Aventura, nihilismo y pasión de poeta
Marcel Schwob, uno de los autores más exquisitos de fines del siglo XIX, tuvo una vida bohemia y aventurera, amó a Marguerite Moreno, la profesora de dicción francesa de Victoria Ocampo, deleitó con sus cuentos y poesías a Mallarmé y a Borges y se ganó la admiración de generaciones de lectores.
AFUERA, en las calles, la primavera cantaba inútilmente su fiesta repetida. En el departamento número once de la calle Saint Louis-en I´Ile de París, envuelto en un grueso abrigo, recostado en un sillón, mudo e inmóvil, rodeado por las principales figuras literarias de la época que, hasta el último instante, se acercaban a él para pedirle un consejo o alguna etimología, moría, la tarde del 26 de febrero de 1905, el autor de la prosa más bella del simbolismo decadentista y uno de los hombres más cultos y refinados del siglo XIX.
Escritor sutil, cruel, tenso y sentimental, Marcel Schwob (cuyo verdadero nombre era André Marcel Mayer) había nacido tan sólo 37 años atrás, el 23 de agosto de 1867, en la ciudad francesa de Chaville. Descendía de rabinos y judíos de Alsacia, lo cual -como indicó Borges- le había legado una tradición oriental que agregó a las occidentales. Su padre había sido periodista, había rozado la poesía y conocido a Gautier, Baudelaire y Verne. Su madre, una maestra de formación notable, lo había introducido, junto con una institutriz inglesa, en las lenguas anglosajonas: a los tres años, Schwob, además de francés, hablaba inglés y alemán como un natural de esas culturas. Con la juventud, le llegó también el aprendizaje del griego y del latín y, más tarde, del italiano, del castellano y del sánscrito, madre de todas las lenguas.
En 1876, su padre compró el diario Le Phare de la Loire y se trasladó con su familia a Nantes. Para Schwob, sin embargo, la ciudad de Verne no significó más que el deseo constante de dejarla. En 1882, a los quince años, se trasladó finalmente a París para ingresar al Liceo Louis-le-Grand donde, entre otros, tendría por compañeros a Claudel y a León Daudet. Nunca volvió a Nantes. En los primeros tiempos, residió en la casa de su tío, Léon Cabun que, además de historiador y novelista, era bibliotecario jefe de la Biblioteca Mazarino. Allí, el joven Schwob tradujo a Catulo, leyó y admiró a Victor Hugo y a Villon, a Schopenhauer y, en inglés, a Twain, Poe, Stevenson, Shakespeare y Whitman. Simultáneamente, estudiaba con de Saussure.
A los 23 años, publicó su trabajo François Villon et les Compagnons de la Coquille , que resulta decisivo para establecer el origen real del argot medieval utilizado por Villon en sus versos. En adelante, comenzó a publicar cuentos en periódicos y revistas, los cuales, más tarde, fueron recogidos en Corazón doble y en El rey de la máscara de oro . En 1894, como el que exorciza un mal que le impide la vida, escribió la más inmortal de sus obras: El libro de Monelle o, como lo definió su amigo y biógrafo Pierre Champion, "el evangelio de la piedad y el manual del nihilismo de Schwob".
El libro refleja la turbulenta historia que el escritor vivió con Louise, una joven prostituta de la que se enamoró en 1890. Nunca permitió que sus amigos la conocieran. La relación duró apenas tres años, ya que, en diciembre de 1893, la tuberculosis acabó con Louise. Desesperado, Schwob rondó de casa en casa, buscando consuelo. Poco después, se encerró, escribió El libro de Monelle y no volvió hablar de ella ni permitió tampoco que otros la nombraran.
Desde Coppée a Maeterlinck, pasando por Henri de Régnier y Mallarmé, todo París recibió el libro de Schwob con gran entusiasmo. Catulle Mendés lo contrató como colaborador de L´Echo de Paris donde, más tarde, Schwob publicaría por primera vez a Alfred Jarry. Fue amigo de Mallarmé, del propio Jarry, de Gide y de Alphonse Daudet. En 1894, publicó Mimos , notable conjunto de poemas en prosa atribuidos a un poeta griego apócrifo llamado Herondads.
En 1895, a los 27 años (diez antes de su muerte) conoció a la segunda mujer decisiva en su vida: Marguerite Moreno. Su verdadero nombre era Lucie Marie Marguerite Monceau. Había nacido en París en 1871 y, en el momento en que conoció a Schwob, era la actriz más joven del Théâtre Français. Fiel reflejo de una relación que muchos definieron como "furiosa y accidentada" es la correspondencia recogida por Champion. "Tiemblo mientras escribo -dice Schwob en una de las cartas-. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Me has matado y ahora sólo existo en ti. Debes creer que no soy débil, pero tú eres demasiado fuerte para mí. Me has anulado. No puedo decir que te amo. No es suficientemente fuerte; muero por ti y me haces morir por ti. Aplástame bajo tus pies". Y en una segunda que, más que carta, fue un documento de validez legal: "Estoy totalmente a disposición de Marguerite Moreno, que puede hacer de mí lo que quiera, incluso matarme. Fechado en París, el 23 de septiembre de 1895. Marcel Schwob".
Se desconoce, sin embargo, hasta qué punto Moreno correspondió al amor de él en estos términos, aunque no hay dudas de la devoción y entrega con que ella lo cuidó sobre el final. En nueve años, desde 1895 hasta su muerte, Schwob sería operado cinco veces a causa de un gravísimo trastorno en el aparato digestivo. Para calmar sus dolores, le suministraron morfina, pero con la calma, siempre momentánea, le llegó también el infierno de la adicción. La cama, poco a poco, se fue apoderando de él y su refugio, una vez más, fueron los libros. Descubrió y tradujo impecablemente el Moll Flanders de Defoe. Escribió, en 1896, esas maravillas que son la Cruzada de los niños y las Vidas imaginarias . Viajó a Inglaterra y a la isla de Jersey para intentar recuperarse.Fue en vano: las heridas no cicatrizaban, se sucedían las operaciones y los dolores lo iban anulando intelectualmente.
Durante el primero de esos viajes, en 1900, se casó en Londres con Moreno. A su regreso, continuó traduciendo, en especial obras de teatro que, gracias a las relaciones de su esposa, eran más fáciles de vender. Sarah Bernhardt le estrenó así sus versiones de Hamlet y de Francesca de Rimini de Marion Craford. Un año más tarde, en octubre de 1901 realizó la más riesgosa empresa de su vida que, no obstante, es a la vez la más representativa de su amor por la literatura. Arrastrado por su admiración a Stevenson y sobreponiéndose a su enfermedad, muy avanzada entonces, se embarcó en el Ville de la Ciotat hacia Samoa, la isla en la que el autor de El extraño caso del Dr. Jeckyll y del Mr. Hyde había vivido el último tramo de su vida y donde, en aquel momento (1901), se encontraba enterrado desde hacía ya seis años.
Schwob emprendió esa odisea, literalmente suicida, sólo para conocer la tumba del gran Tusitala, sobrenombre que, en el idioma de los nativos de la isla, significaba "cuenta cuentos". Años atrás, entre 1888 y 1894, el escocés y el francés habían mantenido una intensa amistad epistolar. Como ya había hecho con Meredith, Schwob tradujo y difundió a Stevenson en Francia y llegó incluso a dedicarle su volumen de cuentos Corazón doble . Nunca se vieron las caras. Dos desencuentros, uno en París, otro en Londres, hacen más patética esa realidad.
Aquella travesía por el océano Indico fue espantosa. Schwob sufrió una neumonía aguda de la que lo curaron los "adventistas del séptimo día". "Sobreviví -le escribió a Moreno- sólo porque quería volver a verte". La correspondencia de aquel periplo, no menos vehemente y poética que la anteriormente citada, se encuentra hoy reunida bajo el título de Viaje a Samoa .
Ya de regreso en París, Schwob tradujo, una vez más, a Shakespeare para la Bernhardt; en este caso, Macbeth . En 1904, publicó, bajo el seudónimo Lyson-Bridet, Moeurs des Diurnales , una sátira sobre el mundo de las redacciones periodísticas. Un año atrás, Schwob había sufrido la quinta y última de las operaciones. Se autodefinió entonces como un "animal viviseccionado". Con sus últimas energías, dictó un curso en la Sorbona sobre Villon, el argot francés y la formación periodística. Finalmente, el 26 de febrero de 1905, murió a los 37 años.
Quedan sin publicar un Fausto, un Prometeo, su diario y un libro de poemas titulado Lanterne Rouge . La muerte nos privó de su largo estudio inconcluso, François Villon et son temps y de dos ensayos, también inacabados, sobre Dickens y Dostoievski. Desolada, Marguerite Moreno encontró refugio, poco después, en su segundo marido, Jean Daragon. París, sin embargo, cargada de tantos recuerdos que la llevaban más a la tristeza que a la melancolía, no era aún el lugar adecuado para seguir viviendo. Abandonó así la compañía de Sarah Bernhardt, en la que llevaba tres años trabajando, y llegó a Buenos Aires, en 1906, para dirigir la sección francesa del Conservatorio.
Victoria Ocampo aseguró, hasta sus últimos días, que su verdadera vocación había sido el teatro. Como en todo, hubo sin duda un detonante. Si bien es cierto que, ya desde los diez años, Ocampo era una gran lectora de piezas teatrales que la llevaban, incluso, a memorizar íntegras las escenas que más le gustaban, esta "vocación auténtica" sólo pasó a ocupar un lugar claro en su conciencia cuando, a los 15 años, quedó deslumbrada ante una joven actriz francesa, en quien la delgadez y la fragilidad del cuerpo no hacían más que resaltar su energía extraordinaria, su voz oscura y su incomparable y, más tarde, famosa y consagrada dicción. Ocampo quiso, de inmediato, saber su nombre. Moreno se convirtió así en la maestra de dicción francesa de la fundadora de la revista Sur , que llegó a ser la alumna predilecta de Moreno. "Tú eres mi orgullo y mi ternura", le decía ella. Más tarde, Moreno regresó a Europa, donde permaneció hasta su muerte, en 1948.
En agosto se cumplieron 131 años del nacimiento de Schwob, ese francés que manejó como pocos aquello que su tan amado Stevenson llamó "la forma más difícil de la poesía: la prosa". Es cierto que en todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas. Es cierto también que no buscó la fama y que escribió deliberadamente para los menos. Sin embargo, otro es el destino real que late en sus obras. Su literatura no es para pocos sino para muchos.
Whitman aseguraba que quien da vuelta las páginas de un libro toca a un hombre. Entregarse a la lectura de cualquier obra de Schwob es tocar, sin duda, a uno de los más singulares y poéticos hombres de la historia. Y en literatura y en el arte en general, tocar un hombre es, como se sabe, serlo, siquiera momentáneamente.