Borges a Parini: “Quiero ver lo que usted ve”
En “Borges y yo. La novela de un encuentro” (Emecé), el escritor estadounidense Jay Parini evoca ficcionalmente su trato con Jorge Luis Borges; en este fragmento que reproducimos, el relato de un viaje que es también una lección de escritura
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Comenzamos nuestro viaje en la dirección opuesta a la que deberíamos haber tomado si pretendíamos llegar a Inverness. Pero me dio la impresión de que a Borges le gustaría «ver» Lower Largo, la tierra de Alexander Selkirk, el hombre en quien se inspiró Defoe para su Robinson Crusoe. Yo había estado allí con un amigo. Sabía también que Alastair y Jasper apreciaban ese libro, de modo que era posible que a Borges le gustara mi proyecto.
Desde el principio, decidí caerle bien. Era, suponía, una figura literaria destacada en Argentina, aunque era difícil dilucidar qué entrañaba eso. No haber leído nada de su autoría me ponía incómodo. Pero di por sentado que era autor de una novela larga e importante que leería algún día. Yo albergaba la vaga ambición de aportar algo al mundo en materia de literatura. Podía tratarse, tal vez, de un poema de considerable extensión o, Dios mediante, una novela, quizás una novela importante como Moby Dick, La letra escarlata o Retrato de una dama. Solo la novela era capaz de abarcar la totalidad de la vida. Del «luminoso libro de la vida», en palabras de Lawrence.
Avanzábamos por un tramo costero rocoso; tenía la ventanilla baja, pues era un día de inesperada tibieza para tratar se del comienzo de la primavera. Las aldeas de pescadores centelleaban con un brillo anormal, limpio, cobrizo. Pero una sensación de responsabilidad me abrumaba y me hacía callar. Borges me había endilgado la obligación de describir con precisión todo lo que veía. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Conocía siquiera las palabras adecuadas? Piedras y agua, aves y flores. Estaba claro que con eso no alcanzaba. A todo esto, Borges estaba sentado a mi vera, las rodillas muy altas; el bastón, afirmado entre las piernas, casi le rozaba la barbilla.
—¿Qué clase de automóvil es este? —indagó al cabo de unos veinte minutos de silencio.
—Morris Minor. Bastante viejo, me temo. Y destartalado. —Como respondiendo a mis palabras, el motor tosió y rezongó.
—Este automóvil es un Rocinante.
Mi silencio dejó en claro mi incomprensión.
—Me refiero al caballo viejo y perezoso de Don Quijote. En castellano, rocín significa “caballo de trabajo”. Nunca un buen caballo. ¡Nunca! —exclamó—. Rocinante era perezoso porque era viejo, como lo es este automóvil que vaya uno a saber si está en condiciones de enfrentar la travesía de las Tierras Altas. —Se dio unos golpecitos en la cabeza, como tratando de recordar algo—. Cervantes no le puso cualquier nombre a su caballo.
—Nunca leí el Don Quijote, Borges. Sé que debería haberlo hecho.
—Algún día lo hará y, créame, experimentará una honda sensación de familiaridad. Eso ocurre con los clásicos. Son ellos los que lo encuentran a uno.
—¿Sentiré que cuenta mi historia, algo así?
—Con un poco de suerte, sí. —Canturreó en castellano en voz baja—. ¿Notó cómo los animales domésticos terminan por parecerse a sus amos? ¿O será que el amo termina por parecerse al animal?
—No me parezco a mi auto.
—Todavía no.
A nuestra izquierda, el mar del Norte rompía sobre la escollera en estallidos de espuma. Se veían pesqueros en primer plano, cada tanto un buque de transporte de combustible a la distancia.
—Aún en pleno día, el mar se ve muy oscuro —dije, procurando, titubeante, describir lo que veía—. La rompiente espumea.
—Nada de eso es suficientemente específico —me regañó Borges—. Cuénteme cómo corren las olas, esos blancos caballos de las aguas. «Oscuro» es impreciso. ¿De qué colores? Busque metáforas, imágenes. Quiero ver lo que usted ve. La descripción es revelación. Las palabras crean imágenes. Como en el cine. Imágenes en movimiento. —Bajó la ventanilla para sentir la brisa. Cerró los ojos y dilató las narices, aspirando el fresco aire salino—. Estoy enamorado de Beowulf, de ahí mi parcialidad por el mar del Norte. Beowulf nadó enfundado en su armadura, con la espada a la cintura. Nueve monstruos lo arrastraron hasta el fondo del mar. Los mató, uno por uno. ¡Zas! Imagine cómo habrán quedado de ensangrentadas las aguas. Quedó exhausto, y las aguas lo arrastraron hasta la tierra de los fineses.
Quedamos en silencio. Era como si Borges hubiese agotado sus energías con ese recuerdo de Beowulf; por mi parte, no tenía nada que aportar a lo dicho. Veía con preocupación la posibilidad de ser incapaz de «ver» todo lo que mi acompañante pretendía que le hiciera ver. Si mis poemas, en los que tanto me empeñaba, rara vez colmaban mis expectativas, ¿me sería posible invocar improvisadamente imágenes y metáforas que le resultaran satisfactorias a mi extraño compañero de viaje?
Borges tanteó mi brazo izquierdo y enseguida me oprimió el codo.
—Este hombre de quien le hablé, el señor Singleton. Me mandó una carta a Buenos Aires, desde Inverness. A ambos nos interesa la poesía anglosajona, pero lo que nos intriga de verdad son los acertijos. Son juegos para la mente, el origen de toda trama. —Hurgó en el bolsillo del pecho de su chaqueta y extrajo un papelito arrugado, que después devolvió a su lugar—. Me mandó su número de teléfono. Mi madre lo anotó.
—¿Lo trajo desde Argentina?
—No pesa mucho.
—¿Qué sabe acerca del señor Singleton?
—Que entiende la importancia de la sorpresa. Las adivinanzas están colmadas de un sentido que recién estalla en el último instante, cuando uno queda cara a cara con la respuesta. Se está ante la verdad. Y en este estar, lo comprendemos todo. Mi intención es sorprenderlo, convertirme en la respuesta al acertijo que plantea mi llegada. Quiero decirle: «¡Míreme, señor Singleton! ¿Se imaginaba que ocurriría esto? Borges ‘en frente está’». En anglosajón, forstandan significa tanto “estar frente a” como “entender”. ¿Entiende?
Me di cuenta de que eso era lo que yo quería de Mackay Brown: quedar cara a cara ante el hombre detrás de los poemas y relatos. Quería que viera a su lector ideal en mí. El diálogo que tiene lugar sobre la página ocurriría en el tiempo y el espacio reales. Me encargaría de que ello sucediera, me dije. Iría con Borges a las Orcadas.
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