Aventuras que son más que recuerdos
Hace quince años yo tenía diecisiete. El chico que salía conmigo tenía diecinueve. Vivíamos en un pueblo sin edificios, sin cine, sin bares y sin mar. Nosotros escuchábamos rock viejo, porque nuevo no había. No creíamos en lo que nos decían las letras, pero igual lo escuchábamos.
Un día soleado, pongámosle que era el primero de aquella primavera de mediados de los noventa, Pipi me pasó a buscar a la salida del Normal.
Yo, con mi delantal blanco, lo buscaba con la mirada. Él practicaba con la boquilla de la trompeta en el hueco de una puerta de enfrente.
Mi casa quedaba en una calle de tierra de polvo y de jardines con helechos en latas de querosene y plantas crecidas adentro de cubiertas de goma. Era la única de la cuadra que estaba siempre igual, desarreglada. La misma bicicleta rota, el mismo montón de escombros. Las únicas plantas que teníamos eran yuyos salvajes.
Una figura negra, como una flecha, vino hacia nosotros atravesando los cardos. Era la Chiqui, una perra joven que había nacido en la casa, la única de sus seis hermanos que no había podido regalar. Movía la cola de tal forma que toda la mitad trasera de su cuerpo acompañaba el ímpetu de un lado al otro.
Entramos y fuimos directo a la heladera. Comimos sándwiches de jamón, tomate y mayonesa. ¡Qué hambre! ¡Después de toda la mañana aguantando el aburrimiento de la escuela! Ya se sentía como una siesta de verano, porque las chicharras empezaban con sus zumbidos. Eran como frases que cada vez se hacían más intensas. Cuanto más te aturdían, más natural parecía ir a dormir la siesta.
En la tele había novelas, nada más. Una atrás de la otra. A nosotros nos daban ganas de salir a patear un poco, ahí encerrados no había nada que hacer. Se nos ocurrió ir a buscar cucumelos. Conocíamos todos los campos de los alrededores.
Sacamos una botella de agua congelada del freezer, desperté a mi abuela para pedirle diez pesos y arrancamos. Si perdíamos el 19 de las tres, íbamos a tener que dejarlo para otro día, porque en el campo, cuando se va el sol, no hay ninguna otra luz.
Salimos como unos atolondrados, pensando en el abrigo que nos estábamos olvidando y tocando los bolsillos para ver si estaba la plata. No nos dimos cuenta de que la Chiquita venía atrás nuestro. Hoy me pregunto si no se iba escondiendo porque sabía que, si no, la íbamos a retar. Yo la vi recién cuando estábamos llegando a la esquina. Le mandé volverse. Pero era como si el entusiasmo que nos había agarrado a nosotros también le hubiera dado a ella. Pipi dijo:
—No se puede subir con perros al colectivo.
Pero justo vimos venir el colectivo y, sin decir nada, decidimos correr igual para alcanzarlo. Cuando frenó, yo agarré a la Chiqui en brazos. ¿Qué habrá visto el chofer en dos chicos agitados a la hora de la siesta, con una perra, que nos dejó subir? Cierto que eran años distintos. Nos sentamos por atrás. La Chiqui en mi falda era mi bebé. Cruzamos el pueblo y nos encontramos en la ruta. El sol y el polvo se metían por la ventana. Un espiral de partículas brillantes envolvió el cuerpo de Pipi. Yo apoyé mi cabeza en su hombro. Cerré los ojos y me puse a imaginar que el ruido de chapas que hacía el colectivo destartalado, en realidad, salía de una olla gigante que se tambaleaba y se sacudía llena de cubiertos.
Poco a poco, las casillas se hicieron más distantes, fue apareciendo el campo y me di cuenta de que me había olvidado de cómo era intensa la fuerza de la naturaleza. Eso no se puede recordar.
Llegamos.
Para un lado de la ruta, los frutillales. Para el otro, El Cristal. El Cristal antes había sido un bar al que los campesinos iban a jugar al truco y a emborracharse, y una vez se había incendiado. Desde que yo iba, tenía las paredes negras y restos de una galería de machimbre quemado. Ahora era la casa del que cuidaba el campo. Tenía un cartel de Cerveza Cristal que había sobrevivido al incendio y que servía de coordenada para bajarse del colectivo cuando te explicaban cómo llegar, porque se veía desde la ruta. Actualmente, El Cristal sigue existiendo, los chicos de hoy van, igual a como íbamos nosotros. Don Rojas, el del campo, dejaba entrar a todos los que aparecían por ahí. Rojas te recibía y tenías una conversación. ¿Cómo le va, Don Rojas? ¿El tiempo? ¿Está inundado? Rojas tenía boca, nariz y ojos muy juntos y el cuero negro y arrugado de tanto sol. Sus respuestas eran sonidos que parecían salir de un nudo que era el rejunte de sus facciones en el medio de la cara, apenas un poco se le entendía. Yo me lo imaginaba trabajando mucho, sincronizado con los ciclos lunares, climas, esfuerzos y maravillas insospechadas. Ese modo de hablar a mí me ponía media incómoda porque no sabía qué contestar aunque le hubiera entendido. Si le preguntabas, él te daba indicaciones sobre dónde había hongos. Nosotros no sabíamos si era que no le entendíamos o si él se burlaba de nosotros diciéndonos cualquier cosa, porque a donde nos mandaba, nunca había nada.
Nos abrió la tranquera y nos saludó levantando un poco el brazo. La Chiquita iba y venía corriendo alrededor. Estaba exaltada porque nunca había salido del pueblo.
No tenía sentido ir juntos y buscar en los mismos lugares, porque lo que veíamos del piso iba a ser para los dos lo mismo. Pipi y yo decidimos separarnos para aumentar las probabilidades de encontrar algo.
En ese momento me quedé rodeada de una extensión verdeamarillenta que no se terminaba en ningún lado. La luz iba cambiando con el atardecer y haciéndose inestable, y los insectos se iban despertando. El ruido de las ranas me pareció un coro de viejas moribundas, debía venir desde alguna zanja. Una lechuza pasó por encima mío y casi me picotea el flequillo. Sobrevolaba sus huevos, escondidos en algún lugar cercano, bajo la tierra. Me di cuenta de que el hecho de que allí transcurriesen cosas todo el tiempo, sin que nadie las presenciara, me hacía desconfiar de algo en mí que no podía precisar.
Estaba sumergida en mis pensamientos y en el acto repetitivo de buscar en el piso, cuando vi que la Chiquita se había alejado demasiado. De cachorra, una vez se había ido a la calle y un auto la había chocado. Su chillido había salido disparado del amasijo de perro y goma, pero ella había salido caminando. Así supo lo que eran los autos y se ganó la calle. Se volvió una perra viva y hacía la suya. Una sola vez hacía falta que yo le dijera algo, ella entendía que si yo la llamaba, como la vez del auto, lo mejor era hacerme caso. Por eso, cuando la llamé y no me hizo caso, aquella tarde en El Cristal, entendí que ese primer contacto con la naturaleza había despertado cosas remotas que estaban en la memoria y en la sangre. Su carácter había sido atravesado por un lugar sin límites, como si aquel día fuera algo así como un día que no aparece en el calendario.
Ella iba y venía por el rabillo de mi ojo como un moscardón negro que no se puede enfocar. Pasaba corriendo y yo sentía sus patitas golpetear la tierra con ritmo de caballo. La llamé inútilmente mientras intentaba no perderla. Como no llegaba a verla todo el tiempo, por lo menos trataba de ir para el lado por donde cada tanto la veía pasar.
Yo estaba en medio del campo, del mundo del desierto, en un pequeño lugar de un globo inmenso que giraba sobre su eje, y aquel lugar en el que yo estaba era precisamente ese punto en el que la luz del sol está justo por correrse, para dejar paso a la sombra y a todos sus misterios de silencio o de sueño.
Chiquita se había alejado hacia el lado en el que el cielo estaba inmenso y naranja, y yo ya no podía ver más que el sol de frente. Sólo escuchaba a las ranas y a un insecto que anunciaba la noche con un silbido largo y agudo que se repetía. Habían pasado varios minutos del atardecer. Cada minuto contaba. Decidí volver al rancho.
Encontré a Rojas. Le expliqué que la perra se me había ido, que si se hacía de noche no iba a ver nada, que el descampado era enorme, que encima estaba la ruta cerca, con esos camiones gigantes que vienen de Brasil y que pasan como locos. ¿Y si la Chiquita se iba a la ruta?
Pedí un caballo.
Don Rojas preguntaba cosas que yo ya acababa de explicar, no entendía mis palabras. Sin embargo, algo de mi cara debe haber entendido, algo de mis gestos debía decir pasó algo y es importante que me ayude y que no se burle de mis palabras y de mi forma de ser apurada y de mi vida sin sentido.
Rojas habló sobre el caballo que me iban a dar con un peón que estaba ahí. El peón dijo que había uno que estaba ya preparado. Pero Don Rojas le dijo que ensillara a la yegua. Se veía que el peón estaba disconforme, pero hacía lo que le decían. Tenía una cara limpia y ojos de almendra con algunas patas de gallo. Se puso a ajustar unas correas de cuero que tenían ya la forma cóncava del abdomen de la yegua y estaban con un aceite negruzco del uso. Como yo había montado pocas veces antes, le pregunté qué tenía que hacer para poder montar. Como única respuesta, me dijo que no tenía que sacar los pies de los estribos.
Juntó sus manos encastrando cada dedo, como en un engranaje, para que yo pudiera pisar con mi zapatilla sucia, entonces quise agradecerle. Pero él bajó la mirada.
Tenía que subir ya. Pude hacerlo de una vez. Golpeé suave con los talones contra el pelaje, el animal quedó dudando un segundo pero después empezó a trotar.
Las riendas eran largas y eran dos. No estaban unidas. Yo pensé en si se me caía una. ¿Cómo iba a hacer para llegar hasta la boca para volverla a agarrar? Le di doble vuelta alrededor de cada una de mis muñecas y golpeé un poco más fuerte a la yegua un par de veces. Empezamos a recorrer el campo cuando ya había anochecido.
La oscuridad no era total porque había una luna amarilla grande. Mientras iba sin rumbo, yo le gritaba a la Chiquita, caprichosamente, porque no tenía idea de para qué lado ir. Es que cuando había decidido ir al rancho a pedir un caballo, también había decidido perder el rastro de la Chiquita. Mientras me preparaban la montura, ella se podía haber ido muy lejos.
En eso vi que si soltaba las riendas un poco y las dejaba largas, los movimientos de mis brazos eran más sueltos y más variados. Entonces podía comunicarle más cosas a la yegua, y con más precisión. Ella cambió el paso a uno más largo y elástico que iba más rápido. Los caballos que yo había montado antes nunca me habían entendido como lo hacía esta, que era muy viva. Se me ocurrió subir a un terraplén que estaba como a un metro y medio del piso. Me daba cuenta de que, al hacerse de noche y haber perdido el rastro de la Chiquita, ya no tendría oportunidad de encontrarla. Pero había que agotar todas las posibilidades porque siempre se puede estar equivocada.
Yo pensé que quizá el terraplén era un lugar bueno para mirar, porque era un poco más alto. La yegua subía despacito por el costado. Aunque era una tierra suelta y nueva, ella lo hacía bien y se veía que quería cumplir con todo lo que yo le indicaba. Una vez arriba, vi que entre un bulto de sombra de espinillos se movía algo rapidísimo. ¿No será una rama que se movió nomás? Pero no, un proyectil más negro que la oscuridad pasó enfrente mío, a lo lejos. Esta vez no tenía ninguna duda.
—¡Chiquita! ¡Chiquita! –grité.
El proyectil volvió en dirección contraria. Golpeé varias veces bien fuerte con los talones. La yegua se puso en marcha pero, esta vez, ella dejó de esperar mis indicaciones. Se había dado cuenta de que yo no sabía nada de andar a caballo y comprendía que lo que yo quería era avanzar.
Galopó unos metros por el camino, en el terraplén, y se mandó a bajarlo al galope. No le importó que hubiera un espinillo y que las ramas estaban justo en el camino como para que yo me las chocara. Sin tiempo para deliberaciones, pegué mi torso a su cuello y cerré los ojos. Mientras, ella daba un salto esbelto con toda la potencia física del animal.
De nuevo en el descampado, llamé dos veces más y la Chiquita, que ahora, de repente, había decidido volver a ser la de siempre, vino hacia nosotras. Movía la cola.
En el colectivo de vuelta, puse a la Chiqui en mi falda, como si fuera mi bebé. Vi que se había hecho un tajito con forma de V en el párpado. Se lo debía haber hecho con un espinillo, cuando corría desbocada por El Cristal. La acaricié y se quedó muy quieta. Seguro estaba exhausta, pensé. Seguro estaba pensando en cada cosa que había hecho aquella tarde. Pipi tenía una bolsa llena de hongos, nos comimos unos con el agua que habíamos llevado.
Hoy Chiqui es una perra muy vieja. Es frágil, como una hoja seca, pero está viva y abre los ojos despacio, ahí está la marca en V del espinillo del campo de Rojas. Duerme casi todo el día y come poco. Es flaca, mucho más que antes, que siempre fue flaca. En la cabeza se le marcan los ángulos del cráneo y tiene más pelo blanco que negro. Yo la acaricio. Ella no se mueve. La acaricio muy suave.
- Luciana Pallero. Nació en Buenos Aires en 1978. La máquina de pelar manzanas (Blatt & Ríos, 2016) fue su primera novela.Estudió muchas cosas de manera intermitente: música, fotografía, cine, cocina y Filosofía y en la UBA.
- Ojo animal (Blatt & Ríos). El amor por los animales tiene en este libro poco que ver con la relamida afición por las mascotas. Son once relatos y en todos aparecen ellos, con distinto protagonismo.
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