Barenboim y el canciller melómano
Que el arte es el primer lujo del que una sociedad prescinde en tiempos de crisis, es una divisa de la realidad. Tanto como el hecho de que, en esas transiciones, la esencia y los valores de los líderes de esa sociedad se ponen de manifiesto mejor que nunca. He aquí la anécdota de una dupla extraordinaria: Daniel Barenboim y Hans-Dietrich Genscher.
Barenboim, el músico. Genscher, el político, el diplomático, el estadista de envergadura mundial, uno de los cancilleres más brillantes y exitosos del pasado siglo, ministro de relaciones exteriores de Alemania por casi dos décadas y tal como la historia lo recuerda en su homenaje más justo, “el arquitecto de la Reunificación alemana”, hombre de templanza y gran cultura que a su imponente dimensión política, le sumaba (al igual que otros compatriotas suyos: Angela Merkel y Helmut Schmidt, ambos cancilleres federales, melómana wagneriana la primera y consumado pianista el segundo), una pasión profunda por las expresiones más elevadas de la música.
Juntos, Barenboim y Genscher, colosos de la cultura y la política, fundaron la asociación de amigos y mecenas de la Staatsoper Unter den Linden –la Ópera bajo los tilos–, entidad que tuve el honor de integrar y a cuyas reuniones pude asistir durante algunos años, bajo la consigna de “promover el desarrollo artístico y contribuir al entendimiento internacional”. Barenboim, como el admirable director musical de ese glorioso teatro y Genscher, como el presidente de la sociedad promotora, crearon una alianza que suscitó la atención internacional que el carisma de ambos despertaba, una simpatía decisiva a la hora de defender la institución frente a los embates recurrentes de la política y la economía, batalla en la cual el arte –primer lujo que se descarta, aunque no en este caso–, suele ser el perdedor.
Con la caída del Muro de Berlín y la consecuente reunificación de Alemania, quedó corrido el telón de un escenario completamente nuevo, inédito y desconocido para cualquier metrópolis: la repentina duplicación o triplicación de organismos de la cultura de primerísimo nivel con cuerpos estables subvencionados por un Estado excedido. Lo más complejo y costoso del panorama eran los teatros líricos (entre ellos la Staatsoper al frente de la cual el genial argentino había sido nombrado allá por 1992), cada uno con su herencia de historia, público, repertorio e identidad inconfundibles.
De modo que, siguiendo el espíritu de la época –trabajar a favor de la unidad “West-Ost”, del reencuentro de las dos Alemanias, la Federal y la Democrática, la Occidental y la del Este, esa unidad ansiada que fue sueño y fundamento de la descomunal trayectoria de Genscher–, la autoridad política para la cultura propuso, en el año 2000, un plan de austeridad y reformas estructurales que entre otros aspectos implicaba no tanto una pelea por los fondos sino por el futuro y la identidad en la (frustrada) fusión de las dos principales casas operísticas. “La destrucción de la moral” al entender de Barenboim.
Por todas menos por esa unidad había batallado durante décadas el canciller melómano, estandarte de las ideas liberales en plena Guerra Fría. Por la de esa Alemania que le dolía en un mapa dividido a la que dedicó vida y obra, y por la de la Unión Europea, una Europa sin fronteras que ayudó a consolidar a través de su fina diplomacia, la creación de un banco central y una zona de moneda única concretada con el lanzamiento del euro. Toda unificación que aspirara al ambicioso proyecto de un nuevo orden mundial, libre, próspero y pacífico. Todo, menos la desintegración de su amada Ópera, la casa de la leyenda de Fridericus Rex Apollini et musis inscripta en el frontispicio de su elegante fachada clásica, la del rey de Apolo, divinidad de la belleza, la poesía y las musas fundada por Federico el Grande hace casi 300 años. Porque hay líderes de otra naturaleza, porque no siempre triunfan la decadencia y la banalidad.
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