Bienalsur, kilómetro 11921: la bienal argentina que no está en ningún lado y está en todas partes
El festival que cruza fronteras a través del arte contemporáneo le ganó a la pandemia y llegó a los Alpes Suizos
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LAUSANNE.- Hasta los Alpes llegó ayer la Bienalsur, planteada como un desafío de fronteras expandidas por sus directores Aníbal Jozami y Diana Wechsler. Una edición 2021 marcada por la pandemia, que no aminoró un ápice el impulso expansivo de una convocatoria global, democrática y ubicua: no está en ningún lado y está en todas partes. Dos horas de tren y 10 minutos de funicular, para llegar hasta las alturas de Crans-Montana y compartir una experiencia estimulante, rodeada de gente que no se había visto nunca. Cosas del arte.
Esta es la segunda escala de una gira europea que arrancó en Málaga una semana atrás. El Sur de España-norte de África, punto de encuentro de dos mundos en un edificio de cuño industrial llamado La Térmica, que desde el nombre alude en voz alta al enunciado fundacional de la Bienal nacida en 2015, atravesada por cambios políticos, condicionamientos territoriales y un sinfín de obstáculos, que no parecen frenar, sino más bien alentar a Jozami, su creador y rector de la universidad Tres de Febrero. Bienalsur es una iniciativa privada, con apoyo público, que cumple ahora su tercera edición.
Medir la “térmica” para saber cómo está el planeta; pensar en el futuro; acelerar los cambios; cuestionar desde el lugar del arte la zona de confort es un proyecto ambicioso, abierto a los cinco continentes, este año en 50 países y 124 sedes, que incluyen el Vaticano y los Alpes, con la participación de 400 artistas. Con siete obras instaladas en el espacio público, el equipo de producción de la bienal, liderado por Juana Carranza Vélez, alteró el paisaje cotidiano de la villa alpina. Un típico lugar de corte suizo, con techos de dos aguas, flores por todas partes y la vista impar al horizonte nevado. Centro de esquí en invierno, destino de golf de bajo hándicap en verano, suma, ahora, el encuentro urbano con el arte contemporáneo.
Cuenta la historiadora Sylvie Doriot Galofro, con quien comparto mesa en la Fundación Opale -aliada estratégica en este proyecto- que en el origen de Montana, como era de esperar, hay un sanatorio de altura para la cura de la tuberculosis, fundado por el doctor Théodore Stephani, a fines del siglo XIX. Imposible no recordar al héroe Hans Cartop, protagonista de La Montaña Mágica, sentado en su tumbona en el descanso matinal, mientras prolonga la cura en un sanatorio cercano a Davos. Probablemente, Thomas Mann caminó por Montana, donde estuvo internada Katherine Mansfield, en una cura de reposo para el tratamiento de la tuberculosis que, finalmente, le costó la vida cuando tenía solo 34 años. En 1906, el inglés sir Henri Lunn inició en Montana los trabajos para un campo de golf de 18 hoyos, que sería el más alto del mundo, terminado en 1908. Hoy en el club de Crans-Montana se juega la Omega European Masters, con los mejores profesionales del mundo. No será Augusta, pero está en las alturas. El turismo transformó el lugar en destino deportivo y, ahora, en destino de arte. Con siete obras instaladas en el espacio público de artistas argentinos y suizos, se estableció un recorrido que acompaña los trabajos de Agustina Woodgate, Marie Orensanz, Pablo Reinoso, Iván Argote, Katja Schenker, Christian de Belair y Denis Savary. Son site specifics realizados ad hoc para esta edición, salvo el ojo de la cerradura de Orensanz y el árbol desmechado de Pablo Reinoso, que formaban parte del patrimonio del lugar.
Con un acto en el Centro de Congresos, presidido por Catherine Bellan, de Bienalsur Crans-Montana, quedó inaugurada la muestra al aire libre. Quizá la mejor imagen para describir, o explicar, lo que el arte muestra pero no explica, se vio ayer en la recorrida bajo la lluvia con la obra de la Katja Schenker: una enorme esfera de cemento pintada de blanco plata. Frente a ella quedaban dos opciones: mirarla o moverla. Mantener el statu quo o intentar cambiarlo. Es imposible desplazar la masa enorme sin sumar fuerzas, y eso fue lo que ocurrió. Se formó el equipo. La lección del arte siempre llega antes y siempre es transparente, eficaz. Ese pequeño gesto cambió el escenario y expandió el sentido de la obra, que dejó de ser una simple esfera de hormigón para ser la piedra que pudimos mover, el logro colectivo. Nada demasiado ajeno a lo que nos pasa.
Algo similar sucedió con el banco subibaja del colombiano Iván Argote. Sentarse en un balancín exige equilibrio de fuerzas, medir el contrapeso, adecuar la situación al asiento inestable. Y estos tiempos son inestables, lo sabemos. La fuente de Agustina Woodgate, argentina radicada en Ámsterdam, está construida con piedras de las canteras del Valais por un artesano del lugar y responde a la propuesta de la artista: crear un bebedero público, que sea parte del cotidiano de la gente, donde tomar agua cueste un esfuerzo, porque hay que trepar entre las piedras para llegar al grifo. El agua cuesta, y costará más.
La escultura de Denis Savary retoma el personaje de la novela de Prosper Mérimée (1869) llamado Lokis II, resultado de una fusión hombre-oso. Según Savary, su intención es llamar la atención sobre el riesgo de extinción del oso pardo, como especie amenazada. Un tipo de preocupación muy frecuente en Suiza, frente a los desequilibrios del medio ambiente. También, otra manera de mirar la postal impoluta y perfecta de un paisaje idílico. Realizada en fibra de vidrio verde agua, la figura tiene una dimensión fantástica, lúdica, como si en cualquier momento fuera a emprender vuelo.
Cambio de paradigmas
Las bienales nacieron en el mundo ancladas a un espacio, a una geografía. En 1895, el rey Humberto de Saboya inventó la Biennale para atraer turistas al tórrido verano veneciano. Y Ciccillo Matarazzo siguió el modelo para fundar la Bienal de San Pablo a mediados del siglo XX. Ambas convocatorias conquistaron el podio de espacios legitimadores, desde los Giardini del Castello, en Venecia , o desde la espiral de Niemeyer en el Parque de Ibirapuera.
El proyecto de Bienalsur cambió el paradigma. Es un golpe de timón, una bienal itinerante que, desde la óptica de la curadora y directora artística Diana Weschler, “busca descolonizar miradas, revisar perspectivas canónicas, instalar preguntas, despertar curiosidad, inquietar”.
En ese ideario creyó Christian Boltanski, padrino de Bienalsur y enamorado de la Patagonia, cuando creó un sistema sonoro para reproducir por efecto del viento el sonido imaginado de las ballenas, en la instalación de Bahía Bustamante. El registro en video fue proyectado ayer en la apertura de la Bienalsur. Desde las alturas de esta tierra lejana, escuchamos ese sonido raro, seco y metálico. Una llamada a más de 11900 kilómetros. En las actuales circunstancias, la bienal ubicua alcanza dimensiones épicas.
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