Las plataformas necesitan grandes series para distinguirse de sus competidores, y tienen siderales presupuestos para asegurarse a los mejores artistas. ¿El resultado? La TV ya no es "TV", pero es mejor que nunca
Es ya un lugar común afirmar que vivimos una "era de oro de las series", pero definir este presente repleto de grandes ficciones televisivas y múltiples plataformas en las que consumirlas, durante las 24 horas si así lo deseáramos, hace necesario tratar de entender cómo llegamos a esta situación. En primer término, debe dejarse en claro que –como cualquier acontecimiento significativo– las fechas de inicio de esta "nueva era" de las series suelen ser más simbólicas que certeras, y señalan mayormente el momento en que tendencias que eran inusuales y aisladas en el panorama televisivo se volvieron moneda corriente y deseable. Lo que vale decir: lo que inicialmente son obras únicas, con algunos puntos de contacto entre sí, son tomadas como modelo por la industria televisiva, que detecta en la audiencia una demanda específica por ellas que quiere satisfacer rápidamente, produciendo "más de lo mismo" pero a escala industrial. Lo original de esta situación –ya que podríamos estar describiendo cualquier fenómeno de consumo masivo– es que, por una feliz combinación creativa y tecnológica, el producto que la industria del entretenimiento quiere comercializar a escala global hoy en día es uno infrecuente en la historia de la TV: un punto de vista.
Hasta hace relativamente pocos años, eran muy pocos los creadores televisivos conocidos por el gran público con nombre y apellido, distinguidos por los rasgos estilísticos de sus producciones, por sus temas recurrentes y hasta por sus actores fetiche y como tales, seguidos por una audiencia devota de su estilo a lo largo de su carrera en pantalla.
La descripción se ajusta sin mayores cambios a la teoría del autor surgida en los años 40 en Francia, que definía a los directores de cine como precisamente "los autores" de sus películas.
En la TV, el director suele ser un empleado estable o rotativo del productor ejecutivo, que suele ser también el originador de la idea y el guionista en jefe del programa.
La distinción es útil, precisamente porque la TV norteamericana, a diferencia del cine, siempre fue dominio de los guionistas. Este esquema se ha comenzado a replicar en todo el mundo gracias al peso global de las plataformas de streaming, que privilegian, cuando adquieren contenidos en otros países, una estructura de trabajo similar. En la TV, el director suele ser un empleado estable o rotativo del productor ejecutivo, que suele ser también el originador de la idea y el guionista en jefe del programa. Es decir, el autor, que en los Estados Unidos se conoce como showrunner ("el que lleva el programa"), es claramente el autor. Eso no quiere decir que trabajen sin interferencias por parte de los canales o plataformas (que tengan "el corte final" de su obra, por seguir con los paralelos cinematográficos) sino que, a diferencia de lo que ocurría hace unos años, nombres como David Simon, Shonda Rhimes, Ryan Murphy, J. J. Abrams no solo son premiados y admirados a la par de los actores que protagonizan sus ficciones, sino también son poderosos: las plataformas los seducen para integrar su seleccionado de creadores ("más estrellas que en el cielo", como rezaba la MGM) con mayor libertad creativa y suculentos contratos de exclusividad a varios años.
¿La razón? Las grandes historias son el diferencial que puede hacer sobresalir a un servicio de streaming en un ecosistema cada vez más poblado. Las grandes estrellas de cine encontraron en la TV los personajes que la pantalla grande ya no les ofrece, y ese éxodo (en realidad, la caída del prejuicio de que la pantalla chica era el "ascenso" de Hollywood) no hace más que hacer caer barreras, que se debilitan más cuando pensamos que las plataformas de streaming son actores fundamentales en los Oscar de cada año. Netflix, que llegó a la Argentina en 2011, e impulsó poco después una serie firmada por un cineasta prestigioso como David Fincher (House of Cards), ya no está solo: tras la consolidación de Amazon Prime Video como su rival, ambos deberán batirse por el interés de los espectadores con Disney + y HBO Max, que arribarán a América Latina entre fines de este año y comienzos de 2021.
Para traer números a la conversación –y complicarla–, en 2019 se estrenaron 539 ficciones en los Estados Unidos. En 2015, John Landgraf, el presidente de la cadena FX y autor de un informe anual de tendencias en programación que es lo más parecido a una biblia para la industria, afirmó que había "demasiada televisión para ver" y pronosticaba que la burbuja explotaría por la saturación del público. Cinco años después, y con buena parte de la población del planeta atornillada al televisor a causa de la pandemia, puede afirmarse que esa burbuja seguirá creciendo al ritmo del inflador que suponen los 99.000 millones de dólares que destinarán solo los seis "grandes" –Disney, Comcast, Netflix, ViacomCBS, AT&T, Amazon y Apple–a producir contenidos originales.
Si hasta hace pocos años la TV apostaba por un programa capaz de dominar la conversación de todo un país (¿quién mató a JR? ¿quién se quedará con el Trono de Hierro?), el streaming ahora debe ambicionar –gracias a la multiplicación de la oferta y asincronicidad de su consumo– acercarse lo más posible al ideal de "un programa para cada espectador". Un universo televisivo compuesto por nichos no solo requiere infinidad de showrunners capaces de dotarlos de interés: también se alimenta de espectadores refinados y activos, capaces de seguir historias cada vez más sofisticadas a lo largo de múltiples temporadas; expansivos en sus gustos, propulsan a los ciclos y a sus plataformas en las redes sociales. La combinación perfecta para observar una vitalidad y diversidad artística que demuele poco a poco la connotación negativa que antes aportaba el calificativo de "televisivo" en cualquier contexto audiovisual.
Sin embargo, sería un error pensar que todo lo emitido previamente en pantalla a –por trazar un hito arbitrario– Los Soprano (1999-2007), uno de los primeros ejemplos del antihéroe como reflejo de nuestro tiempo, son simples productos industriales hechos por comité, sin ninguna intención artística o política, hallazgo estético o capacidad de trascender en el tiempo. Mucho se ha escrito sobre la magia del cine, lo que ocurre en esa sala repleta de extraños a oscuras. Bastante menos se ha reflexionado sobre la naturaleza del tiempo en la TV, sobre el vínculo que establece el espectador con un relato que entra a su casa sin pedir más permiso que el del control remoto, y con el que entabla una conversación que se extiende por años, y que se solapa con sus propias vidas.
De hecho, como en cualquier arqueología estética, pueden encontrarse en el siglo XX series tan originales, tan dependientes de la visión artística de su creador y tan demandantes para el espectador que podrían haberse hecho un lugar en esta era dorada sin desentonar. Pensemos en la británica El prisionero, de Patrick McGoohan (1967), o las primeras dos temporadas de Twin Peaks (1990-91), de David Lynch. Ambas tuvieron el efecto de una bomba atómica al expandir las posibilidades de lo que era considerado "televisión". Décadas después, Twin Peaks: el regreso, acaso la obra más singular en la historia del medio, demostraría que solo estamos empezando a descubrirlas.