Banville versus Black: el escritor irlandés y su otro yo, cara a cara
Invitado central de la Feria del Libro, donde hablará mañana a las 18.30, John Banville, Premio Príncipe de Asturias, responde por su obra y por la de Benjamin Black, el autor que inventó para escribir policiales
Tendríamos que estar almorzando. Sería más divertido" John Banville tiene razón. Son casi las dos de la tarde y, aunque toma ahora vino blanco, siente que falta algo más. El problema no es en realidad la comida, sino la convivialidad.
Las obligaciones como invitado central de la Feria del Libro de Buenos Aires -y los premios repetidos como el Booker y el Príncipe de Asturias- lo fuerzan a dar entrevistas, pero tal vez a Banville le guste más conversar que ser entrevistado. En cierto modo, respira cuando se olvida del paso del tiempo, cuando sabe que tiene tiempo por delante, una holgura que la fama -la suya y la de su álter ego Benjamin Black- le fue recortando.
Quien haya leído cualquiera de sus libros sabe que la memoria cumple una función decisiva. La cumplía en la novela El mar y también en la más reciente Antigua luz. "El pasado me fascina -dice Banville-. Y me fascina en los siguientes términos: cuándo el pasado se convierte en el pasado. ¿El pasado es esta mañana, es ayer? No estoy seguro. Pero el año pasado empezó a ser el pasado. Y sin duda hace treinta años era pasado. Pero hace treinta años ese momento era el presente. Y era tan aburrido y tan común como todo presente. Entonces, ¿qué lo hace tan luminoso cuando se convierte en pasado? ¿Qué pasó? ¿Qué nos pasó a nosotros? Es un misterio que no voy a resolver nunca."
-Pero ¿existe la memoria o es una invención continua?
-Es una invención continua. Los neurocientíficos están poniéndose de acuerdo con mi teoría: no existe el pasado, sino que lo imaginamos.
No me interesa escribir sobre el mundo contemporáneo, sobre los teléfonos celulares. Es posible que eso lo haya tomado de Borges, que evitó el mundo contemporáneo y se creó otros mundos
-Podría pensarse que cada vez que recordamos algo no hacemos más que intentar convencernos de que ese recuerdo fue cierto.
-Me parece que hacemos "modelos" de las cosas. Entonces lo que nos llevamos al futuro no son las cosas en sí, una cara, un día, un lugar, sino modelos de cada una de esas cosas. Con los años, esos modelos se desvanecen, por eso si volvemos a un lugar al que no íbamos hacía veinte años, no encontramos las cosas donde estaban. También la memoria decae.
-Hablar de la memoria es hablar del tiempo. Y el tiempo es el objeto principal de su novela Los infinitos. ¿No le parece que el tiempo, que finalmente nos quita todo, da como compensación, dado que todo relato está hecho de tiempo, la posibilidad de contar la pérdida?
-Es un concepto hermoso. No se sorprenda si se lo robo y aparece en mi próximo libro?
-Si lo hiciera, querría decir que su relación con el tiempo es en cierto modo angustiosa.
-Diría que es dulcemente angustiosa. Lo es sobre todo cuando vuelvo a las cosas que recuerdo o que imagino. Tengo muchos dolores dulces. Pero es bueno sentir el dolor por lo que ya no está, el dolor de la pérdida.
-¿Hay en el recuerdo alguna reparación imaginaria del pasado?
-Si escribo un texto periodístico sobre unas vacaciones cuando era chico, voy a sacar todo tipo de recuerdos de mi niñez. Pero ¿los recuerdo o los imaginé? Ése es uno de los motivos por los que escribí como Benjamin Black. Las historias transcurren en una época en la que yo tenía 10 años, y es impresionante todo lo que sé de ese período que no sabía que sabía.
-Si pudiera verlo desde afuera, ¿qué diría usted de Black?
-¡Claro que puedo verlo desde afuera! La verdad es que no sé bien quién es. Creo que es un artesano. Me sobra energía como escritor y tengo que gastarla.
-En el ensayo El escritor argentino y la tradición, Borges decía que era normal que para un escritor francés la literatura fuera la literatura francesa, pero que para un argentino, en la periferia, la literatura era la literatura del mundo. Lo interesante es que enseguida Borges dice que eso es algo que los argentinos compartimos con los irlandeses.
-Es cierto. Los países periféricos como Irlanda y la Argentina creamos en la literatura una centralidad para nosotros mismos. No que el centro seamos nosotros, sino que conquistamos una centralidad en el mundo. Philip Larkin estaba en el norte de Irlanda y muchos le dijeron cómo podía vivir tan lejos del centro. Y el poeta les dijo: "¿El centro de qué?". Para esas personas Londres era el centro. Yo estoy fascinado de estar en Buenos Aires. Cuando salí a caminar ayer con mi mujer, decíamos: esto podría ser Manhattan, esto podría ser París, esto podría ser Londres...Es extraordinario.
-¿Cómo es su relación con la tradición irlandesa? Joyce, por supuesto, pero también Flann O'Brien y Yeats.
-Yeats es mi mayor héroe. Para nosotros, la tradición es difícil pero sostenida. No producimos escritores mainstream: o son maravillosos o son un fracaso. Estos escritores están detrás de nosotros como estatuas gigantes, y nos miran. Y nos dicen: "Miren lo que hicimos, ¿qué están haciendo ustedes, hombrecitos?". Primero lloramos, pero después nos decimos: "Está bien, no soy tan grande, pero algo voy a hacer".
-Usted parece llevar la prosa al límite de la poesía sin que deje de ser prosa. Son pasajes en los que el relato queda en suspenso.
-Por eso inventé el mundo de Los infinitos. No me interesa escribir sobre el mundo contemporáneo, sobre los teléfonos celulares. Es posible que eso lo haya tomado de Borges, que evitó el mundo contemporáneo y se creó otros mundos. El poema es la única obra de arte que se debe tomar o dejar. Trato de lograr eso en la prosa. Quiero la intensidad de la poesía, y no me importa que alguno diga: "No, gracias". Si el artista trabajó, que el lector también trabaje. Nuestra intensidad decae; la del arte, no. Ya elegí la música para mi funeral, pero prefiero escucharla antes de morirme.
-¿Qué pieza eligió?
-Cambia todos los días.
-¿Cuál es hoy?
-Los Nocturnos de Fauré, pero no los primeros, sino del 8 en adelante.
-¿Y por qué no el Réquiem de Fauré?
-Mmm. Me encanta. Pero sería demasiado evidente. Y además quiero que mi funeral sea una fiesta. Voy a dejar escrito en el testamento que quiero doce cajas del mejor champagne. Pablo Gianera
Banville versus Black
Inescrutable, solitario, torpe y descortés hasta la exasperación, el doctor Quirke -un forense viudo y huérfano, criado en un orfanato católico- se mueve cómodo entre los cadáveres, el alcohol, el tabaco y el peso de la memoria. En la opresiva Dublin de los años 50, la religión tiene poder de Estado y los asesinatos son la excepción, jamás la regla. A Quirke el mundo de los vivos pareciera interesarle poco, excepto por una cuestión: las personas suelen ser la llave para descifrar ciertas muertes, que él, por su curiosidad selectiva, está impelido a resolver.
Cada verano, Benjamin Black (B.B.), "el artesano" y álter ego de John Banville, "el artista", repite un mismo ritual: se recluye del tedio estival en su estudio dublinés y se desdobla. Con prosa llana, directa, indaga en la motivación criminal y expone su andamiaje. Como si fuera una gran exhalación literaria, en tres meses concluye una novela negra, en la que Quirke, de algún modo, ajustará cuentas con el pasado oscuro de Irlanda.
A pedido de los herederos de Raymond Chandler, el verano pasado Black experimentó un tercer desdoblamiento: se apartó de Quirke para revivir al célebre Philip Marlowe en La rubia de ojos negros, la última de sus ocho novelas policiales. El resultado -pese a sus licencias en la reinvención de la ciudad de Los Ángeles- no defraudó: la crítica encomió al Marlowe de Black, quien ya urde otra nueva identidad para futuros libros.
-Benjamin Black (B.B.) afloró cuando el escritor ya estaba forjado. ¿Cuál es la ventaja de abordar la novela negra desde la madurez literaria?
-Si alguien a mis 25 años me hubiera dicho que iba a escribir La rubia de ojos negros, no lo hubiera creído. A medida que uno madura, se vuelve más responsable, pero también más juguetón. Tenía cerca de 60 años cuando nació B.B. Un poco tarde como para tener un hijo. Casi como una travesura, quise probar con un solo libro. Pero me sobra energía literaria y sigo pegado a él. En parte, también porque odio el verano y B.B. me ayuda a soportarlo.
-¿Por qué ese doppelgänger se perpetúa en el policial y no en otro género?
-Porque admiro el policial. Fue un filósofo inglés amigo quien me sugirió que leyera a Georges Simenon. Y cuando vi lo que podía hacerse con esa prosa directa, seca, precisa, opuesta al lenguaje de Banville, decidí probarla. Reconozco que esperaba hacer una fortuna, pero luego de diez años no lo logré. Creo que es porque mis novelas no son suficientemente sangrientas ni criminales como se espera de un género, que en mi caso tuvo además otras influencias: el propio Chandler, James M. Cain y Richard Stark.
La buena escritura puede aparecer en cualquier medio. Si yo tuviera una librería, los volúmenes sólo estarían ordenados alfabéticamente, sin géneros
-¿Considera al policial un género menor?
-Trato de no hacer distinciones. Para mí, hay buena y mala escritura. El primer lavavajillas que compré venía con un manual escrito de forma exquisita, claro, preciso. Lo leí dos veces. La buena escritura puede aparecer en cualquier medio. Si yo tuviera una librería, los volúmenes sólo estarían ordenados alfabéticamente, sin géneros. Claro que en un rincón pondría: Todo esto no necesita ser leído. Pero lo bueno de los libros es que siempre hay algo que uno no leyó. Años atrás, descubrí a Pascal Garnier y me maravilló esa prosa que se ensombrece a medida que avanza hasta alcanzar el caos.
¿Ser otro se convirtió en una necesidad?
Es que no lo entiendo mucho a Black. Constantemente me lo confundo con Quirke. A veces son la misma persona. Y cuando hablo de él, muchas veces también me refiero a B.B. Él es apenas una de todas mis versiones. Trabajé 35 años como editor literario en periódicos. De noche editaba; de día, escribía: era dos personas completamente diferentes. Estoy acostumbrado a esas dualidades. Solemos creer que somos una unidad, pero somos una serie de poses: interpretamos el papel que en su momento nos toca.
-¿El policial que usted escribe de un tirón encierra algún desafío?
-Claro,el gran atractivo de ser B.B. es el de trabajar en un género lleno de clichés y de tratar de convertirlosen algo totalmente nuevo. Creo que los escritores de novela negra no cambian ni se desarrollan. Mis libros tienen el mismo tono y está bien que así sea. Por eso también me gustaría escribir algo pornográfico.
-¿Lo dice en serio?
-Claro, algo en la tradición de La historia de O [de Pauline Réage, seudónimo de la francesa Anne Desclos]. Lo erótico está íntimamente relacionado con la melancolía. Detrás de esa fantasía, asoma la tristeza del ser. Me gustaría poder llegar con el lenguaje a ese otro sustrato, más solapado y sutil, ya que la tristeza humana no ha sido abordada en ningún otro género mejor que en la pornografía. Pero sé lo que me van a decir cuando lo escriba: que mi libro no es lo suficientemente pornográfico. [Ríe con ganas].
-Los tramas de abusos y pedofilia en la curia que asoman en algunos de sus libros hacen pensar en Quirke como una especie de justiciero literario...
-Nunca lo vi así. Él escribe libros, no tiene responsabilidad social, pero sí un gran apego por la verdad de los hechos que va descubriendo.
-¿La metodología de trabajo de Banville es similar a la de Black?
No, son opuestas. En un mismo estudio, tengo dos mesas en ángulo y una silla. Banville escribe en cuadernos hechos a medida y con pluma. Black va directamente a la computadora, un elemento demasiado rápido para la lenta y más tortuosa elaboración de Banville.
-¿Cómo juzga a las novelas de Black y qué concepto tiene éste de Banville?
-Estoy muy orgulloso de esos policiales, que son piezas artesanales, escritas con mucha honestidad. Black desprecia a Banville porque lo ve como a un escritor idiota y soberbio. No le perdona que escriba esas frases complejas, intrincadas, que él no soporta siguiera leer. Loreley Gaffoglio
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