York e Indaiatuba. Sus viajes no interrumpían la relación con sus hijos. “Yo recibía cartas por correo. Fue un padre presente sin estar aquí —asegura Mercedes—. Los veranos que teníamos vacaciones siempre estábamos juntos en Casapueblo inventando festivales y nuevas atracciones para los turistas. Para promocionar las exposiciones, papá nos llevaba en una combi a todos, hijos y amigos, a pegar afiches por Gorlero. De premio nos invitaba a comer helados y jugar en las maquinitas que estaban en la galería Pan de Azúcar”.
El artista pintó muchos murales, como el que está en el túnel de la OEA, Raíces de la paz, de 160 metros de largo. “Fue totalmente restaurado y luce imponente, aunque se encuentra bajo tierra. Por suerte la OEA le dio la importancia que merece.”, señala Alejandro. Algo distinto sucedió con Mi Buenos Aires querido, que retrata a Gardel en Figueroa Alcorta y Tagle. “Verlo tan deteriorado hoy en día es una tristeza para mí”, sostiene Annette.
Hay muchos más: “los voy descubriendo mientras me muevo por el mundo”, dice Florencio. “Me sigue pasando que llego a algún lugar y veo una pared que no conocía o que amigos del otro lado del mundo me mandan fotos de murales que ellos han encontrado”, agrega Alejandro.
Casapueblo, un trampolín
Como dijo el mismo Páez Vilaró, fue Casapueblo su trampolín para partir y al que siempre regresaba. “Siempre me espera como una novia, en la esquina del Océano. Está abierta a los amigos y es mi baúl para almacenar los recuerdos”, decía.
En 1958 llegó por primera vez a Punta Ballena con su familia. El lugar era un páramo: sin ruta, ni agua, ni luz. Había víboras, escorpiones, lagartijas y dos vacas. “Una se llamaba Pepsi y la otra Cola”, recuerda Agó. La construcción fue avanzando de a poco.
La primera casa se llamó “La Casilla de lata”, hecha de chapones y latas. En 1959, construyeron “La Pionera”, con tablones de madera. En los ‘60 comenzó la gran empresa de Casapueblo, cuando se empezó a cubrir la madera con cemento. La construcción fue creciendo en base a los planos y bocetos que el mismo artista dibujaba. Luego la revistió con material blanco para que resaltara con el azul del mar y del cielo, detalla Annette.
Casapueblo se construyó evitando la línea recta, con formas cóncavas: “Cuando venían los constructores a ayudarlo, agarraba la plomada y el nivel, y los tiraba por el acantilado. Él decía que todo debía ser tenía que ser orgánico, como una planta, como la naturaleza, como una ola del mar”, describe Agó. Se fue armando por partes, como los vagones de un tren, describe Agó. Cuentan que se inspiró en África, cuando armaba esculturas en los nidos de las termitas. Si podía hacer una escultura para que vivieran esos insectos, por qué no hacer una para vivir, pensaba. “Casapueblo fue un gran desafío para Carlos, su fuente de inspiración y energía, y creció hasta el último momento de su vida. Todavía quedan bocetos para seguir su laberinto sin fin.”, reflexiona Annette.
Custodios de un legado
Páez Vilaró trabajó hasta el último día. Unos años antes de partir, le preguntaron sobre la muerte, y respondió: “Estoy viajando hacia el interrogante”, recuerda su hijo mayor. Hoy el legado del artista se custodia entre la familia y el Museo Taller de Casapueblo, bajo la dirección general de Annette Deussen, y con la dirección ejecutiva a cargo de Dezuliani. Así, se busca conservar, cuidar y promover su legado.
El museo está abierto todos los días, expone las obras de Vilaró y proyecta en una sala un documental biográfico: “No dudo de que la vida es una excusa para encontrar la manera de vivirla”, dejó dicho en ese video.
Para agendar
Muestra itinerante El pintor del medio del río. La exposición recorrerá todo el año la Argentina, con obras del artista realizadas en Tigre, y curaduría de Florencio Páez en representación de la familia. Ya pasó por el Centro Cultural Fontanarrosa, en Rosario, y por el museo MMAR, Julio Pagano, en Reconquista. Desde el 14 de este mes se exhibe en la Casa de la Cultura de San Justo, Santa Fe.
Paseo de las Artes, Plaza Mitre, San Isidro. A partir de este fin de semana, viernes, sábados y domingos, de 11 a 19, en Av. Libertador 16.200, frente a la Catedral. Curada por Alejandra Grayeb, cuenta con el apoyo de la Municipalidad de San Isidro.
En la Fundación Fortabat. En septiembre, la obra de Carlos Páez Vilaró se exhibirá en el museo de Puerto Madero, en una muestra organizada por la embajada de Uruguay en Argentina.
En Uruguay. La retrospectiva Forma y color con mirada infinita, curada por María Dezuliani, recorre el país todo el año con reproducciones de obras originales. Mientras que el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo inaugurará la exposición por el centenario del artista el 5 de octubre de 2023.
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