Carlos Kleiber: cuando en la heladera se termina el champagne
Durante años, al comenzar el mes de julio, envolvía una botella del mejor malbec argentino, escribía unas líneas y las ponía en una caja del correo con destino a la Aurikelstraße nº 1, en las afueras de Munich. La dirección me la había facilitado mi vecino en Berlín, el también director de orquesta Michael Gielen. Tiempo después recibía el agradecimiento en una carta breve o un mensaje de texto que repetía algo así como: “El vino, excelente. Lo seguiré aceptando. ¿Lo demás? Bueno, Usted ya sabe…Lamentablemente, no.” Era Carlos Kleiber. Para muchos, el mejor director de todos los tiempos.
Nunca concedió un reportaje, tampoco aceptaba conversaciones con periodistas porque tarde o temprano, algo preguntarían y algo publicarían. Por eso descontaba la respuesta con su afirmación archiconocida: Usted ya sabe. Jamás habló con la prensa y no por ello fue menos una celebridad. Incluso por eso fue todo lo contrario: el director más admirado y requerido del mundo (a pesar de haber estudiado química en La Plata por imposición de su brillante padre para alejarlo del podio y encaminarlo en otro rumbo profesional, su vocación triunfó).
De la Argentina (país adoptivo del que tomó la ciudadanía como toda la familia Kleiber en 1936: Erich, que dirigió las temporadas alemanas del Teatro Colón en sus mejores épocas desde 1926 hasta 1949; su madre norteamericana Ruth Goodrich, que trabajaba en la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires; y su hermana Verónica con quien mantuve una cálida correspondencia entre Milán y Berlín), le gustaban los vinos y el fútbol. Son famosas las anécdotas vinculadas a esa gran pasión: que el pequeño Carlos (nacido en Berlín el 3 de julio de 1930) jugaba a la pelota en la sala de pintura con los técnicos del coliseo porteño mientras Erich regía el destino de la sala; que muchos años después canceló una función de ópera en Alemania porque la Selección Argentina jugaba una final. “¡No importa lo que haga —decía con humor a sabiendas de su carisma— los músicos me aman!”. Y en virtud de ese amor “la orquesta estaba en trance, en éxtasis”, contaban Luis Michal y Martha Carfi, violinistas argentinos de la Sinfónica de Munich, que así se sentía tocar bajo sus órdenes y que el aura de su personalidad tan sensible como atractiva ejercía un poder hipnótico también en los cantantes. Pavarotti daba testimonio de esa sugestión como una suerte de fe. Solo Carlos, “Kleiber der Junge”, el joven (a Erich lo llamaban “Kleiber der Alte”, el viejo), podía exigir que le aumenten sustancialmente su cachet antes de la función. Podía cancelar contratos, establecer condiciones que a nadie le concedían, elegir repertorio con libertad absoluta, fijar un número de ensayos descomunal, dirigir una vez al año o, como parodiaba Karajan diciendo que la única pena de semejante genio era que disfrutara tan poco de trabajar en la música: “Kleiber solo dirige cuando en su heladera se termina el champagne”. Nadie accedía a sus antológicos ensayos. Las puertas permanecían cerradas y los micrófonos apagados durante el tiempo de prueba. Todo se hacía para complacer a ese hombre fascinante que ya en vida era un mito indescifrable, lleno de fantasía e imaginación sonora para desentrañar el significado de las notas que en sus manos florecían; las exigencias se expiaban en pos de las interpretaciones únicas que garantizaba su batuta, la más exquisita que las orquestas recuerden. Basta una indicación en el comienzo pianissimo del Freischütz para dar cuenta de su genialidad: “Dejen que el compañero del lado empiece…y adivinen cuándo”. ¿Quién empieza? “Los valientes. Los demás se suman.” Y el efecto llegaba del más allá.
El exdirector de la Ópera de Viena, Ian Hollender, dice en el documental Estoy perdido para este mundo: “Carlos Kleiber fue el mejor mediador entre Dios y el hombre en la música”. En su honor fue instituido el 13 de julio Día Internacional del director de orquesta. Mañana, a veinte años de su muerte.
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