Canción sobre canción
La relación entre la música y la memoria tiene varios capítulos escritos en plan científico. Algunos especialistas enuncian que las emociones asociadas a una melodía ayudan a formar recuerdos duraderos. Una explicación coloquial para esto podría agregar que, a medida que pasa el tiempo, el ser humano necesita ir agrupando información. Y, en el caso de las canciones, antes de establecer asociaciones, el cerebro las desmenuza: la letra va a parar a un sistema de procesamiento del lenguaje, mientras que el ritmo y el compás se separan de las cuestiones tonales, por otra parte. Allí, en ese gran almacén que corona nuestro cuerpo, la información musical se combina con hechos y sentimientos, y... ¡gol!
No es esta la única razón por la que recordamos canciones que no oímos hace varias décadas. La repetición pareciera un factor clave: los temas que nos sorprendemos de tener hoy en la punta de la lengua son los que escuchamos muchas veces. En el proceso entra en juego también la famosa hormona que liberamos cuando algo nos gusta y se convierte en el adhesivo que mejor pega una canción con un episodio de la vida. Como en el famoso jingle: lo que la dopamina pega “nada, nada lo despega”.
La infancia y la adolescencia suelen alimentar una gran cantera de donde extraer esta clase de recuerdos. Pongamos el caso de una chica que tiene diez años, once a lo sumo: son los 80, hereda de su hermano mayor un walkman, y pone a girar vuelta y vuelta, sin parar, un par de casetes de un flaco con rulos que enseguida le hace latir el corazón como nada antes. Del 63 tenía un par de temporadas de lanzado, pero todo lo que encuentra en el primer disco de estudio de Fito Páez a ella le resulta una completa novedad. “Papá, ¿qué es el napalm?”, dispara. Alguien diría que parece Mafalda la mocosa, indagando a grito pelado, desde la cama de su cuarto.
Del 63 tenía –tiene– nueve temas, empezando por el que le da título al disco. Ahora que el álbum cumple 40 años, Fito y su banda lo tocan de principio a fin, en orden. Salen al escenario, él en total black, ellos total white. Y a la chiquita aquella, que ya es una mujer, de pie, en el centro de la fila 4, el corazón le sigue latiendo. Esta lista, sin saberlo, para comprobar lo que la teoría formula sobre la memoria. Y vino el colegio, y vino Vietnam/los yanquis juraban amar el napalm. En el estadio no cabe un alfiler, sigue “Tres agujas”, “Viejo mundo” y cuando se apaga “La rumba del piano” algo empieza a menguar además del movimiento de caderas. El color, la efervescencia. “Cuervos en casa” hipnotiza con un escudo argentino gigante en la pantalla y una delgada línea roja que corre como reguero de pólvora de abajo hacia arriba en el escenario cada vez que el estribillo arremete: crían cuervos en la Casa Rosada. La imagen, la luz, los píxeles son obra del mago llamado Lacroix, que convirtió la paleta de un otoño de ensueño en esta escena grave. Pocos corean las dos que siguen. ¿Será verdad que sí, que las que escuchamos menos, menos se quedan? Pero los de la primera hora saben “Canción sobre canción” y, definitivamente, vuelven a pararse en masa para corear “Un rosarino en Budapest”. Cortaré una lágrima con una gillette. Te amaré en el filo de un cuchillo. Y un sable chino afilado en la punta. Vaya si había sido un disco punzante.
El segundo homenajeado en el show Páez 4030, que después de su primera semana en Buenos Aires sigue su ruta por el Rosario natal, Córdoba y Santiago de Chile, con la promesa de retornar al Movistar Arena en diciembre, tiene trece temas. Es diez años más joven Circo Beat. La nena, la mujer, vuelve ahora al puente colgante del boliche, llorando el final de una etapa o el comienzo de la adultez, mientras una “Mariposa technicolor” la hace avanzar por la pasarela. Todas las mañanas que viví... En el recuerdo, tiene puesto el vestido color lavanda del egreso, que hace poco una amiga encontró en el fondo del placard. A su alrededor, en el estadio, no hay prácticamente olvidos. Esa noche ganan los recuerdos.
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