Aunque lo certifique un experto, no hay que fiarse: el engaño de los cuadros falsos no cesa
Las falsificaciones proliferan en el mercado gracias a los certificados fraudulentos, la búsqueda de la ganga y la habilidad de los estafadores para convencer a coleccionistas
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MADRID.- Juanjo Águila, capitán de la Guardia Civil, responsable de la sección de Patrimonio Histórico de la Unidad Central Operativa, atiende por teléfono desde el aeropuerto de Milán. Lleva siete años rastreando con su equipo obras falsas, sustracciones, expolios y toda clase de engaños artísticos. Los aeropuertos, reconoce, son uno de los lugares favoritos por los falsificadores para introducir el fraude en el mercado.
—¿Qué autores se falsifican más?
—Todo lo que tiene valor. Sorolla, Juan Gris, Rusiñol, Dalí, Goya. Sin embargo, creo que la Suite Vollard, de Picasso, es la obra múltiple [gráfica] más falsificada del mundo.
Las falsificaciones no cesan. “Y eso que muchas se callan. El comprador suele ser una persona de alto poder adquisitivo y prestigio social, y no quiere aparecer como engañado”, continúa el capitán Águila. Los estafadores conocen la condición humana. “Son personas muy hábiles, saben qué formas emplear para que bajen la guardia”, observa. Y, a veces, se trata de millones de euros. El modus operandi valdría de trama para una serie de Netflix. Falsifican los certificados, incluso con sellos reales de notarios, utilizan máquinas de escribir con tinta de la época para recrearlos. “A veces emplean libros, alguno hemos encontrado, que recopilan firmas de artistas, y las ensayan, una y mil veces, en folios, hasta que más o menos se asemejan”, agrega Águila.
La conversación prosigue. Al fondo, voces de viajeros sobre la megafonía de los embarques.
—A veces surgen auténticos disparates. Como un supuesto Picasso de 1922 que tenía estampado sobre la propia pintura, y no en la trasera, que sería lo lógico, un sello nazi que querría aparentar su expolio. También hay obras que son un pastiche, pero que el comprador, que es inexperto, adquiere porque cree que está cerrando un gran negocio.
El capitán no puede hablar de investigaciones en curso, como los robos de los “bacon” madrileños, tampoco aporta cifras de piezas, pero advierte de que el negocio está vivo. Quizá porque se falsifica desde hace siglos. Y otros países —según fuentes conocedoras de este “mercado”— se encuentran al mismo nivel de engaño que España.
La piedra de Rosetta de hasta dónde puede llegar la codicia tal vez sea el artista estadounidense Basquiat y sus colosales precios. En junio pasado, el Museo de Arte de Orlando (OMA, por sus siglas en inglés) tuvo que cancelar su exposición Heroes and Monsters porque las 25 obras del creador expuestas eran falsas. El FBI las requisó de inmediato.
La historia de la aparición de estas obras, hasta entonces desconocidas, se escribe igual que un teatrillo artístico. Los basquiats fueron adquiridos por el guionista Thad Mumford (célebre por su trabajo en los setenta en la exitosa serie M*A*S*H). Luego, se perdieron en el tiempo hasta que por casualidad los encontró el subastador angelino Michael Barzman en una venta de trasteros abandonados. Rocambolesco. Pero como Basquiat había vivido en Los Ángeles en 1982 preparando una exposición para la galería Gagosian, tenía algo de encaje. El problema es que las obras, la mayoría sobre cartón, eran de una ínfima calidad. Aún así, el negocio estaba en marcha.
El engaño fue puesto en marcha en 2012 por el propio Barzman, acuciado por problemas económicos, como terminó reconociendo; y la abogacía acusó al exdirector del OMA, Aaron De Groft, de estar involucrado. Despedido de inmediato, ha negado de forma “categórica” en The New York Times tener nada que ver e incluso sostiene, contra toda lógica, que los basquiats son verdaderos. El museo ha perdido su reputación y cientos de miles de dólares.
Un engaño de 12 millones de euros
Otro basquiat, a miles de kilómetros, luce real. A la sombra, para protegerlo. Llevaba años en el salón de una de las mejores colecciones españolas de pintura americana de los ochenta y noventa. Una colección castellano-leonesa de más de 500 obras. El propietario ha declinado publicar la imagen. Aunque se puede describir. Una figura humana, con una gran dentadura, sobre una estructura de tablas, entrelazadas, con marco negro, una especie de halo de pinchos en la cabeza y, en la base, dos grandes palabras, recuadradas, Ribs (costillas) y Sports (deportes). De un metro por un metro, su precio ronda los 12 millones de euros. Pero es falso. La obra la adquirió su padre en los años ochenta. Y lanzó el periplo de conseguir su autenticidad. “Remitimos un formulario al comité de autentificación [controlado por la familia de Basquiat] con los datos de la obra, las anotaciones de la trasera, los documentos de compra, la historia [de la procedencia] que teníamos, fotos de alta calidad y un cheque por los servicios”, rememora el hijo del coleccionista. Incluso acudió un experto a verla en vivo. Sin embargo, el comité dictaminó que no era del artista.
A veces esta seriedad se echa de menos en algunas casas de subasta que venden obras de maestros antiguos por millones de euros, sin estudios de pigmentos o incluso sin una sencilla radiografía. Christie’s habla de una “catalogación detallada” y Sotheby’s adquirió en 2016 Orion Analytical Lab, una herramienta para prevenir este tipo de fraudes. Pero es el problema de siempre: la anarquía de un mercado sin regular.
Algunas instituciones tratan de poner orden. “El Prado no expertiza —detalla un portavoz de la pinacoteca— desde que en el Boletín Oficial del Estado del 5 de agosto de 1970 se publicó una orden indicando que los museos que dependían del Estado se abstuvieran de efectuar tasaciones o peritajes de obras de arte”. Incluso algunos conservadores han recibido amenazas de muerte. Hoy solo contesta, por escrito, a las peticiones de la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes (dependiente del Ministerio de Cultura y Deporte). Legalmente, falsificar no está calificado de delito. Únicamente si existe ánimo de estafa. O sea, hacerlo pasar por un original con el objetivo de lucrarse. El artículo 250 del Código Penal fija penas de prisión de uno a seis años y multa de seis a 12 meses.
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