Caminar por la calle
La señora que pasea al perro. El adolescente que tiene los auriculares puestos y avanza derecho. El hombre que habla por celular. La chica que viene chateando con amigas, con quien sea, y va de a carcajadas. Los que miran las redes sociales. Las que se sacan fotos (el pelo un poco al costado, fresco, los labios apenas húmedos, para que brillen, el gesto serio hasta que el dedo aprieta el botón correcto y justo ahí la sonrisa, montada, para mostrarla). Los repartidores en bicicleta porque justo es la vereda en la que tienen que entregar el pedido. La mujer toda cargada de bolsas de todo tipo. Cada uno de los apurados, que aceleran el ritmo hasta el pequeño ridículo porque no tienen la valentía de salir corriendo (quién pudiera de vez en cuando salir corriendo). Aquellos que vienen charlando entre sí, en una misma línea, y ocupan todo el ancho de la vereda. Las madres con los hijos, los padres con las hijas. Los abuelos con los nietos. Los adultos que empujan monopatines en los que aparecen parados los niños, vestidos de jardín de infantes. Las ancianas de faldas largas con los changuitos de las compras. Los viejos de bastón, pantalón pinzado y, según el clima, saco. Los verduleros que llevan pedidos a domicilio. Los empleados de los supermercados, mejor equipados, que trasladan los productos en cajas blancas con rueditas. También los distraídos. Las mujeres con los cochecitos de bebé. Los hombres de la misma manera. Las madres en las puertas de los colegios antes de la hora de salida. Las mujeres que cuidan a los niños en las puertas de los colegios antes de la hora de salida. Los abuelos que hacen ese trabajo, tan contentos. Los que esperan el colectivo, los que hacen otras filas, frente al banco, frente a la farmacia. Los que venden repasadores, paltas, pañuelitos de papel, quienes se acomodan al límite del cordón para hacer lo mismo. Los que deambulan. Los que pasean mascotas en grupo. Los atropellados. Las perdidas.
Caminar por la ciudad es cosa difícil. No es que se pueda andar y dejarse llevar por los pensamientos, las preocupaciones, qué cenar, cuándo tener esa conversación al fin, cómo juntar dinero para eso que se quiere, que se busca, cuándo decirle a tal persona tal otra, la imaginación, ese bien sentir que genera fantasear con algo y creérselo. No. Bajo ningún punto de vista. Para caminar en la ciudad, para caminar con rumbo en la ciudad, para hacer la caminata fluida hay que mirar. Todo el tiempo. A todos lados. Y hay que moverse. Hay que esquivar a la gente porque si no la gente…
El otro día hice la prueba. Salí de casa y me dispuse a seguir derecho y me di cuenta de que si yo no me movía no avanzaba porque el otro no estaba dispuesto a verme. Entonces caminar fue todo lo que pude hacer en ese momento. Yo era una mujer que caminaba y nada más porque nada más podía. Tuve que abrirme a la derecha para esquivar a alguien, lo mismo a la izquierda, tuve que frenar para no toparme de frente con otro, tuve que pasar por encima de correas de perros (lo hice más de una vez porque ahora los dueños de los perros usan correas que se estiran según el deseo del animal y ahí en medio estaba yo, entre la señora en una punta de la vereda y su West Highland white terrier en la otra, atrapada), tuve que detenerme incluso cuando era mi turno de no hacerlo porque la senda peatonal me daba el paso pero en los autos los conductores siguen, tuve que cambiar la dirección, para allá, para atrás, tuve que dejar pasar a tantos, tuve que perder mi tiempo.
Ese otro día caminar resultó ser una cuestión de altanería. Por eso me hizo pensar. ¿Este texto lo podría escribir cualquier otra persona o esto que pasa me pasa a mí? Y eso me hizo pensar, otra vez. Qué pasa si ya no me muevo, si no cedo. En nada.