Bernardo Beccar Varela. “En el Poder Judicial se escribe muy mal”
Abogado de famosos, especialista en derecho de familia, es además librero y acaba de publicar su tercera novela sobre una banda de quemacoches; historias al margen de la ley, abusos en la iglesia y un retrato de la zona norte bonaerense
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Después de haber publicado su tercera novela, Bernardo Beccar Varela (Buenos Aires, 1974) se asume todavía como un abogado que escribe antes que como un escritor. Egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, socio en el Estudio Moltedo desde hace décadas y librero desde 2018, Beccar Varela ambienta su historia de una banda de quemacoches -en la que participan el joven protagonista, Diego; una misteriosa mujer, un remisero e incluso curas- en la zona norte del conurbano bonaerense (Acassuso, Beccar, San Isidro), donde vive el autor y donde también transcurren sus otras dos ficciones: Retiro-Tigre (2010) y El ahogado (2018).
“Mi intención es entretener a los lectores por un rato, no tengo pretensiones literarias ni mensajes para transmitir”, dice a LA NACION. Sin embargo, en Quemacoches (The Orlando Books) se alude a las denuncias de abusos de menores cometidas por sacerdotes de la Iglesia católica en el país, en años recientes. “Todavía no le di un ejemplar de la novela a mi tío, Oscar Ojea, obispo de San Isidro, que es un gran lector y cinéfilo”, revela.
En 2013, Ojea debió pedir una disculpa pública a las víctimas del sacerdote abusador de menores José Antonio Mercau cuando era párroco de la localidad de Ricardo Rojas, en el partido de Tigre; uno de los hermanos del abogado-escritor, el exsacerdote Julio Beccar Varela, impulsó la denuncia que puso en la cárcel a Mercau con una condena de catorce años. “Lo he vivido de cerca porque mi hermano mayor era sacerdote de la diócesis de San Isidro -recuerda-. Mis padres son católicos y muy abiertos, pero yo ya no soy creyente; la Iglesia no actuó bien, si bien con los años ha ido reaccionando”, agrega.
Con Lucía, su pareja, abrió en 2018 la librería Dulcinea, especializada en literatura infantil y juvenil (y con un sector para adultos con “curaduría” de ambos). Su nuevo libro se puede leer como un relato de iniciación y, a la vez, como una insólita forma que Diego encuentra para saldar el duelo por el abandono paterno.
“La publicación surgió de una serie de episodios -cuenta el autor en un bar porteño cercano al Palacio de Tribunales-. Ayudé con un asunto legal a quien terminó siendo la editora contratada por The Orlando Books para generar el catálogo del sello y esa persona, Verónica Chamorro, antes de trabajar para la editorial en algún momento me preguntó si tenía un texto para editar. Fue como una cadena de favores, porque luego me contó que le había mostrado la novela a la guionista y escritora Marcela Citterio, que dirige The Orlando Books”. Lanzado este año, el sello tiene el propósito de satisfacer la demanda de historias por parte de las plataformas de streaming y productoras audiovisuales.
-¿Cómo surgió la historia de la banda de “quemacoches místicos” de zona norte?
-Nació por distintas vertientes, algunas descubiertas después; no es que uno lo tenga claro desde el inicio. Una está relacionada con mi historia familiar religiosa. El anticlericalismo de la novela es también mi historia con la religión católica, de haber sido religioso practicante a atravesar todo un proceso que me llevó a lo opuesto no por el hecho de haber tenido experiencias negativas o por haber sido víctima de un hecho concreto, sino por no encontrarle sentido a lo que está detrás de la creencia. La otra vertiente es seguir escribiendo, con algún grado de costumbrismo, sobre el barrio. Cuando empecé con algunas ideas sobre esta secta que quema autos de una forma disruptiva todavía no estaban esos hechos en la prensa. En ese momento iba al taller de Marcos de Soldati y leía algunos capítulos; cuando comenzaron a aparecer las noticias sobre quemas de coches, mis compañeros me preguntaban en broma en qué andaba. Las lecturas también son vertientes, como la novela Que empiece la fiesta de Niccolò Ammaniti, una historia muy loca con una secta satánica que quiere asesinar a una cantante famosa, y que tiene un tono de comedia. Y, salvando las distancias, Crash, de J. G. Ballard.
-Tanto en esta novela como en las anteriores aparecen personajes “fuera de la ley”.
-Como trabajo con los marcos de la ley en la vida real, en la ficción me gusta cuando los personajes cometen hechos por fuera de ese marco, personajes que no necesariamente son delincuentes sino que cometen acciones ilegales. Quemacoches es una novela iniciática por la edad del personaje y porque al final de ese derrotero se coloca en otro lugar.
-El protagonista es un chico abandonado por su padre y con una madre alcohólica.
-Eso está relacionado con mi trabajo. Me dedico al derecho de familia y creo que las relaciones familiares son muy determinantes en la vida de las personas. Las familias son un infierno. Por supuesto, todas las personas tenemos instancias de redención, pero los vínculos familiares son determinantes. En ese aspecto, la experiencia de lo que hago me sirve. Es una experiencia mediada por la ficción, porque en mis libros no se habla de divorcios ni de adopciones ni de sucesiones.
-¿Entonces tu profesión de abogado colabora con tu escritura?
-Sí. Y viceversa también. Hace muchos años, en todo lo que se refiere al procedimiento escrito de mi profesión, trato de alcanzar una claridad mayor, una sencillez, porque en definitiva el que lee tiene que entender lo que se ha escrito.
-¿Los abogados escriben mal?
-Escribimos muy mal. Tenemos muchas deformaciones que quedan solapadas porque el que las lee también las tiene; cuando hablo de los abogados, me refiero al Poder Judicial en general: se escribe muy mal. Existe mucha deformación y debería ser todo lo contrario, al margen del lenguaje específico que existe en todas la profesiones. Eso no justifica escribir en ocho líneas algo que se puede decir en dos; eso en un escrito de cincuenta páginas se vuelve confuso. Obviamente, en la literatura uno puede no decir y que ese sea el recurso, pero no en el ejercicio de la profesión, porque uno tiene que explicar y dar todos los argumentos. Y hay diferencias: en nuestra profesión no hay que dejar nada sin explicar; en la ficción, algunas cosas tienen que quedar sin explicación. Me ha ayudado dedicar mucho tiempo a la escritura y a la lectura para mejorar esa forma de escritura.
-¿Y lo notan tus colegas y la gente con la que trabajás?
-Creo que sí, eso se nota en los resultados. Después están las cuestiones legales: podés escribir muy bien pero no tener la razón. Pero se facilita la lectura y eso ya es muy amigable. Da mucha fiaca leer un escrito de cuarenta páginas mal escrito.
-¿En la Facultad de Derecho no tienen un taller de escritura?
-Por lo menos cuando estudié en la Universidad de Buenos Aires no había. No sé ahora. En Rosario me dijeron que sí hay una materia relacionada con el lenguaje claro. Con esto me refiero a todos los operadores del mundo jurídico porque, por ejemplo, las leyes y los decretos también deberían estar escritos de una forma en que cualquier persona los entienda.
-¿A qué atribuís esa oscuridad verbal?
-Es un conjunto de cosas: poder, ego, exclusividad. Y eso se va deformando. No es que un abogado tenga eso en la cabeza cada vez que escribe, pero eso se va transformando en consuetudinario y queda como un vicio.
-¿Tenés colegas abogados y escritores?
-No conozco pero sé que hay. En 2021, el Colegio de Abogados de Rosario realizó un concurso de cuentos y se presentaron muchos. A mis colegas les llaman la atención mis novelas porque por lo general lo que se espera de un abogado es que escriba cosas relacionadas con lo legal. Uno lee a Bernhard Schlink y siempre hay cuestiones legales, ni hablar de Ferdinand von Schirach, que es un fiscal alemán cuyos cuentos están relacionados con casos judiciales. Por la materia que yo ejerzo me costaría mucho ficcionalizar casos. Los que escriben policiales tienen una ventaja porque en el derecho penal las tramas están más definidas.
-¿Carlos Busqued, a quien está dedicada la novela, sabía que la estabas escribiendo?
-Sí, la corregí bastante con Carlos. Un año antes de que él falleciera, empezamos a trabajar. El problema con Carlos era que uno podía corregir un libro durante diez años. A él le parecía interesante y le gustaba que escribiera sobre estas cosas, siempre me decía que yo tenía una facilidad para la estructura, que era algo que a él le llevaba mucho tiempo. Con él trabajamos la profundidad de los personajes y gracias a eso la novela adquirió una oscuridad mayor. Carlos era un escritor que tenía un rigor absoluto en el trabajo de los personajes. Para él, los personajes tienen que tener toda una vida y después uno solo recorta un fragmento. Fue un gran amigo; siendo muy distintos, compartíamos muchas cosas.
-La editorial donde se publicó tu novela, The Orlando Books, aspira a satisfacer la creciente demanda de historias del sector audiovisual.
-Reconozco que tengo una forma de escribir en que los capítulos pueden ser vistos como escenas. No sé si es una influencia del cine, de haber ido durante muchos años todos los martes y jueves, incluso cuando no había mucho para ver. Me inclino mucho por lo visual. El objetivo de The Orlando Books es que los libros se conviertan en series o películas y Marcela Citterio es una persona muy vinculada al mundo audiovisual. Escribió La banda del Golden Rocket, Patito feo, Amor en custodia, escribe para Netflix. Que alguien piense en publicarme una novela ya me parece milagroso, y que alguien piense en filmarla, mucho más. El ahogado está en proceso de adaptación con el director Diego Fried, que hizo La fiesta silenciosa, una película que me gustó mucho, y María Meira como guionista; ella adaptó al cine Ciencias morales, la novela de Martín Kohan.
-¿Trabajás en el guion?
-Me han dado mucha intervención pero no escribo el guion. Me gusta que la historia la esté contando otra persona, me da mucha tranquilidad. Han tomado decisiones, como cambiar el punto de vista, así que no es la reproducción del libro sino que el libro es el puntapié de la película. Se han hecho muy buenas adaptaciones de libros de escritores argentinos, como la que hizo Claudia Llosa de Distancia de rescate, de Samanta Schweblin.
-¿Pensás que en algún momento vas a dedicarte a la escritura por completo?
-No creo, pero me gustaría trabajar menos; trabajo muchas horas y escribir me exige un gran esfuerzo físico. Me levanto a la madrugada para escribir. Me gustaría equilibrar un poco más. La literatura está más relacionada con un deseo de contar historias y me cuesta pensar que ese pueda ser mi trabajo.
-¿Y la librería Dulcinea?
-Anda muy bien. Es un espacio muy lindo que fue teniendo reconocimiento entre la gente a la que le interesa la literatura infantil y juvenil, y durante la pandemia tuvo mucho movimiento. Va creciendo, los fines de semana viene gente de otros lados a visitarla y la uso además como oficina para recibir a los clientes de zona norte. Tengo un escritorio en el fondo y, si vas a conversar de cosas no muy lindas, estar en un ambiente rodeado de libros resulta más agradable.
-Tus clientes famosos saben que sos escritor; Jorge Rial siempre recomienda tus novelas.
-Tengo mucho clientes y algunos son gente que está en los medios, con algún nivel de exposición, gente del ambiente artístico o televisivo. Saben que escribo, pero “escritor” me parece una palabra muy fuerte, prefiero decir que escribo y no lo digo por falsa humildad.
-¿Estás trabajando en otro libro?
-Estoy haciendo dos cosas. Corrigiendo una novela que se va a llamar ”Qué alegría cuando son gritos ajenos”, la historia de una pareja que fracasa, y además escribo un diario, el diario de un abogado escritor. A partir de una experiencia del día, ya sea literaria o familiar o profesional, surgen reflexiones o pequeñas historias.
-¿Por qué elegís la zona norte del conurbano como escenario de tus ficciones?
-Tal vez porque mi literatura está muy relacionada con mi experiencia. Pensar en escribir sobre algo que tenga que estudiar se me complica, porque trabajo mucho, y entonces utilizo ese recurso. Tomando el ejemplo de El ahogado, nunca fui okupa pero he entrado en casas de personas que habían fallecido. Vivo en la zona norte y la conozco bien. Sociológicamente hablando, San Isidro tiene un contraste muy grande, con zonas de gente con mucho dinero y otras con gente con problemas económicos: eso genera una tensión y es útil para construir tramas. Y hay líneas divisorias: avenidas, las vías del ferrocarril, la cercanía del río.
-¿Cómo ves la situación del Poder Judicial en el país?
-La Justicia en la Argentina debería ser más igualitaria. Hoy no ocurre eso y, en alguna medida, hay una Justicia para los poderosos y otra para los que no lo son. Quizás no tanto en el fuero de familia, que es donde yo trabajo y donde se han hecho muchos avances. Al margen de la opinión política que uno tenga, la Justicia argentina no está funcionando bien y las deficiencias merecen ser resueltas desde el Poder Judicial.
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