Cadencias de una melodía sentimental
Ambientada en la capital portuguesa durante una sola noche de 1942, Lisboa , de Leopoldo Brizuela, presenta historias simultáneas en las que la nostalgia y el desasosiego de la guerra revelan un universo de deseos enquistado en conciencias solitarias
Lisboa. Un melodrama
Por Leopoldo Brizuela
A once años de la publicación de su última novela, Inglaterra. Una fábula , a la que siguió la nouvelle El placer de la cautiva (2000) y el libro de relatos Los que llegamos más lejos (2002), el escritor argentino Leopoldo Brizuela da a conocer, finalmente, Lisboa. Un melodrama , un monumental relato de más de setecientas páginas, cuya escritura demandó al menos cinco años de trabajo.
Concentrada en apenas una noche de noviembre de 1942 en la capital portuguesa, o mejor dicho, en la noche en que peligra la neutralidad de Portugal, cercada entre un ultimátum británico para declarar la guerra al Eje y la amenaza de una ocupación nazi, la novela se sumerge en un conjunto de historias simultáneas. Su personaje más visible es el cónsul argentino Eduardo Cantilo, al que acompañan el compositor y actor Enrique Santos Discépolo y su esposa, la cantante Tania, de paso por Lisboa en su viaje de regreso a Buenos Aires; la cantante de fados Amália Rodrigues y otros personajes puramente ficcionales como el secretario del consulado, Ordónez, y su mujer, Sofía; Eugénio de Oliveira, maestro de canto de Carlos Gardel; el misterioso y joven banquero Ricardo de Sanctis, entre más de una docena de nombres, cantidad usual en la clásica novela realista del siglo XIX. Aunque aquí, esta coincidencia con la narración decimonónica -a la que se suman, también, la extensión y cierta voluntad abarcativa de un mundo, por más que ese mundo se reduzca a una sola noche, y parezca estar hecho, principalmente, de secretos pasionales, intrigas políticas y nostalgia, mucha nostalgia- es apenas uno de los afluentes estéticos del libro. Junto a él ingresa, asimismo, el "melodrama" en su versión más estilizada: por un lado, un universo de pasiones, deseos y ansias de comunicación más enquistado en la soledad de las conciencias que en los encuentros concretos; por otro, la fuerte impronta musical de una historia que convoca un repertorio de tangos y fados (en algunas escenas, en los títulos de los capítulos, en los epígrafes), y cuya escritura logra imponer una cadencia de ritmo sumamente pausado, que da base, empero, a la melodía sentimental de las conciencias.
Con el afán de una cámara lenta que pareciera buscar un clímax en cada una de los puntos que recorre el cuerpo en movimiento, la narración avanza focalizando en diferentes personajes. Usando un gimnástico indirecto libre, capaz de saltar de una conciencia a otra sin negligencias, el relato se inicia durante la víspera de la llegada al puerto de Lisboa de un carguero argentino colmado de trigo, alimento cuyo real destinatario el cónsul Cantilo calla con recelo, para impedir, hasta último momento, que el dictador Salazar decomise la carga. Durante esa larga noche y hasta la madrugada de su muerte anunciada, Cantilo se ve acosado por los recuerdos de un joven que ha muerto y por la progresiva atracción hacia otro joven perturbadoramente equívoco. En los capítulos siguientes, el punto de vista enfoca en Ordóñez -con su inicial atracción por Tania, sus peleas maritales, sus flirteos con la cantante Amália-, luego en De Oliveira, en Tania, en el joven Oliverio, ex amante y ex aprendiz del maestro de canto. Y en todos esos episodios, verdaderos buceos por un universo de pasiones y secretos inconfesables, se filtran, a la vez, las señales de una realidad política a punto de estallar: disparos en la noche, una bomba que explota en el interior del Boa Esperanza (último barco que partirá a América con cientos de emigrantes), la vigilancia omnipresente de los carabineros, la presencia tácita de una legión de espías.
La experiencia de lectura de Lisboa es, ciertamente, excepcional, pero no puede considerársela apacible. Hay un trabajo elevado sobre cada una de las frases; hay imágenes que nada tienen que ver con lo vulgarmente ingenioso y todo, en cambio, con la habilidad para condensar sentidos intensos, vívidos, en frases cuya función es en apariencia trivial. El enorme trabajo de elaboración de la historia y de los personajes salta a la vista, mientras que la elección de los escenarios -el puerto, la estación de trenes, el nightclub Gondarém, la Residencia Argentina- dan a la novela una innegable proyección visual. Sin embargo, la constante entrada in medias res de la voz narradora (que alude insistentemente a un pasado de los personajes que desconocemos, y al que sólo accedemos de a cuentagotas, al ritmo en que la memoria subjetiva convoca los hechos), el manejo gozoso de la intriga al final de cada capítulo (no importa cuánto hayamos leído, los personajes siempre guardan un secreto que se resisten a enfrentar), y la buscada superposición de las pasiones, los recuerdos y los pensamientos en indirecto libre, convierten la lectura en una trabajosa educación iniciática, en la que la sosegada entrega al mundo narrado puede alternarse con la irritación de no hallar donde hacer pie, a la manera de las más ciclotímicas historias de amor.
Con todo, esto está lejos de ser consecuencia de una desprolijidad; por el contrario, se desprende del tipo de propuesta de "novela total" que ambiciona Lisboa : no ya la totalidad quimérica de la novela sociológica, sino, en diferente dirección, una totalidad inventada por la propia novela, que surge de la intersección de lo sentimental, la nostalgia melancólica y el desasosiego de la guerra, dispuestos en minuciosa expansión narrativa. No es la trama la que pueda llamarse "melodramática"; más bien se trata de subjetividades retratadas preferentemente desde su dimensión dramático-sentimental. Tampoco hay un interés por las historias de amor romántico, sino por ese deseo de confesarse ante otro como radical acto de comunión, para el cual la novela supo hallar su registro.
Con su extensión y su densidad, Lisboa parece querer privilegiar a aquel lector que pueda entregarse a su cadencia verbal con el mismo despojo con que un cuerpo se descubre acompañando una música, antes, aún, de admitir oírla. En lugar de un pacto de lectura, la novela propone una particular sintonía con la forma en que ha logrado ampliar las coordenadas de su universo, esa totalidad de la falta y de la añoranza que atraviesa su noche.