Bailar con los auriculares puestos
El movimiento era total y el silencio estaba completo. No había espacio para un ruido. Bailaban todos en el patio, con el aire tibio de la noche que les rozaba las partes del cuerpo que habían dejado a la vista a propósito. Llevaban sandalias ellas, sandalias varios de ellos, y llevaban puestos auriculares.
Los vi primero desde arriba, desde el segundo piso del edificio inmenso en el que estábamos y me quedé mirando a una mujer de cabello abultado y rulos. No paraba. Giraba sobre sí, movía la cadera a la derecha, a la izquierda, daba pasitos hacia adelante, regresaba igual, de pronto se sacudía de otra manera y se agachaba con un gesto en la pelvis y llevaba los brazos hacia arriba mientras sostenía una bebida entre roja y rosa con una de sus manos. Todo ahí y al mismo tiempo, de nuevo. Sin sonido. Yo me centré en ella por ese pelo (porque, vamos, cuando hay pelos como ese, tan vivo, tan lleno, qué otra cosa hacer) pero había tantos.
Cada cual bailaba a su ritmo (me hacían acordar a mi compañera de colegio que bailaba a destiempo, que el pasito de la canción de Los Chakales “Vete de mi lado” lo hacía rápido o demasiado lento). no se escuchaba nada.
Lo entendí bien recién cuando bailaron “La Macarena”. Entonces se unieron, iluminados por los reflectores que estaban en ese lugar dispuestos para eso. Entre el montón que habían formado se hicieron dos grupos: los de los auriculares con luces azules y los de luces verdes. “La Macarena” la bailaban los de verde y fue claro porque fue en el momento exacto y sin decir nada: brazo derecho adelante, el izquierdo, las palmas hacia arriba, brazo sobre el codo, uno, el otro, las manos casi tocando las orejas, primero una después la que resta, ahora el mismo movimiento pero a la cadera, cruzada, va y va, palma en la cola, palma en la cola y cortito de un lado a otro hasta tocar el piso.
Lo que pasaba era una fiesta y como yo no estaba en ella no la oía. Quienes llevaban puestos los auriculares verdes escuchaban música latina y los otros, los azules, música en inglés. Me pareció fabuloso. divertirse sin molestar a nadie, sin denuncias de vecinos por el bullicio en el salón compartido de la torre de enfrente, sin contaminación sonora. Cómo no se puso de moda antes, quería que se viralizara, quizá yo (que nunca publico nada en redes sociales porque nunca sé qué se dice en esos casos) podía subir un video para que el resto se enterase. Qué maravilla.
Fueron segundos. Seguí mirando y entendí que lo que pasaba era tenebroso. Recordé los viernes en que con las chicas esperábamos tal vez por más de una hora para entrar a Majito, el boliche de moda a mis 14 en Lomas de Zamora. Las gradas en las que Pau a veces se quedaba dormida, el baño en el que muchas se cambiaban para que sus padres no las vieran vestirse como querían en realidad, el fondo, esa esquina a la que llamábamos El cielo porque era celeste, creo que tenía unas nubes pintadas, los pasitos con Bar, con Kiki, con Paulita, con Ale y con Mar cuando sonaba entre los primeros temas ese de Verano del 98. Era el 98. Esa coordinación. Los codazos cuando pasaban los que nos gustaban, esos apodos que inventábamos. El Stone, Polo. Y entre aquello, de vez en cuando, los primeros chicos que se nos acercaban para decirnos algo al oído, para buscar un beso, para quedarse allí. Las horas perdidas (qué lindo era perderlas) y los cigarrillos escondidos. Ir a bailar era algo compartido. Algo que se hacía entre muchos.
Casi al final me sumé a la fiesta silenciosa y ahí estaba, me vi frente a un futuro posible, mucho más de a uno. Mis auriculares, mi música, La tusa de Carol G, mis pasos de baile, sin hablar, sin complicidad y la lista sigue al ampliar la escena, celular, redes sociales, fotos, selfies, y esta pulsión del yo, yo, yo sola y conmigo. No me gustó nada.
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