Aurora y las escaleras
Recuerdo. El autor de este artículo evoca un encuentro ocurrido casi catorce años atrás, cuando conoció a la gran traductora argentina, mujer de Julio Cortázar, fallecida hace pocos días, durante un almuerzo en su hogar parisino
C
uando, hace unos catorce años, supe que Aurora Bernárdez me invitaba a almorzar en su casa de París, en el distrito número XV, a pocos pasos del metro Vaugirard, no supe qué era más conmovedor: el hecho de conocerla (en realidad, ya la había visto una vez, pero en medio de un bullicio que no invitaba a conversar con calma) o el hecho de conocer el mítico pavillon, o sea: el antiguo galpón que cinco décadas antes había sido reconvertido en un departamento de tres niveles gracias a que Julio Cortázar había cobrado un buen dinero traduciendo a Edgar Allan Poe. Allí, frente a la pequeña plaza del general Beuret, Cortázar había terminado Rayuela y escrito la mayoría de los cuentos de Todos los fuegos el fuego. Allí, en el pavillon, seguía habitando y trabajando Aurora. Y habitaría hasta su muerte, hace unos días.
Aquel almuerzo perdura como un recuerdo imborrable. Sonaba una tenue música de jazz; la casa estaba perfectamente ordenada; había, claro está, libros por todas partes, pero también varias fotos (una de Italo Calvino, a quien ella admiraba y quería tanto; otra, si mal no recuerdo, de Alejandra Pizarnik) y una colección de pipas que incluía varias de Cortázar.
Desde luego, sería aventurado no pintar a Aurora como la gran cómplice y compañera de Julio Cortázar, a quien conoció en 1948 y con quien formó pareja durante catorce años. Como contó más de una vez Paco Porrúa (ex director literario de Sudamericana), él la consideraba su lectora más rigurosa y al entregar Rayuela hizo la siguiente observación: "El libro tiene un solo lector: Aurora". No asombra, en este sentido, que ella acabara siendo una excelente albacea de su obra, luego de que en una carta, fechada el 1º de diciembre de 1982, Cortázar le escribió: "Siempre te había destinado la mitad de mis derechos de autor, pero ahora entiendo que todo el resto de mis bienes debe ir a tus manos", y también: "Se vive mejor cuando se tienen las cosas y las camisas bien arregladas".
Esta dimensión es tan exacta como ineludible, pero el retrato sería incompleto si se omitiese que Aurora fue además, por derecho propio, una de las máximas traductoras literarias de su tiempo, si no la mejor. Libros como Las ciudades invisibles (Calvino), Bouvard y Pécuchet (Flaubert), El malentendido (Camus), Pálido fuego (Nabokov) o El cuarteto de Alejandría (Lawrence Durrell) llevan la imborrable marca de su versión castellana. Y, aparte de esto, Aurora era hermana menor del poeta y diplomático Francisco Luis Bernárdez, amigo de Borges, de Arlt, de Güiraldes. El primer encuentro entre Bioy Casares y Cortázar se vio facilitado por el hecho de que Bioy conocía a los Bernárdez.
En ocasión de aquel almuerzo no tan lejano, en el pavillon, Aurora me habló de Francisco, a quien era "necesario" reeditar, poco después o poco antes de consagrarle un buen rato a Carol Dunlop (la última mujer de Cortázar) con afecto sincero, nada impostado. En esos días, Aurora ejercía la custodia de la obra de Cortázar junto con el poeta y crítico Saúl Yurkievich. Faltaban algunos años para que éste falleciera en un accidente de tránsito y Aurora debiese ocuparse sola de una tarea entonces (se advierte hoy) incipiente, una tarea que abarcó la recuperación de inéditos ("El examen" o el Diario de Andrés Fava) y que, en los últimos años, aportó varios "papeles inesperados" y hasta el álbum Cortázar de la A a la Z, en los que contó con el apoyo de Carles Álvarez Garriga.
En ese almuerzo (en que los papeles inéditos estuvieron presentes, aunque parezca mentira, pero asimismo escondidos y desordenados en un cajón, esperando el momento de asomar), en ese almuerzo, al que también asistió Diana Saiegh, por entonces directora de la Casa Argentina de la Ciudad universitaria de París (la misma casa donde había llegado a alojarse Cortázar), hablamos de literatura, desde luego. Aurora contó que había estado leyendo al austríaco Hermann Broch y que, cómo decirlo, había esperado más… Un autor llevaba a otro y, en un momento, ella quiso consultar o simplemente mostrarnos no sé qué ejemplar de no sé qué edición. Todavía recuerdo el susto de ver cómo casi cae por un hueco, un vertiginoso hueco en el que había una empinadísima escalera, todo porque, puro entusiasmo y un poco de distracción, estiró su cuerpo menudo en busca de un libro que no se hallaba en el mejor sitio.
(Aurora y las escaleras: hace cinco años, en una rara entrevista pública, contó el origen de las famosas instrucciones de Cortázar: "Un día en la villa Médicis de Roma le dije a Julio: ‘Esta escalera es para bajar no para subir’ y él me dijo: ‘Nunca lo había pensado’".)
Igual que a mí, a Alberto Manguel también lo maravillaba la audaz agilidad de Aurora cada vez que iba al pavillon. Y él sí que era un asiduo visitante. "Aurora, a los noventa y pico de años, trepaba esas escaleras como un gato, mientras yo subía tambaleándome a su cocinita en el segundo piso, donde me preparaba locro o milanesas con puré", la recuerda Manguel. "Cocina nostalgiosa", llamaba Aurora a esos platos que servía con una especie de lema: "Para que te acuerdes".
Afable y gentil, pero también de opiniones contundentes, Aurora era capaz de admitir que el Libro de Manuel no le parecía "de lo mejor" de Cortázar y capaz, también, de decir sobre las malas traducciones: "No sé si está bien traducir the milk of human kindness como su lechosa humanidad…". Leía enormemente. "Estaba al tanto de las novedades, sobre todo en francés o castellano, y opinaba de lo que había leído con mucho humor", cuenta Manguel, a quien le dijo acerca de un novelista de pésimo estilo: "Su escritura tiene algo de chicle masticado: exige un esfuerzo de las mandíbulas, pero no conseguís sacarle ni una pizca de sabor".
"Era una lectora exigente –evoca en tal sentido la poeta Silvia Baron Supervielle–. Nada contaba tanto para ella como la poesía y la literatura. Escribía poemas, pero no deseaba mostrarlos. Realizó una obra de traducción fabulosa, de la cual no hablaba nunca. Llena de humor e inteligencia, no sabía lo que significaba la jactancia. Aurora será siempre para mí un ejemplo. No abundan los seres de una calidad como la suya".
Después de aquel almuerzo en el pavillon, Aurora no dejó de sorprenderme. Un día hubo un raro ruido de fax en mi teléfono y apareció un texto manuscrito por ella, que con más de 80 años prefería usar esa vía para mandar un mensaje.
No se equivoca en absoluto Sylvie Protin, especialista y traductora al francés de Julio Cortázar, cuando dice que en la mirada clara de Aurora había la chispa de la curiosidad. "Cuando le dije que buscaba las traducciones literarias de Cortázar, entonces olvidadas o incluso perdidas, vi el interés en sus ojos. Hablamos largo rato del oficio, de los autores que ella había traducido, de la literatura que amaba." Años más tarde, Protin le llevó desde Argentina un ejemplar antiguo de su traducción de La naúsea de Sartre, que ella ya no tenía, acompañado del saludo respetuoso de Hugo, un librero de Plaza Italia, emocionado al saber a quién iba destinada esa compra. "Aurora también se emocionó –rememora Protin–. No sé si por el libro recobrado o por el fervor que su nombre seguía provocando en Buenos Aires."
(Los testimonios de Alberto Manguel, Silvia Barón Supervielle y Sylvie Protin fueron hechos especialmente para este texto, a pedido del autor)
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