Borges, contra el terraplanismo literario
Cuando Borges y Bioy Casares decidieron dedicar las Crónicas de Bustos Domecq (1967) “a esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier” hicieron algo menos gracioso que una broma. Para empezar, la dedicatoria es inestable: ¿quiere llamar la atención sobre la grandeza o sobre el olvido? Que sea indecidible da que pensar, porque la grandeza de la época y el olvido van juntos. No olvidamos a Joyce ni a Picasso, pero la indicación es que entonces más le valía a un artista hacer su arte como si no existieran. Todo el libro es una demolición felizmente despiadada de las supersticiones estéticas del arte moderno y de vanguardia. Cada nombre propio de las crónicas (César Paladión, Ramón Bonavena, José Enrique Tafas, Antártido A. Garay) sigue vivo entre nosotros. Todos conocemos a alguno, y nos apadiamos de él, de ellos.
Ya muy temprano Borges desconfió de la existencia del progreso en el arte. Vuelvo a recordar una diatriba suya, un poco aviesa cierto, a Guillermo de Torre: “Quiero echarle en cara su progresismo, ese ademán molesto de sacar el reloj a cada rato”. Borges sacaba el reloj para mirar la hora, no para calibrar primicias. Por él supimos de manera irrevocable que había más novedades en el pasado que en el presente, tan inseparable de quien escribe, y que por eso leer a los contemporáneos era, antes que nada, una pérdida de tiempo. También de eso (entre otras cosas, entre innumerables cosas) se ocupa “Pierre Menard, autor del Quijote”. No hay progreso en la forma, pero sí lo hay en su sentido. Esto explica que el coeficiente de novedad, la radiactividad de Stendhal sea infinitamente mayor a la de... (complete el lector con el Ramón Bonavena del mes o con la Ramona Bonavena del día). El abismo del escrito de Borges consiste en que, aunque cronológicamente ulterior, el Quijote de Menard no es formalmente superior; en cambio, el sentido encerrado en él es incontenible. El de Menard es un libro vacío que se llena de lectura. Ya lo había dicho antes: la literatura es un arte que sabe enamorarse de la propia disolución.
Podría Borges haber coincidido con Nicolás Gómez Dávila en que “pensar como nuestros contemporáneos es la receta de la prosperidad y de la estupidez”. ¿Cómo se explica entonces que algunos sigan escribiendo como si Borges no hubiera escrito?
Evidentemente, hay también terraplanistas de la literatura.
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