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El soldado que corre con el sable en alto tiene 26 años apenas cumplidos y una pasión: el arte. Los cuadernos de dibujo viajaron con Cándido López desde San Nicolás hasta el frente de batalla, donde en pocos segundos su mano derecha será alcanzada por el fuego enemigo. Un compañero buscará detener la hemorragia, pero morirá en el intento. La gangrena, finalmente, provocará la amputación de la mitad del brazo.
“El dolor físico no podía ser comparado con el dolor del espíritu de Cándido al ver sus sueños de pintor desvanecerse como el humo de la pólvora quemada”, escribe el historiador Daniel Balmaceda en un relato de aquel trágico enfrentamiento en Curupaytí, sobre el río Paraguay, que el 22 de septiembre de 1866 forzó el repliegue temporal del ejército de la Triple Alianza.
Cuatro años antes, ese joven nacido en Baradero y formado como daguerrotipista había retratado nada menos que a Bartolomé Mitre, el general que asumía entonces como presidente de la nación. Pero ahora parece haberlo perdido todo. Incluso la amistad de Emilia Magallanes, esa chica que conoció en Carmen de Areco y que no contesta sus cartas.
Cándido tiene, sin embargo, mucho más de lo que cree. Conserva aún los bocetos de aquellas escenas que presenció, con los soldados en acción o preparándose para el combate en los campamentos. También las flores y las hojas que guardó para memorizar colores, olores, sensaciones. Y, sobre todo, la determinación de no dejarse vencer.
Durante dos años entrena su mano izquierda para llevar a la pintura sus dibujos trazados sobre papel. Como esa escena sobre la costa del río Batel con soldados que esperan medio desnudos, carretas tiradas por bueyes, mulas cargadas y la banda militar que lidera el grupo, marcando el ritmo del paso. O esa otra, desgarradora, que recrea el campo de batalla cubierto de cadáveres tras la derrota de Curupaytí.
Tras exhibir algunas de ellas en 1885, en el Club Gimnasia y Esgrima, el Estado le compró decenas de obras que pasaron a integrar la colección del Museo Histórico Nacional, donde en estos días protagonizan una muestra.
Merecido homenaje al tenaz cronista manco que llegaría a tener doce hijos con Emilia, la joven de Areco que tenía prohibido responder sus cartas. Y que un día, ya viuda de un matrimonio arreglado por sus padres, llegó por azar a la zapatería porteña donde Cándido trabajaba. Se casaron un 22 de septiembre, en el aniversario de la batalla en la que creyó haberlo perdido todo.
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