Breve ensayo sobre tigres inexistentes
El miedo y la culpa son dos de las emociones que con más vigor modelan nuestra conducta. No son las únicas, por supuesto. Pero lo hacen tan subrepticiamente que, al revés que la codicia, el elemental placer, la búsqueda de trascendencia, el amor, los ideales o la fe, el miedo y la culpa están mayormente ausentes del discurso público. Quiero decir, es raro que alguien reconozca que no hizo tal cosa por miedo o que el haber hecho tal otra lo llenó de culpa. Son, por sí, emociones que nos avergüenzan. Tabú. Si me lo preguntan, es de lo más extravagante, porque ambas, el miedo y la culpa son esenciales para la supervivencia de la especie.
La culpa es un fenómeno muy complejo que aquí no tendríamos siquiera la ocasión de sobrevolar. Sabemos, sin embargo, que la completa ausencia de culpa es un síntoma alarmante. A uno, que hasta le da culpa haber roto un vaso, le cuesta entender que alguien no la sienta en absoluto. Los psicólogos tienen un diagnóstico para eso, y entre ese y el que vive en un estado de culpabilidad patológica, estamos todos los demás. Dato de lo más interesante: no existe un solo sinónimo en español para sentirse culpable. La semántica orbita ese núcleo prohibido con toda clase de significativas ausencias y circunloquios.
El miedo, en cambio, está repleto de palabras que describen sus numerosos matices. Además, otra cosa rara. Es cierto que enfrentar nuestros miedos es una forma bastante eficiente de vencerlos, pero con la culpa eso no funciona. Si hacés muchas veces lo que te da culpa, solo vas a conseguir sentirte horrible. Y, digan lo que digan, me cuesta pensar en algún saldo positivo de dejar de sentir culpa, si de verdad metiste la pata. En cambio, el miedo es engañoso y cuestionable. Desde siempre, la sociedad lo condena. De timorato a cobarde, pasando por asustadizo, pusilánime y algunas palabras un poco más rudas que me ahorraré, por pudor, el mundo descalifica al que siente miedo. La Declaración Universal de los Derechos Humanos menciona el vivir sin miedo junto con la libertad de expresión como las dos aspiraciones máximas de las personas. Vivir sin miedo significa estar a salvo de la violencia política, de la persecución religiosa, ideológica, racial o de género, y de cualquier otra forma de condena social contra personas o grupos por sus creencias u otras actividades que no configuren un delito, por extravagantes que nos parezcan.
Sin embargo, el miedo se retoba, y cambia de máscara. Porque, dicho lo anterior, no va a pasar un día sin que sientas un miedito menor, un sobresalto, algo de pánico o un terror de lo más justificado. Estamos biológicamente diseñados para preservarnos ante las amenazas, y el miedo es nuestra primera línea de defensa.
Es asunto, como se ve, de lo más espeso. Pero quiero reparar en una cuestión que me parece interesante. Tenerle miedo a un tigre que nos mira fijo, bueno, caramba, no estoy dispuesto a creer que haya alguien que enfrente impasible tal adversario. Pero con los años vamos aprendiendo que el tigre casi nunca está ahí. No es real, lo hemos fabricado con nuestra imaginación, con nuestras experiencias tempranas, a golpes o porque todo indica que el tigre está de verdad ahí, aunque sea espurio. Se le atribuye a Michel de Montaigne la sabia frase: “Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca ocurrió.”
Pero hay todavía otra capa más, en este lago insondable. El miedo cancela nuestra capacidad de análisis. Lo descubrí en los últimos años. Simplemente, no nos ponemos a analizar eso que nos da miedo. No lo desmenuzamos. No lo interpelamos. Ese consejo, tan repetido, de que debemos enfrentar nuestros miedos a lo mejor no sea otra cosa que respirar hondo y pensar. ¿De qué tenemos miedo? ¿De qué exactamente? Tarea para el hogar, y se los firmo; van a llevarse varias sorpresas.
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