Borges y Buenos Aires, un amor que cumple cien años
El 4 de marzo de 1921 Jorge Guillermo Borges, abogado aficionado a la literatura y profesor de psicología, embarcó junto a su familia desde España hacia Buenos Aires. Había viajado a Suiza en 1914, a visitar a un reconocido oftalmólogo, y la Primera Guerra Mundial convirtió aquel viaje en una estancia de siete años. La familia Borges (padre, madre, abuela y dos hijos) sería recibida en el puerto de Buenos Aires por un amigo: el también abogado Macedonio Fernández. Corte al 21 de julio de 1923. La familia Borges parte de nuevo a Europa, en un segundo viaje motivado por los problemas de visión del padre. Han pasado apenas dos años, pero dos años que cambiarán la historia. ¿Por qué? Por al menos tres razones vinculadas al hijo mayor, Jorge Luis, que se ha vuelto un dromómano, se ha enamorado (de Buenos Aires, de una mujer), y ha publicado, justo antes de subirse al barco, su primer libro de poemas. Aquel que según sus palabras seguirá reescribiendo toda la vida.
El amor de Borges por Buenos Aires es inmediato y fulminante: camina la ciudad de una punta a la otra a cualquier hora del día. Recuerda haber unido a pie, ida y vuelta, el barrio de La Recoleta con el de Villa Urquiza, cuando este era apenas un horizonte de quintas y zanjones. Le gusta descubrir las calles de la ciudad con sus mejores sentidos (el oído, el olfato, el tacto, la memoria) junto a amigos, con los que se pierde en zaguanes y almacenes fieros, con los que palpa los paredones del cementerio de la Chacarita. Estos fragmentos de Buenos Aires, a la que deliberadamente Borges le cercena el Centro, con su Avenida de Mayo y su Paseo de Julio, serán la materia con la que compondrá su primer libro de poemas.
El amor de Borges, que contaba 22 años, por Concepción Guerrero, de 16, es igual de fulminante. Se enamoró de ella, según sus palabras, “como un idiota”, por otro lado la única manera en que uno debería enamorarse. La visitaba en el jardín de la casa que tenían los padres de las hermanas Norah y Haydée Lange en la calle Tronador, en Villa Ortúzar, donde se reunían en tertulia los jóvenes amigos de la familia. Borges comenzaba a destacar entre ellos: había traído ideas nuevas de España, había fundado dos revistas literarias. Asomaba como el centro de gravedad de la nueva literatura. Las reuniones eran los viernes a la noche. Los sábados por la tarde era el día en que Borges tenía permitido encontrarse con Concepción. A veces iba desde Palermo caminando, solo para demorar y paladear un poco más el placer del reencuentro.
Es probable que Borges haya creído que las experiencias de estos dos años definitivos de su vida tenían que quedar registradas de alguna forma. Con un préstamo de su padre encargó en 1923 a la Imprenta Serantes trescientos ejemplares (que aparecieron sin índice, con las páginas sin numerar, plagadas de erratas) del que sería su primer libro, Fervor de Buenos Aires, que contenía versos hoy célebres para su lugar en el mundo: “Esta ciudad que yo creí mi pasado/es mi porvenir, mi presente;/los años que he vivido en Europa son ilusorios,/yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”. Había, también, un poema de amor desesperado dedicado a C.G. que se llama, por supuesto, “Sábados”.
Antes de viajar a Europa por segunda vez en julio de 1923, Borges lleva cincuenta de esos ejemplares a las oficinas de la revista Nosotros. Con un solo gesto se convierte en editor, autor y distribuidor: desliza el libro en los bolsillos de los sobretodos de los periodistas, que colgaban en el perchero de la redacción. A su regreso de Europa, y para su sorpresa, el libro había sido leído y comentado: “me había ganado una modesta reputación de poeta”. De esos avatares se cumple este año un siglo. El resto es historia conocida: la literatura argentina ya no volvería a ser la misma.ß
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