Borges y María, como dos compañeritos de colegio
La escritora recuerda en esta columna la alegría del autor de “El Aleph” al viajar con Kodama y otras anécdotas que compartieron en Nueva York, a comienzos de los años ‘80
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Con el fallecimiento de María Kodama cantidad de recuerdos me invaden. Entre el montonal rescato dos frases y dos circunstancias.
Años 1983/1984. Lugar, Manhattan, donde estaba viviendo. Frases: “María me hizo descubrir el placer de los viajes. En Buenos Aires un día resulta igual al otro, cuando viajo y gracias a María cada día es un nuevo descubrimiento”.
“Me piden que defina mi relación con Borges. No soy su secretaria, no soy su lazarillo, somos compañeritos de colegio. Nos divertimos en grande”.
Más adelante ambos me narrarían detalles, porque hubo un primer reencuentro en el patio trasero de un ignoto restaurante en Greenwich Village, el “Emilio’s” para ser exacta. En aquel mediodía de primavera, devenido inolvidable, del fondo del oscuro local emergieron dos figuras como nimbadas, y sobre todo desconcertadas. Eran ellos, Borges y María. Sorprendidos nos saludamos y luego nos juntamos a tomar el café. Con mi acompañante supimos del reciente viaje en globo y del maravillamiento borgeano, la pena de él por tener que volver a su patria. “Isn’t it a pity”, repetía en inglés cuando estamos charlando en castellano. A la tercera vez le tomé la palabra, corrí al teléfono, volví con la noticia de una invitación para cuando quisiera, con todo lo que quisiera. El New York Institute for the Humanities, inigualable think tank del que tuve la fortuna de ser miembro, no se iba a perder semejante oportunidad. Borges y María regresaron el semestre siguiente, hube de servirle al maestro de temblorosa interlocutora en su gran presentación en la Universidad de Nueva York (NYU) y mañana tras mañana en una serie de clases en Columbia University, en la otra punta de la isla.
Pero esta es otra historia.
Hoy la segunda escena me devuelve la alegría de esa extraña pareja tan despareja y a la vez tan afín. Me veo, nos veo a les tres (percibo al espíritu de Borges trepidando ante el feo pero eficaz lenguaje inclusivo) apoltronades en una cama descomunal de importante hotel neoyorquino con mi diminuta grabadora en el medio. Me habían ido contando, entre risas y a lo largo de días, tanta anécdota de viaje que no pude menos que pedirles una entrevista que de seria tuvo poco. Resultó ser precursora del libro Atlas, que quizá estaban ya pergeñando pero no fue mencionado. Así desfiló la enorme rosa de oro puro, trofeo entregado al Maestro en Palermo, Italia, que María debió cargar y custodiar a lo largo de intrincada gira culminada en Tokio, todo porque a Borges le había parecido descortés permitir que la Embajada Argentina se la enviara a su casa. Y fue recordada la cama sobre alta plataforma como pedestal, en L’Hotel en París, que el controvertido editor Maurice Gerodias le quería brindar a Borges como homenaje, sin tener en cuenta los peligros para un ciego, y las cómicas soluciones que propuso el anfitrión ante la terminante negativa de María.
¡Cómo disfrutaba Borges con esas picardías! Mientras tanto, sus resentidas y famosas amistades locales insistían con que María lo había secuestrado y llevado lejos adrede, cuando en realidad María le había devuelto la vida. Borges soñaba con retornar a Japón, me consta. Y se sentía feliz en Ginebra, festejando su casamiento, la nueva vivienda que no llegó a estrenar. Hablábamos por teléfono cada tanto, mi compromiso en NYU no me permitía responder a sus invitaciones. No ceso de lamentarlo. Cuando falleció el gran hombre llamé a María y del alma me salió la exclamación: “¿Qué será del mundo sin Borges?” Y María, con su impecable sabiduría oriental, me contestó:
“El mundo nunca estará sin Borges”.
Ella se empeñó quizá con excesivo fervor por mantener pura esa llama. Ahora que ha partido, ¿quién tomará el relevo? Y acaso, ¿se necesita a alguien?
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