En el ciclo La historia como rumor, el Malba rescata una de sus memorables actuaciones junto a Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese en el Parakultural
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“Te advierto que estoy viva”, dice la voz grave del locutor, mientras Batato Barea gira como un derviche. Un huracán de energía se expande a través de los brazos abiertos, la peluca rubia, los largos collares comprados en Once, sobre el mismo escenario de San Telmo donde suelen tocar las bandas punk Ataque 77 o Todos Tus Muertos. El público observa fascinado en ese sótano del Parakultural, la madrugada del 24 de junio de 1990, uno de los “numeritos” que marcarían la historia de la contracultura porteña.
“Hasta ahora me habías parecido una mujer, digamos, cómo decirte… práctica, artificiosa, sin vida… muerta”, le dice con sorna una de las “poetisas” que rivalizan en escena, interpretada por Alejandro Urdapilleta. El genial trío se completa con el aporte de Humberto Tortonese: miradas desorbitadas, risa maníaca, gritos inquietantes.
En apenas media hora, el desopilante show concentra también una reflexión sobre lo reprimido, lo femenino, la violencia y la libertad en la primera década posdictadura. “¡Yo con las locas nunca pude!”, concluye al despedirse Alma Bambú, una de esas “mujeres descontroladas” que ahora rescata el Malba en su archivo virtual “La historia como rumor”.
Aquella memorable actuación “es un ejemplo claro de la mezcla de tonos y géneros con que Batato reinventó la performance a su manera”, dice Graciela Speranza al analizar el legado del mítico “clown-travesti-literario”, como le gustaba autodefinirse. “Una muestra clara de ese pastiche de alto y bajo, de teatro, circo, declamación, humor y absurdo -agrega la ensayista- con que Batato llevó el transformismo y la poesía al Parakultural, a Cemento, al Rojas”.
Nacido en Junín en 1961, Salvador Walter Barea pasó su infancia en un mercado de carne de San Miguel, donde sus padres trabajaban desde las seis de la mañana hasta pasada la medianoche. En 1980 fue reclutado para hacer el servicio militar, y al año siguiente se suicidó su hermano. Tenía treinta cuando él mismo murió, enfermo de Sida, meses después de haberse inyectado aceite industrial en el pecho.
“A través de sus contorsiones, de la risa y del entrevero, Batato representa el vacío de la existencia, el horror metafísico. No actúa el horror, está atravesado por él”, escribe la periodista Laura Ramos. De ahí la mirada melancólica que tan bien captó Marcia Schvartz en el retrato de 1989, comprado por Eduardo Costantini y exhibido en el Malba, en el que según Speranza “Batato posa con la dignidad monárquica de una reina del under”.
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