Caravaggio: el esplendor corrupto de la carne
En la biografía Caravaggio (Edhasa), de la que se da cuenta en estas páginas, Helen Langdon evoca la figura del gran pintor renacentista que influyó sobre Rembrandt y Velázquez. Durante su vida novelesca y temeraria, alternó el trabajo con aventuras que lo llevaron al asesinato y tornaron sombría su paleta
Desde que el erudito Roberto Longhi lo redescubrió, hacia 1950 (si bien hacía ya más de una década que Longhi estudiaba su vida y obra), el singular pintor que adoptó como nombre artístico el de su ciudad natal, Caravaggio, Michelangelo Merisi, ha merecido la atención de numerosos críticos de arte en todo el mundo y la admiración de multitudes, por su formidable aporte a la pintura de su tiempo y de todos los tiempos. A los ya canónicos estudios de Longhi y de Lionello Venturi, entre muchos otros, en años recientes se han sumado el excelente "M", de Peter Robb (2000), más un original ensayo a medias novelístico del español Luis Antonio de Villena, de ese mismo año, y esta biografía escrita por Helen Langdon, en la cual se evoca la lucha del artista contra su época.
Radiante mañana de primavera en Roma, año 1601. Frente a la iglesia de San Luigi dei Francesi, en el corazón de la ciudad papal, un grupo de señores elegantes ingresa en el templo, encabezados por un hombre maduro, de aspecto arrogante, evidentemente respetado y hasta adulado por los otros. Es que se trata de un pintor que ha sido famoso, bastante olvidado a esta altura y que, por eso mismo, acentúa la rigidez y la mueca desdeñosa. Se llama Federigo Zuccaro y su mayor título de gloria es haber pintado un fresco muy mediocre en el interior de la inmensa cúpula, obra maestra de Brunelleschi, de la catedral de Florencia.
Zuccaro ha ido a San Luigi para ver - y juzgar - las pinturas de las que toda Roma habla con estupor, recién colocadas en la capilla Contarelli, erigida en memoria del cardenal francés Mathieu Cointrel (Contarelli para los romanos), quien al fallecer, en 1585, dejó cien mil escudos para ejecutar la obra. Su albacea era un acaudalado y piadoso vecino de la zona, Virgilio Crescenzi. La decoración pictórica fue al comienzo encargada al pintor más célebre de la época, Giuseppe Cesari, llamado el Caballero de Arpino, favorito de los ricos y famosos, empezando por el Papa Clemente VIII. Arpino se limitó a pintar la bóveda de la capilla y después dio largas al asunto, hasta que Crescenzi y el cardenal Del Monte, también vecino de la iglesia, convencieron a los canónigos de San Luigi de que confiaran las paredes laterales y el centro del altar al joven Michelangelo Merisi, apodado Caravaggio por haber nacido (entre 1571 y 1573) en esa pequeña ciudad cercana a Milán.
A la luz de velones, el altanero Zuccaro contempló las pinturas de su colega lombardo y -según Giovanni Baglione, que lo acompañaba en la visita y años después escribiría una insidiosa biografía del Caravaggio- , frunciendo la nariz, proclamó: "¿Qué le ven de nuevo a esto? Es una simple imitación de la tabla que pintó Giorgione, donde Cristo convoca a Mateo al apostolado". Y, concluye Baglione, "dando media vuelta, desdeñosamente se marchó".
Un muchacho difícil
¿Quién era este Caravaggio que tan estruendosamente ingresaba en el catálogo de los pintores reconocidos y halagados por el exigente público romano? Un muchacho retacón y fornido, de piel morena, pelo y barba renegridos, alborotados, y ardientes ojos negros. Su padre, Fermo, era capataz de los Colonna, cuya protección abrigaría más de una vez a su genial e inquieto hijo Michelangelo. Este, al contrario de la leyenda que lo hace poco menos que un salvaje ignorante, tuvo una educación esmerada. Tras un período de aprendizaje a partir de los doce años de edad en el taller de un compatriota, entre los diecisiete y los veinte marchó a Roma, donde al comienzo subsistió en condiciones miserables. Trabajó, por el alojamiento y la escasa comida, en un taller donde pintó hasta el hartazgo los rostros, en telas preparadas en serie, de personajes notorios de la época; estuvo fugazmente en los estudios del Arpino y de un tal Gramatica y pasó hambre en el sucucho que le proporcionaba un sacerdote al que denominó "monsignore Insalata", por el único alimento que le daba, de día y de noche.
Si por un lado se sabía en Roma que el joven lombardo era pendenciero, insolente, bebedor y jugador empedernido, portador de armas, siempre dispuesto a la riña, frecuentador de prostitutas y de muchachitos diestros en el sexo venal, también se comenzaba a apreciar un talento artístico que culminaría en el genio. A partir de un cuadro que se hizo inmediatamente célebre, hoy en el Louvre, La buenaventura -inspirado en las escenas costumbristas en que sobresalían los pintores flamencos-, el cardenal Del Monte se interesó por el joven artista, lo instaló en su residencia, el Palazzo Madama, y mientras vivió fue su protector, su mecenas y su más entusiasta propagandista.
Francesco María Bourbon del Monte, veneciano, nacido en 1542, pertenecía a una familia de pequeña nobleza, vasalla de los Della Rovere. El y su hermano Guidobaldo -notable matemático y autor de libros sobre perspectiva- fueron educados en los palacios de sus señores en Pesaro y Urbino, junto con Torquato Tasso y los príncipes Della Rovere. Allí se expandieron los múltiples intereses culturales de Francesco: literatura, música, artes plásticas, arquitectura, arqueología, geografía, historia... En 1572 se trasladó a Roma y se convirtió en íntimo amigo y consejero del cardenal Fernando de Medici. Cuando repentinamente murieron los padres de éste y Fernando renunció a sus votos y volvió a Florencia, convertido en el nuevo Gran Duque de Toscana, llevó consigo a Del Monte, para quien obtuvo el capelo cardenalicio en 1588.
Con escasa diferencia temporal, pues, Del Monte y Caravaggio coincidieron en Roma, donde Francesco María actuaría como una suerte de embajador paralelo o enviado del gobernante florentino. El cardenal no sólo compró La buenaventura, del joven y revoltoso artista lombardo, sino también otra pintura del mismo género -costumbrismo picaresco, muy afín a la vida de su autor-, Los jugadores de cartas. El tema común de ambos cuadros es el engaño del que hacen víctima a un adolescente ingenuo y evidentemente rico, en el primer caso una joven gitana seductora, y en el segundo, un par de pillos que lo despojan mediante señas y barajas escondidas.
Para entender la repercusión que tuvieron estos cuadros, cabe sintetizar el panorama cultural y, sobre todo, espiritual de la época. Si bien el Concilio de Trento había finalizado treinta años atrás su labor (1545-1563) destinada a reforzar al catolicismo enfrentado con la Reforma, la tremenda remezón de ésta seguía vigente sobre todo en la política de los reinos europeos, cuando ya declinaba el predominio español, el protestante Enrique de Navarra amagaba ocupar el trono de Francia y la protestante Isabel I de Inglaterra desafiaba al muy católico Felipe II de España. Entre estos soberanos y los príncipes rebeldes en Alemania y los Países Bajos, el Vaticano maniobraba con cautela alternada con reacciones más enérgicas.
La atmósfera en Roma era turbulenta, no muy distinta de la de las inseguras grandes capitales de hoy. Abundaban las riñas callejeras, con alarmante saldo de muertos y heridos. Matones y prostitutas, rufianes y soldados de fortuna, mendigos y toda una fauna de viejas celestinas, muchachitos fáciles y pillos de toda clase a cada rato armaban gresca. Provocador y agresivo, Caravaggio se sentía muy a gusto en ese ambiente; total, Del Monte se encargaría, una y otra vez, de sustraerlo a la mano de la justicia. Un colega flamenco, Carl Van Marden, escribe en 1604: "Caravaggio no trabaja con asiduidad. Cuando ha trabajado quince días, se toma un mes de descanso. Espada al costado y un paje tras él, va de un lugar a otro, siempre dispuesto a batirse, a punto tal que no resulta agradable acompañarlo". Hasta que -fatalmente, se diría- desembocó en el crimen: en mayo de 1606 el pintor mató en una pelea callejera entre facciones a un tal Ranuccio Tomassini y debió huir de Roma. Las vicisitudes siguientes son folletinescas: va a Malta, donde increíblemente consigue ser armado caballero de esta aristocrática orden, para terminar en un calabozo, despojado de su investidura por haber agredido a un alto funcionario. Se marcha a Sicilia, donde deja testimonios de un arte cada vez más sombrío, y acaba sus días cerca de Nápoles, errante y solo, en la playa de Porto Ercole, víctima de "las fiebres", bajo un sol implacable. Tenía no más de treinta y cinco años. Influiría sobre colegas ilustres: Velázquez y Rembrandt.
El imperio de la luz
Aquella apreciación de Van Malden no era del todo justa, porque Caravaggio trabajó mucho. La novedad primera de su pintura consistió en su fresca manera de acercarse a la naturaleza: en Italia estaban de moda las minuciosas composiciones con flores, frutas, insectos y piezas de cacería, especialidad de los pintores flamencos. El lombardo, lejos de imitarlos, puso su prodigiosa técnica al servicio de una visión de la realidad igualmente estereoscópica pero pesimista: aunque sobre los pétalos de sus flores y la piel tersa de sus frutos centellean las gotas de rocío como si se pudiera tocarlas, las hojas verdes han comenzado a marchitarse, en los higos y en los duraznos asoman manchas ominosas, la podredumbre está en marcha. Lo mismo en los seres humanos: el Baco enfermo (acaso un autorretrato de muy joven); el Muchacho mordido por un lagarto, que reacciona histérico a la agresión del reptil; el opulento, andrógino Baco, evidentemente borracho, que inclina peligrosamente la colmada copa de cristal pintada con virtuosismo casi exasperante, reflejado el pintor en la convexidad del florero en el extremo izquierdo (como Van Eyck en el espejo de los Arnolfini)... Y las uñas de todos estos personajes, siempre ribeteadas de mugre.
Luego, y por sobre todo, el recurrir como modelos a la gente común, la de todos los días, en las pinturas de tema religioso, que tanto alarmaba a algunos espíritus susceptibles: ¿cómo podían representarse sucias las plantas de los pies de quienes se arrodillaban ante la Madona de Loreto o lloraban la muerte de la Virgen, representada con un vientre hinchado por la enfermedad? ¿Cómo podía mostrar tan descaradamente sus genitales -bien que se trataba de un impúber- el supuesto San Juan con un carnero (Museos Capitolinos)? Ni hablar del Amor victorioso (Museos de Berlín), donde la ostentación es deliberada, a tal punto que su propietario, el piadoso Vincenzo Crescenti, lo tapaba con un cortinado de seda verde y tan sólo lo enseñaba a personas discretas y poco impresionables.
El auge de Caravaggio se debió, sobre todo, a las pinturas de San Luigi dei Francesi, que hasta hoy inspiran a los iluminadores de teatro y de cine. La otra cara, la definitiva, del artista que dio fresca luminosidad a los colores de sus cuadros de género es sombría. En La vocación de Mateo no hay nubes de ángeles ni iluminaciones celestiales: la luz entra oblicuamente al ras de una pared donde hay una sola ventana, cerrada, y siguiendo la dirección del dedo índice de Cristo, que señala al futuro apóstol y entonces recaudador de impuestos, cae de pleno sobre Mateo quien, con un gesto de admirable naturalidad, se lleva una mano al pecho y pregunta (parece que se lo oye): "¿A mí?". En la pared opuesta, en El martirio de San Mateo, de las tinieblas surgen cuerpos, casi todos mantenidos parcialmente en la sombra: el magnífico desnudo del verdugo que, espada en mano, se dispone a matar al apóstol; y, a la derecha del espectador, la cabeza de un niño que, espantado, grita. Y también se lo oye. Pasarán casi cuatro siglos antes de que otro gran artista, el noruego Edvard Munch, exprese, con un grito silencioso, todo el horror de este mundo, tal como el hombre ha preferido construirlo.