Bitácora de un viajero ilustrado
En Cartas del Mediterráneo Oriental, que Adriana Hidalgo publicará ?a mediados del mes próximo, José Emilio Burucúa relata, en clave epistolar, un viaje a Jerusalén y Atenas. En este fragmento, describe con pasión erudita su primera visión de la Acrópolis
Atenas, 11 de febrero
Carissimo,
Hoy ha sido un día sublime. Por primera vez en nuestras vidas, subimos a la Acrópolis de Atenas, tras tanto leer, tanto mirar fotografías, buscar en ellas puntos de vista excéntricos para observar mejor molduras, pliegues, perfiles, estrías, grupas, cabezas de caballos, miradas. Fuimos derecho al ingreso y sólo nos detuvimos frente al Odeón, un teatro a la romana con su escenario de arcos de medio punto, que mandó erigir Herodes Ático en homenaje a su esposa Regilla alrededor del año 160 de la era (el comitente, noble ateniense, fue también senador romano y, según se aprecia, hombre de vastos recursos). Empujado por el ancestral error de menospreciar la arquitectura romana, sobre todo cuando uno se encuentra a unos pocos pasos de obras maestras de la arquitectura griega, quise ser expeditivo en el examen del Odeón y pasar sin más trámite a los propileos que, bajo el gobierno de Pericles, la pólis ordenó construir a Mnesicles entre 437 y 432 a. C. Las lecciones de Joaquín Rodríguez Saumell regresaron tan nítidas como si las hubiera escuchado ayer. Que la combinación de columnas dóricas y jónicas en el ingreso al témenos de Atenas expresaba el programa de hegemonía política y cultural de la ciudad sobre toda Grecia a mediados del siglo V a. C., que la misma idea adquiría una segunda representación arquitectónica en el uso del orden dórico en el friso exterior del Partenón y el desenvolvimiento simultáneo de la procesión de las Panateneas en un friso jónico continuo sobre lo alto del muro de la naos del templo, que la disminución de la escala y de la luz, inducidas en nuestra percepción espacial por los propileos, contribuían a que el Partenón se nos apareciera más grande cuando lo vemos en la perspectiva oblicua que nos permite captar en sólo un instante su fachada de ocho columnas y su lateral de diecisiete, volvía por sus fueros el saber completo transmitido por aquel viejo profesor de Buenos Aires mediante las aguerridas diapositivas que él había tomado y mostrado cien veces, hasta que un leve olor a cuerno quemado lo obligaba a apagar el proyector para hacer descansar la lámpara. Lástima que se haya volado en el siglo XVII el tejado de mármol blanco del ingreso a la Acrópolis que, según Pausanias, "había permanecido incomparable en cuanto a la medida y a la belleza de la piedra" (I, 22, 4). Tampoco se ha conservado la pinacoteca ni su deslumbrante contenido, por supuesto, que todavía visitó y describió el autor de la Periégesis en tiempos del emperador Marco Aurelio. Ignoramos si se trataba de pinturas murales o de cuadros (Pausanias escribió grafás, es decir, "dibujos" o "delineaciones"), lo cierto es que allí había obras del gran Polignoto donde se mostraba a Odiseo en el acto de robar el arco del infortunado Filoctetes, a Diomedes cuando arrebataba el Paladion a los troyanos, a Orestes que asesinaba a Egisto para vengar a su padre Agamenón y a Pílades que mataba a los hijos de Nauplios, a la desdichada Polixena sacrificada en la pira funeraria de Aquiles ("Homero hizo bien en dejar fuera esta acción cruel y horrible", comentó Pausanias, I, 22, 6), otra vez a Odiseo en el momento en que Nausicaa y sus compañeras lo descubrían desnudo sobre la playa de la isla de los feacios, a Perseo que llevaba la cabeza de la Medusa a Polidectes, a Alcibíades (finalmente un personaje histórico y no mítico) cuando venció en la carrera de caballos de Nemea. Pausanias señaló las esculturas de un Hermes y de las tres Gracias, situadas en el corredor de los propileos, que la tradición atribuía a Sócrates, sí, al filósofo, a ese Sócrates "a quien la Pithia llamó el más sabio de los hombres" (I, 22, 8). Al girar la cabeza hacia atrás a la derecha, se me presentó el exquisito santuario jónico, casi un relicario en piedra, dedicado a la Victoria sin alas, es decir que los atenienses habían pretendido erigir un conjuro arquitectónico al triunfo obtenido en la guerra contra los persas, después de la calamidad de haber visto arder su ciudad, para que nunca los abandonase la victoria. Dado que eran apenas las diez de la mañana y el templo de la Niké Áptera se interponía entre mi cara y el sol en el cuadrante sureste del cielo, capté en su mayor potencia la capacidad del mármol pentélico, del que están hechos todos los edificios del santuario, para dejar pasar o absorber la luz hasta unos veinte centímetros de la superficie donde inciden sus rayos (al parecer, el mármol de Carrara permite el paso de la luz hasta unos diez centímetros, diferencia que te puede dar una buena idea de cómo se ven estas construcciones). De tal manera, a esa hora, el pequeño paralelepípedo de la Victoria sin alas aparecía teñido del color del oro. Al mediodía, seguramente el dorado viraría al blanco y, al atardecer, al blanco sucederían un rosa y hasta un rojo pálido. Debí recordar desde el principio que aquellos edificios, aquellas estatuas y pinturas de los dioses o los héroes habían reemplazado a otras piezas más antiguas, quemadas y saqueadas durante la ocupación de Atenas por el ejército de Jerjes en el año 480. Dejé el Pausanias a un lado y busqué el pasaje del incendio de la Acrópolis en Heródoto, VIII, 53-54:
"Al cabo, como era cosa fatal y decretada ya, según el oráculo, que toda la tierra firme del Ática fuese domada por los persas, a los bárbaros apurados se les descubrió cierto paso por donde entrasen en la ciudadela; porque por aquella fachada de la fortaleza que cae a las espaldas de su puerta y de la subida, lienzo de muralla que no parecía que hombre nacido pudiese subir por él, y dejado por eso sin guarda ninguna, por allá, digo, subieron algunos enemigos, pasando por cerca del templo de Aglauro, hija de Cécrope, a pesar de lo escarpado de aquel precipicio. Cuando vieron los atenienses a los bárbaros subidos a la plaza, echándose los unos cabeza abajo desde los muros, perecieron despeñados, y los otros se refugiaron en el templo de Atenea. La primera diligencia de los persas al acabar de subir fue encaminarse hacia la puerta del templo y, abierta, pasar a cuchillo a aquellos refugiados. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y entregaron a las llamas la ciudadela entera. [...] [Jerjes] convocó a los desterrados de Atenas que traía en su comitiva y les ordenó que subiesen a la Acrópolis, hiciesen en ella sus ritos conforme al rito patrio y ceremonias del país, ora lo mandase así por alguna visión que entre sueños hubiese tenido, o bien por escrúpulo o remordimiento de haber quemado el templo. Los desterrados de Atenas cumplieron por su parte con las órdenes dadas."
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