Bluey lo hizo de nuevo
La familia Heeler viaja arriba del auto.
–¿Por qué tenemos que vender la casa? –pregunta Bluey, desde su sillita en el asiento trasero. Al lado de ella, la observa su hermanita, Bingo.
–Ya lo hablamos Bluey: papá va a trabajar en otra ciudad –le responde su madre, Chilli.
–Pero mamá, ¿qué tiene esta ciudad? –insiste Bluey.
–Nada –le responde Chilli, y su mirada se pierde por la ventanilla.
Entonces interviene Bandit, el padre, que está al volante:
–Pero me pagarán más en ese trabajo y así podremos darles una mejor vida.
–Yo no quiero una mejor vida –dice Bluey.
Esta escena resume el conflicto de “El cartel”, un capítulo especial de la serie animada Bluey que se acaba de estrenar –tuvo trailer promocional y dura cuatro veces más que todos los ya emitidos durante sus tres temporadas– y que me convenció de escribir estas líneas.
¿Por qué? Cuando llegaron los créditos, una vez más, terminé con los ojos llorosos. Eso no era nuevo para mí –ni para aquellos padres y madres que acostumbran a verlo–, pero sí me llamó la atención otra cosa: mi hija mayor, de 5, que estaba sentada en el sillón al lado de mí, también se limpiaba las lágrimas. “Porque Bandit sacó el cartel, lo tiró a la calle y luego Chilli lo abrazó, y vinieron las niñas y también lo abrazaron”, me diría ella después.
Bluey no solo te hace llorar de la emoción –”Hora de dormir”–, reírte a carcajadas –”Carro de abuelita”– o saltar del sillón para bailar –”Modo Baile”–; es sobre todo un reflejo de las vivencias diarias de muchas madres y padres, es un manifiesto sobre la crianza respetuosa, y es un espejo que muestra en la pantalla eso que también puede ser nuestro, como lo hace el teatro desde la época de los griegos.
Bluey ya es un fenómeno mundial. Disponible en Disney +, fue por ejemplo el segundo programa de streaming más visto de 2023 en los Estados Unidos. Sin embargo, nació lejos de ahí. Fue en la cabeza de Joe Brumm, un australiano de la ciudad costera de Brisbane, que creció rodeado de pastores australianos, perros que muchos años después iban a cobrar forma antropomorfa para convertirse en los Heeler –de hecho, Brumm tuvo uno que se llamaba Bluey–.
Brumm llevaba una década trabajando en Inglaterra como jefe de animación de dibujos infantiles, cuando decidieron con su esposa, Suzy, volver a donde él había nacido: quería crear el Peppa Pig australiano y producirlo allá.
El nacimiento de sus dos hijas fue la inspiración. A partir de ahí decidió combinar vivencias de la paternidad con recuerdos de su infancia.
El resultado fue un corto. Un corto que se convertiría en piloto de la mano de un pequeño estudio local –Ludo Studio–. El piloto se convertiría en serie con la coproducción de ABC –un canal público australiano–. Y finalmente, la compraría la BBC. Y de ahí, al infinito y más allá.
En Bluey los adultos se agachan para hablar con los niños, las promesas siempre son importantes y tratan de cumplirse, la paciencia es un estandarte y el juego una prioridad. Y sí, claro, también hay peleas, berrinches, retos, miedos, desbordes y profundas tristezas.
Y da lugar a genialidades como esta que también aparece en el mencionado episodio “El cartel”. Durante una secuencia en un casamiento, tres primas pequeñas hablan con un tío que acaba de volver después de pasarse un mes en la India. La tía les explica a las chicas que él se fue allá a buscar a sí mismo. Entonces Bingo, la hermanita de Bluey, que no debe pasar de los cuatro años, le dice: “Tío, ¿por qué necesitás encontrarte a vos mismo allá si estás acá?”.
En una entrevista reciente le preguntaron a Brumm si podía compararse como padre con el personaje de Bandit. “Lo que cualquiera podría tener en común con Bandit y Chilli es que, más allá de los momentos buenos y malos, ellos realmente aman a sus hijas y solo quieren lo mejor para ellas –respondió–. Y vos no llorás al ver el programa por el amor que Bandit o Chilli le tienen a sus hijas; llorás por cuánto amás vos a tu hijo. Esto solo te lo recuerda”.
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