Así comienza “Yoga”, el libro de Emmanuel Carrère, premiado hoy con el Princesa de Asturias de Letras
“La llegada” abre la última obra del escritor francés, reconocido con el prestigioso galardón a las Letras; en este primer capítulo, el autor anticipa un recorrido en primera persona que va de la inmersión en la práctica de la meditación a la depresión más profunda, que lo lleva a una internación
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Ya que hay que empezar por alguna parte el relato de aquellos cuatro años en los que intenté escribir un librito risueño y sutil sobre el yoga, afronté cosas tan poco risueñas y sutiles como el terrorismo yihadista y la crisis de los refugiados, me sumergí en una depresión melancólica tan grande que tuvieron que internarme cuatro meses en el hospital Sainte-Anne, y perdí, por último, a mi editor, que por primera vez desde hace treinta y cinco años no leerá un libro que yo he escrito, ya que hay que empezar, pues, por alguna parte elijo la mañana de enero de 2015 en que, al cerrar mi bolsa, me pregunté si sería mejor llevar mi teléfono, del que de todas formas tendría que desprenderme allí donde iba, o dejarlo en casa. Opté por lo más radical, y apenas abandoné nuestro edificio me resultó excitante haber quedado fuera del alcance de los radares. Luego un saltito más para coger el tren en la estación de Bercy, un satélite de la de Lyon, modesta y ya provinciana, especializada en la Francia profunda. Vagones vetustos, compartimentos a la vieja usanza, seis plazas en primera clase, ocho en segunda, colores marrón y verde grisáceo que recordaban los trenes de mi lejana infancia en los años sesenta. Tendidos en los bancos había unos reclutas, como si no les hubieran avisado de que ya no existe el servicio militar. Vuelta hacia el ventanal polvoriento, mi única vecina miraba desfilar bajo la llovizna los inmuebles recubiertos de grafitis de la salida de París y luego del extrarradio este. Era una muchacha con el físico y la ropa de una senderista, provista de una mochila enorme. Me pregunté si iría de excursión por el Morvan, como yo había hecho en otro tiempo, partiendo de Vézelay y en condiciones no más benignas, o si iba, ¿quién sabe?, al mismo lugar que yo. Deliberadamente, yo no llevaba ningún libro y pasé el trayecto –una hora y media– con la mirada y el pensamiento flotantes, en una especie de tranquila impaciencia. Sin saber realmente qué, yo esperaba mucho de aquellos diez días desconectado de todo, incontactable, inaccesible. Observaba mi espera, observaba mi tranquila impaciencia. Era interesante. Cuando el tren se detuvo en Laroche-Migennes, la joven de la gran mochila se apeó al mismo tiempo que yo y, al igual que yo y una veintena de personas, se dirigió hacia el terraplén, delante de la estación, donde una lanzadera debía venir a recogernos. La aguardamos en silencio, nadie conocía a nadie. Cada cual miraba a sus compañeros y se preguntaba hasta qué punto tenían un aspecto normal. A mí me pareció que sí, bastante. Cuando llegó el autocar, algunos se sentaron por parejas y yo solo, pero justo antes de partir una mujer en la cincuentena, de hermoso rostro enflaquecido y grave, subió la última y se sentó a mi lado. Un saludo rápido, a media voz, y luego ella cerró los ojos, dando a entender sin hostilidad que no le apetecía entablar conversación. Nadie hablaba. El autocar salió muy rápidamente de la ciudad y empezó a circular por carreteras muy estrechas, atravesando aldeas donde nada parecía abierto, ni siquiera los postigos. Al cabo de media hora se internó en un camino de tierra, bordeado de robles, y se detuvo sobre una superficie de gravilla, delante de una granja baja. Nos apeamos, descargamos del maletero los equipajes y entramos en el edificio por puertas separadas: una para los hombres y otra para las mujeres. Los hombres llegamos a una sala habilitada como un refectorio escolar, con bombillas de neón, las paredes pintadas de un amarillo claro y adornadas con cartelitos que contenían sentencias caligrafiadas de sabiduría budista. Había allí caras nuevas, gente que no había viajado con nosotros y debían de haber llegado en automóviles. Un joven de cara franca y simpática, que vestía una camiseta de manga corta cuando todo el mundo llevaba como mínimo un jersey o un forro polar, recibía uno por uno a los recién llegados desde detrás de una mesa de formica. Antes de presentarse ante él había que rellenar un cuestionario.
El cuestionario
Después de servirme un té, que se escanciaba en vasos de cantina, girando el grifo de un samovar grande de hojalata, me senté ante el cuestionario. Cuatro páginas por ambas caras. Las primeras no exigían largas reflexiones: estado civil, personas a quien avisar en caso de urgencia, problemas médicos, tratamientos vigentes. Indiqué que gozaba de buena salud pero que había sufrido depresión en varias ocasiones. A continuación nos invitaban a decir: 1) cómo habíamos conocido Vipassana; 2) qué experiencia teníamos de la meditación; 3) en qué momento de la vida nos hallábamos; 4) lo que esperábamos de la sesión. Los espacios reservados a las respuestas no sobrepasaban un tercio de la hoja y yo pensé que si quería contestar seriamente aunque solo fuese la segunda pregunta necesitaría un libro entero, el libro, precisamente, que había ido a escribir allí; pero esto no iba a decirlo. Me limité a señalar prudentemente que practicaba la meditación desde hacía veinte años, que esta práctica había estado vinculada durante mucho tiempo a la del taichí chuan (precisé, entre paréntesis: «pequeña circulación» para que comprendieran que no era exactamente un principiante), y en la actualidad con la del yoga. Sin embargo, seguía siendo una práctica irregular y esperaba ejercitarme más a fondo, motivo por el cual me había inscrito para una sesión intensiva. Respecto al «momento de la vida en que me hallaba», la verdad es que era un buen momento, un ciclo extremadamente favorable que duraba desde hacía casi diez años. Era incluso sorprendente, al cabo de tantos años en los que habría respondido cada vez a esta pregunta diciendo que me encontraba mal, muy mal, que atravesaba un momento especialmente catastrófico, poder responder sin mentir, y hasta minimizando bastante mi buena suerte, que pues sí, estaba bien, no había sufrido recientes episodios depresivos, no tenía problemas amorosos ni familiares ni profesionales ni materiales: mi único problema real, y lo era, desde luego, pero con todo un problema de persona pudiente, era un ego molesto, despótico, cuyo poderío aspiraba a reducir, y la meditación sirve justamente para eso.
Los demás
Hay una treintena de hombres a mi alrededor, en compañía de quienes voy a sentarme y callar durante diez días. Los examino con discreción. Me pregunto quiénes de entre ellos están en crisis. Quién, como yo, tiene familia. Quién está solo o ha sido abandonado, quién es pobre, quién desdichado. Quién es frágil y quién sólido. Quién se arriesga a perder pie en el vértigo del silencio. Todas las edades están representadas, yo diría que entre veinte y setenta años. También son variadas las circunstancias sociales. Algunos individuos son fáciles de identificar: el profesor de liceo campista, naturista, vegetariano, aficionado a las místicas orientales; el jovencito con trenzas rastafari y gorro peruano al que podrías ver entre los activistas de No Border de Calais, donde hace poco hice un reportaje; el fisioterapeuta o el osteópata que se dedica a las artes marciales, y otros cuyo oficio es imposible adivinar y podrían ser tanto un violinista como el que despacha billetes de tren en una ventanilla de la red nacional. Resumiendo, la clase de clientela bastante mezclada que encuentras en los dojos o en los albergues que jalonan el camino de Santiago. Dado que el Noble Silencio, como lo llaman ellos, no ha entrado en vigor todavía, podemos hablar y escucho las conversaciones de los grupitos que se han formado mientras empieza a caer la noche, muy pronto, muy negra, al otro lado de los pequeños cristales empañados. Todas tratan sobre lo que nos espera a partir de mañana por la mañana. Se repite una pregunta: «¿Es tu primera vez?» Calculo que la mitad son neófitos y la mitad veteranos. Los primeros se muestran curiosos, emocionados, inquietos, los segundos parecen coronados por el prestigio de la experiencia, y entre estos últimos me fijo de inmediato, negativo como soy, en un hombrecillo que me recuerda a alguien pero no sé a quién: perilla en punta, jersey de cuadros en el que prevalece el color burdeos, desempeñando con una fatuidad desagradable el papel de sabio sonriente, benévolo, pródigo explicando la alineación de los chakras y los beneficios del desasimiento.
*Fragmento inicial de Yoga (Anagrama), de Emmanuel Carrère