Carlos Alonso: "De la renovación que traen los jóvenes nace la salud de la pintura"
Carlos Alonso ingresa en Colección Fortabat y su mirada se ilumina. Horas antes de la inauguración de su exposición "Vida de pintor", el artista se reencuentra con cuadros que lleva años sin ver y vuelve a estar cara a cara con sus maestros, sus amigos, sus referentes y consigo mismo. Cada retrato es una pasión compartida. En sus pinturas, los maestros son hombres grandes: Monet está en la cama, casi ciego; Spilimbergo tiene las manos vendadas, escaldadas, y el gesto adusto; Egon Schiele parece dormido, pero ha muerto, y Van Gogh, ya vendado y sin oreja. Sobre Renoir, en silla de ruedas y con los dedos torcidos por la artrosis, Alonso escribe: "Su imagen de seguir pintando con los pinceles atados a las manos demuestra que uno tiene muchas edades, que podría tener ochenta años en las manos, pero veinticinco en el corazón y en las ganas de pintar". Silencio. El momento es tan frágil que con una palabra se puede romper en mil pedazos. Alonso, que el año que viene cumplirá 90, observa las manzanas que le puso sobre la mesa a Courbet hace cuatro décadas en la obra Retrato discontinuo. "Esto es de una frescura...", dice.
-¿Cómo se ve?
-Lo que me asombra es la diferencia entre la memoria del cuadro y el cuadro. El cuadro es siempre infinitamente más comunicativo que cualquier tipo de memoria o reproducción. Está tan fresca la emoción del instante, del trazo, que empieza uno a meterse dentro del amor que hay cargado en cada rincón del cuadro. Vas sufriendo una revelación tras otra. Volvés a verlo y en ese momento vuelve a producirse la emoción de cuando lo pintabas. El cuadro está lleno de sorpresas, aun para el autor. Recordás una cosa sobrecargada, pero en vivo es ligera, llena de dulzura, de cariño. Ves una fruta y está pintada como si fuera mi hijo, una niña, algo tierno. Uno trabaja de una manera tan intuitiva que es muy difícil reconstruir por dónde empezó un cuadro. Yo tenía la mitad de los años que tengo ahora. Estos cuadros de pronto se fueron. Los pinté, los expuse y se fueron.
-Cuando los pintó, era un joven que admiraba a los maestros; ahora, el maestro es usted.
-Desde el principio sentí que la pintura era una y que no había pintura argentina y pintura francesa, sino que había pintura-pintura. En la escuela de provincia te enseñaban que eras un pintor mendocino. Y todo eso me parecía una reducción que no me convencía para nada. Nacía en un país o en otro, pero era la pintura. Y cuando hice el primer viaje, me encontré con los grandes pintores universales, y todo eso se fue confirmando. Miraba a Velázquez y pensaba: "Ni aunque viva mil años voy a pintar así". Y, sin embargo, después iba a ver un Van Gogh y decía: "Sí, esto puedo hacerlo". O sea, con Velázquez yo estaba así, como estoy ahora frente a este cuadro, y no era ni realismo, ni naturalismo, ni verismo: para mí, era ilusionismo.
-¿Y ahora cómo pinta?
-Ya no tengo veinticinco, ojalá pudiera pintar como entonces. No. Ahora pinto de una manera mucho más contenida por la falta de movilidad. Estos cuadros estaban pintados como en una danza, porque de pronto pintaba tres o cuatro a la vez, como si fueran uno solo. Ahora pinto más de una manera burocrática, sentado, y estoy más cerca de los pequeños formatos que de esos para los que hace falta bailar.
-¿Pero la pasión sigue estando?
-Desde luego no es la misma, no sé si afortunadamente, porque sería terrible tener la pasión y no tener los medios. Lo que uno busca en realidad son motivaciones que lo exciten, que lo provoquen, que despierten las ganas y el placer de hacerlo. Y el espectador después recibe el placer y la pasión que pone un autor.
-En el tríptico Inventario, de 1979, hay un autorretrato en uno de los momentos más trágicos de su vida, tras la desaparición de su hija Paloma. Una radiografía del dolor.
-No recuerdo haberla expuesto más que una vez. Era la situación posdictadura y había una necesidad de hacer un inventario de todo lo que habíamos perdido, de lo que quedaba y cómo reconstruirte como persona. También como pintor. Justamente, lo que diferencia a un autor de otro es el alcance de las antenas que tiene para percibir qué sucede en las circunstancias que le toca vivir: la vida emocional, política, la vida de la gente común, el sufrimiento colectivo.
-Balcón de La Boca, de 1986, es un retrato de Rómulo Macció.
-Cuando lo expuse en Palatina, Macció fue a verlo. Yo no estaba. Me dejó una tarjeta que conservo, que dice: "Bravo, Alonso. Con todo mi cariño, mi orgullo y un poquito de vanidad". Y estos son los retratos de Spilimbergo. ¡Qué tremendo! Está rabioso.
-¿Por sus manos?
-No sé. Pero sé que estaba rabioso por algo que lo alteraba internamente, un misterio que se fue con él. No es que yo sé todo sobre Spilimbergo. Justamente, cuando lo pinto estoy tratando de acercarme a alguien con quien yo tenía una relación muy especial, porque fue mi maestro y mi amigo. Murió joven, a los 67 años.
-¿En su vida de pintor no hay fracasos?
-Si hablamos de fracaso, te puedo decir que toda mi vida es un fracaso. Puedo enumerar todos los hechos que fueron frustrados, desde que empecé a estudiar arte. Me inscribí en la Universidad de Cuyo. A los dos años vino el primer golpe militar y nos echaron a patadas en el culo a todos. Entonces tuvimos que hacer el éxodo a Tucumán. Fuimos a estudiar muralismo con Spilimbergo y vino la acusación de que un pintor comunista iba a pintar una iglesia. Bueno, ¿querés que siga? Porque por ahí llegamos a los años70 y entonces ya se va todo a la mierda.
-Como dice usted, ha tenido mil oficios con el arte.
-Tengo treinta libros ilustrados. He vivido de hacer tapas de discos, escenografía, cerámica, muchas cosas. Estos cuadros los tengo porque no había interesados. La gente quería colgar otras cosas, que no le provocaran dolor o que no fueran tan amenazantes, en el sentido de que te dicen "mirá lo que somos". Estuvieron muchos años en un cajón y podrían haber seguido ahí, con la poca iniciativa que tienen acá los museos en general, el poco interés que pone el Estado. Spilimbergo decía: "Mirá lo que han hecho de mí". Ellos creían que era un jubilado nomás, porque tenía una modestia infinita. Era un asceta, completamente loco, ya, de modesto. Lo de Spilimbergo, o lo mío ahora, es parte de un descuido. Pero no es una queja personal. Se interrumpe la comunicación entre los autores y el destinatario final, que tendría que ser la comunidad.
-Como él, ha sido siempre fiel a la pintura.
-Tu maestro tiene que servirte para darte algunas formas de libertad, no de límites. Y después tomás esa libertad y la extendés todo lo que puedas, todo lo que te dé el cuero, y tu coraje, tu capacidad, tu sensibilidad para ver hasta dónde estirás la cuerda sin que se convierta en un discurso político, algo que no tiene de política más que el dolor de pintar un niño con hambre. Pero esa no es la esencia. Es lo que motiva, y lo que finalmente se tiene que extender es cómo está hecho, cómo está pintado. La pintura, vamos. Eso es lo que tiene que crecer. Esa es la diferencia entre una generación y otra. Por eso no está mal que los chicos intenten otros lenguajes, incorporen otras cosas, porque de la renovación nace la salud de la nueva pintura, que anuncian siempre los jóvenes. A la pintura nunca podrán reemplazarla. Bacon lo dijo clarito: "La pintura va a otro lado del sistema nervioso".
El perfil
- Carlos Alonso, pintor
- Tunuyán, Mendoza, 1929
Formado en Bellas Artes en la Universidad de Cuyo, en los 50 viajó a Tucumán y formó parte del grupo de Spilimbergo. Ilustró la segunda parte del Quijote de Cervantes (la primera parte la había ilustrado Dalí) y El matadero, de Esteban Echeverría. La violencia sobre los cuerpos es un tema recurrente en su obra, con fuerte impronta política y social. En 1976 se exilió en Roma y regresó al país en 1981 y se instaló en Córdoba, provincia donde reside hasta hoy.
Para agendar: "Vida de pintor", obras de Carlos Alonso, en Colección Fortabat, Olga Cossettini 141, 1er. piso. Hasta el 7 de octubre.
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