Benjamín Labatut: “La literatura y la ciencia son como dos hermanas que alguna vez hablaron un lenguaje común”
En su tercer libro de relatos, el escritor plantea enigmas inquietantes donde se entrecruzan vidas de científicos, maquinaria bélica, naturaleza y pasión por el descubrimiento
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Suerte de ovni literario, Un verdor terrible, el tercer libro del chileno Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980), sorprendió a los lectores por el modo de unir literatura y ciencia con historias cargadas de misterio y horror, protagonizadas por físicos, químicos y matemáticos al servicio de la maquinaria bélica como Fritz Haber, Karl Schwarzschild, Werner Heisenberg, Alexander Grothendieck y Albert Einstein. Por sus páginas desfilan además jerarcas nazis, millonarios “filántropos”, aristócratas europeos y colegas envidiosos o desconfiados de sus hallazgos. El libro de Labatut, que publicó Anagrama, llegó a librerías con el efecto de 2020 y en medio de la pandemia, donde se dio una revalorización universal (y algo acrítica) de la ciencia y los científicos. “La valoración que tenga la ciencia hoy, ayer o mañana me trae sin cuidado -dice Labatut a LA NACION-. A mí lo que me calienta es lo que la ciencia descubre pero no puede entender. En el libro, la ciencia es una excusa para hablar de otra cosa, de todo aquello que ni las palabras ni las ecuaciones pueden tocar”.
Autor de un libro de cuentos, La Antártica empieza aquí, publicado y premiado en México en 2009 y luego publicado y premiado en Chile en 2012, Labatut lanzó en 2016 Después de la luz, una serie de reflexiones sobre ciencia, literatura, filosofía e historia sobre el vacío. “Un verdor terrible es una consecuencia de Después de la luz -revela el escritor-. Ese fue escrito en un estado de desesperación. Fue un intento bastante frenético por reunir los pedazos rotos de mi cabeza, después de una época en la que estuve jugando con ella de muchas maneras. Terminó siendo una investigación sobre el vacío que me había crecido adentro, pero fue una empresa fallida desde el principio, porque se niega a sí mismo: trata de hablar de cosas ante las que siempre debemos callar”. Labatut pasó su infancia y adolescencia en La Haya, Lima y Buenos Aires, donde tiene dos grandes amigos, el documentalista Marcel Gonnet Wainmayer y el editor de Sigilo, Maximiliano Papandrea. “Esa es otra patria”, dice, en alusión a la Argentina. Está casado con la artista chilena Juana Gómez y tiene una hija.
-Sobre el proceso de escritura del libro, ¿tuviste que leer mucho sobre ciencia e informarte sobre las vidas de científicos?
-Siempre leo sobre ciencia, así que las ideas que están en el libro las manejaba de antes. Lo complejo no fue la investigación sino hacer que esas ideas y vidas fueran comprensibles y fascinantes para alguien que no tuviera ningún conocimiento especializado. Eso fue más difícil, pero tampoco tanto, porque lo que fascina no es la información sino el misterio, y todas estas historias apuntan a lo que es incomprensible, a lo que está más allá de nosotros. Ante eso somos todos más o menos iguales. La diferencia es que la ciencia no se queda de brazos cruzados: es porfiada, no le basta saber que no sabe, sino que saca el acelerador de partículas y despedaza los átomos en mil pedazos porque quiere, ¡porque necesita!, saber. Admiro mucho eso. La literatura es similar en ese sentido: nace, en parte, de un deseo imposible, de las ganas de atrapar el mundo en palabras. En eso, es tan ambiciosa como la ciencia. Porque el ser humano no le basta conocer a dios, sino que tenemos que comérnoslo. Eso es para mí la literatura: llevarse el mundo a la boca. Hay mucha ficción en los textos del libro, pero es un tipo muy específico de ficción, una que trata de acercarse a lo que la no ficción no puede alcanzar. La uso a regañadientes, no como un ingrediente para endulzar la píldora, sino como un pinchazo a la vena, un golpe químico para llegar a las áreas más extraña de la realidad.
-Tu libro apareció en un momento en que la ciencia es palabra santa, a causa de la pandemia.
-Escribí este libro hace varios años atrás. La valoración que tenga la ciencia hoy, ayer o mañana me trae sin cuidado. A mí lo que me calienta es lo que la ciencia descubre pero no puede entender. En el libro, la ciencia es una excusa para hablar de otra cosa, de todo aquello que ni las palabras ni las ecuaciones pueden tocar. Por eso el agujero negro, por eso las paradojas de la cuántica, por eso la trenza de cianuro que une química, arte, guerra y campos de concentración. Todas esas cosas, de alguna manera, apuntan hacia lo que no podemos comprender, a los límites de donde surgen los monstruos de la razón, a la ola que viene a arrasarnos del futuro o que nos arrastra hacia horrores pasados que quisiéramos olvidar.
-¿Cuál es la relación entre el discurso de la literatura y el de la ciencia? Usás un tono mesurado para contar sucesos terribles o extraordinarios.
-Esos discursos representan dos formas de construir el sentido del mundo, pero, y esta es la clave que me interesa, ambas están destinadas al fracaso, ambas tienen dentro una semilla de caos; van sembrando, sin quererlo, sin poder evitarlo, el sinsentido. Ahondan en sus puntos ciegos, establecen límites más allá de los cuales la luz que proyectan sobre el mundo redunda en una sombra que se vuelve cada vez más espesa. La literatura y la ciencia son como dos hermanas que alguna vez hablaron un lenguaje común, pero que ahora apenas se entienden: una se quedó sorda, la otra perdió la cabeza. Una juega con palabras, la otra con números. Pero el gran problema, lo que nos aterra a todos, es que la loca es la que tiene las llaves de la casa y del auto. Sobre el tono, el horror y lo extraordinario no puedo decir demasiado; al menos para mí, la literatura se reduce a esas tres cosas.
-¿Cuál es el pueblo del texto final, donde aparece el narrador con su perra?
-Esa historia está ambientada en las montañas donde pasé los largos y oscuros meses de la pandemia y donde escapo tan a menudo como puedo. Ese jardín es mi jardín, una de las cosas que más aprecio de mi vida. El perrito blanco que corre en la noche es un West Highland Terrier, mi perra Kali, diosa de la muerte y del abismo. El veneno que mata a los perros guachos, que tanto amamos aquí en Chile, es mortífero y real, y saber que está ahí fuera, escondido en algún lugar del pueblo, o en lo profundo del bosque, me hace perder el sueño en medio de la noche. La identidad del asesino de perros, el hombre o la mujer que los envenena, sigue siendo un misterio, aunque puedo decir que no es mi vecino, como escribí en el libro, porque lo conocí durante la pandemia, y es un muy buen tipo, alguien que conoce la soledad y que ha estado tan cerca de la muerte: era montañista y ahora tiene una enfermedad terminal y se lo toma todo con un sentido del humor que me parece absolutamente envidiable.
-¿Escribiste el libro en español o en inglés?
-El epílogo es un texto extraño; lo escribí, como el resto del libro, sin saber lo que estaba haciendo, y lo hice en inglés, en lugar de español. Nació justo antes de la pandemia, pero sus primeras líneas, que escribí mientras caminaba por el bosque, viendo como florecían los líquenes con las primeras lluvias del otoño, hablan de una plaga que se está extendiendo rápidamente por la faz de la Tierra, y ahora parecen extrañamente proféticas.
-¿Te considerás un escritor chileno?
-No me siento chileno, me siento como Pinocho. Pero claro que soy un escritor chileno. Lo dice mi RUT, el DNI de acá: nacionalidad, chilena. Pero también dice que soy periodista, porque estudié periodismo. Así que supongo que soy escritor y periodista, aunque solo trabajé un año en una revista y me echaron a patadas. También soy italiano: mi familia, los Pesce, viene de Tiglieto, un pueblo de montaña cerca de Génova. Ahora que escribí sobre la guerra química, mi abuelo Alfredo me contó que el hermano gemelo de su padre, murió ahogado con gas en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Así que soy italiano, según mi pasaporte. Además, nací en Holanda, y luego viví allá de los ocho a los catorce, pero iba a un colegio británico, así que no aprendí más holandés que el que necesitaba para pedir panqueques, mientras que el inglés es como una segunda patria. ¿Viste que ahora hay que decirle Países Bajos a Holanda? Eso me parece muy chistoso, que el nombre del país sea un eufemismo para los órganos sexuales, no solo porque escribí un cuento que hablaba de un futbolista que se volvía prostituto, y lo hice vivir en mi casa de Holanda, y atender a sus clientes en el sótano donde yo jugaba con mis dos cobayos, sino también porque lo que más me costó de vivir allá fue el sexo: viniendo de Chile, un país pacato a rabiar, me parecía que en Holanda el sexo estaba en todas partes. Así que le agarré un temor atávico del cual solo me salvó mi primera novia, una veterinaria argentina maravillosa que conocí en plena crisis de 2001 y por la cual me habría cambiado la nacionalidad al instante, sin pensarlo. Aunque no me considero un escritor chileno, evidentemente lo soy, y lo seré hasta el día en que me muera, incluso si la Argentina me ofrece la nacionalidad, cosa que, repito, aceptaría de inmediato.
-¿Y cómo ves la literatura chilena actual, en particular la narrativa, que tiene tanto impulso en los últimos años?
-Desde muy lejos, tanto que no puedo decir nada sobre ella. La veo con la misma mezcla de desprecio y ternura, de amor y odio que siento por el resto del país. Hay muchos autores que me fascinan: Violeta y Nicanor Parra, Diego Maquieira, Juan Luis Martínez, pero de las nuevas generaciones no puedo opinar. Me dicen que estamos mejor que nunca, que levantás una piedra y hallás a tres grandes poetas y dos buenos narradores, y yo les creo. No tengo por qué dudar. Si salimos campeones de América dos veces, todo es posible.
-¿Cómo viviste el primer año de pandemia?
-Arriba de la montaña, fondeado con mi esposa, mi hija y mis dos perros, disfrutando de la distancia social como un cerdo, pero realmente cagado de miedo, preocupado por todo y por todos. Tuve mis primeros ataques de pánico y me vino un dolor de espalda que me dejó tirado. Pero luego conocí a un viejo, mitad chileno y mitad alemán, una especie de Clint Eastwood renacido en los Andes, pero sin ser facho: él me curó la espalda y me enseñó a usar el jo (un palo largo de roble), el bokken (un sable de madera) y la katana japonesa. Así que ahora, las podas en el jardín las hago a sablazos, y me paseo vestido de samurái, sin la vergüenza que habría sentido antes, porque el mundo entero se está volviendo loco, así que yo paso piola.
-¿En qué trabajás actualmente?
-Estoy escribiendo un texto/discurso/ensayo sobre el momento en que el mundo se volvió, no solamente caótico y complejo, sino además irreal y poco creíble. Como si la ficción hubiese horadado, sin quererlo, aunque probablemente con plena intención, el estatus ontológico de la realidad.
-¿Te parece que la relación de la humanidad con la naturaleza cambió o está cambiando o podría cambiar?
-Yo jardineo. Mucho. Quizás demasiado... En la casa de la montaña, que es donde está mi jardín, ya no cabe ni una maleza. Tengo una obsesión con las enredaderas. Las planto de a cinco en cada palo. Es una boludez, claro, porque se pelean entre ellas, no tienen espacio, se estrangulan, y si crecen, lo hacen débiles, agotadas por la competencia. La culpa es mía, claro: donde cabe un árbol, yo pongo tres. En parte porque no tengo paciencia (detesto saber que voy a morir antes de que alcancen la adultez) y en parte porque me repelen los jardines ordenaditos, pulcros, racionales. A mí me gusta cómo crecen las plantas en el bosque, una encima de la otra, o en la selva, pero claro, mi terreno es chiquito y mi ambición es desmedida, así que todo se atrofia y se deforma.
-¿Con qué clase de literatura sentís afinidad? Y en relación con lo anterior, ¿te parece que la literatura está cambiando en la era digital?
-No me gusta hablar de literaturas; no tengo nada que decir de la literatura chilena ni de la literatura argentina, o rusa, o bosnia, no solo porque me parece algo abstracto y académico, sino también porque no leo de esa manera. A mí me interesa lo que escapa de toda norma: autores como Pascal Quignard, Sebald, Burroughs, Chatwin, Bolaño, Borges, Weinberger, Philip K. Dick. Extraterrestres. Singularidades. No creo que la literatura esté cambiando: es la más conservadora de todas las artes. Y es comprensible que sea así, porque su materia prima, las palabras, es granítica.
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