Así comienza “El año del pensamiento mágico”, la crónica del duelo que hizo mundialmente famosa a Joan Didion
Nueve meses y cinco días después de la muerte de su marido, que ocurría mientras la hija de ambos estaba internada en cuidados intensivos, la autora escribe este libro
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La vida cambia deprisa.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.
La cuestión de la autocompasión.
Estas son las primeras palabras que escribí después de que pasara. El archivo de Microsoft Word («Notas sobre el cambio.doc») lleva la fecha «20 de mayo de 2004, 23.11», pero debe de ser porque abrí el archivo y pulsé «guardar» automáticamente al cerrarlo. En mayo yo no introduje ningún cambio en aquel archivo. Llevaba sin cambiar nada desde el momento en que había escrito aquellas primeras palabras, en enero de 2004, un día, dos o tres después de que pasara.
Estuve mucho tiempo sin escribir nada más.
La vida cambia en un instante.
El instante normal.
En algún momento, con el fin de recordar lo que más me había impresionado del suceso, me planteé añadir esas palabras: «el instante normal». Enseguida vi que no hacía falta añadir la palabra «normal», ya que era imposible olvidarlo: la palabra no se me iba nunca de la cabeza. De hecho, era la naturaleza normal de todo lo que había precedido al suceso lo que me impedía creer de verdad que había sucedido, absorberlo, incorporarlo, dejarlo atrás. Ahora me doy cuenta de que esto no tiene nada de raro: cuando tenemos delante un desastre repentino, siempre nos fijamos en lo anodinas que eran las circunstancias en las que tuvo lugar lo impensable, en el cielo azul claro del que cayó el avión, en el trámite rutinario que terminó con el coche en llamas en la banquina, en las hamacas donde los niños estaban jugando como de costumbre cuando la serpiente de cascabel atacó desde la enredadera. «Estaba volviendo a casa del trabajo, feliz, triunfador y sano, y de repente ya no existía», leí en el testimonio de una enfermera psiquiátrica cuyo marido se mató en un accidente de tránsito. En 1966 me dediqué a entrevistar a mucha gente que había estado viviendo en Honolulú la mañana del 7 de diciembre de 1941. Toda aquella gente sin excepción iniciaba sus testimonios del ataque a Pearl Harbor diciéndome que había sucedido «una mañana de domingo completamente normal». «Era un día precioso de septiembre, común y corriente», sigue diciendo la gente cuando les pides que te describan la mañana en Nueva York en que el vuelo 11 de American Airlines y el 175 de United Airlines fueron estrellados contra las torres del World Trade Center. Hasta el informe de la Comisión del 11-S se abría con esta nota narrativa insistentemente premonitoria y sin embargo todavía demudada de asombro: «El martes, 11 de septiembre de 2001, amaneció templado y casi sin nubes en el este de Estados Unidos».
«Y de repente… ya no existía.» En mitad de la vida estamos en la muerte, dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más tarde me di cuenta de que durante aquellas primeras semanas le debí de repetir los detalles de lo sucedido a todo el mundo que vino a casa, a todos los amigos y parientes que trajeron comida, prepararon bebidas y pusieron platos en la mesa del comedor para toda la gente que se presentaba a comer o a cenar, a todos aquellos que levantaron los platos y congelaron las sobras y pusieron en marcha el lavaplatos y llenaron nuestra casa (todavía no conseguía pensar en ella como mi casa) por lo demás vacía, aun después de que yo me fuera al dormitorio (nuestro dormitorio, sobre cuyo sofá seguía habiendo una bata de toalla talle XL comprada en la década de 1970 en el Richard Carroll de Beverly Hills) y cerrara la puerta. Aquellos momentos en que me vencía abruptamente el agotamiento son lo que recuerdo mejor de los primeros días y semanas. No recuerdo haberle contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo, porque todo el mundo parecía conocerlos. En un momento dado me planteé la posibilidad de que se hubieran contado los detalles de la historia entre ellos, pero la rechacé de inmediato: la historia que conocían era en todos los casos demasiado precisa para haber pasado de boca en boca. Venía de mí.
Otra razón de que yo supiera que la historia venía de mí era que ninguna de las versiones que yo había oído incluía los detalles que yo todavía no podía afrontar, como, por ejemplo, la sangre en el suelo del living, que se quedó allí hasta que José llegó por la mañana y la limpió.
José. Que formaba parte de nuestro hogar. Que se suponía que tenía que volar a Las Vegas aquel mismo día, el 31 de diciembre, pero al final se quedó sin ir. Aquella mañana José estuvo llorando mientras limpiaba la sangre. Cuando le conté lo que había pasado, al principio no me entendió. Estaba claro que yo no era la narradora ideal de aquella historia, mi versión tenía algo que resultaba al mismo tiempo demasiado brusco y demasiado elíptico, mi tono tenía algo que no conseguía comunicar el dato central de la situación (una incapacidad que me volví a encontrar más tarde, cuando se lo tuve que contar a Quintana), pero cuando José vio la sangre, sí que lo entendió.
Yo había juntado las jeringas abandonadas y los electrodos del electrocardiógrafo antes de que él llegara por la mañana, pero con la sangre no había podido.
A grandes rasgos.
Ahora, cuando me pongo a escribir esto, es el 4 de octubre de 2004 por la tarde. Hace nueve meses y cinco días, a las nueve en punto de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, pareció experimentar (o experimentó), sentado a la mesa donde los dos nos disponíamos a cenar en el living de nuestro departamento de Nueva York, un infarto masivo y repentino que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la División Singer del Centro Médico Beth Israel, un hospital que había por entonces en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), conocido más habitualmente como «el Beth Israel Norte» o «el antiguo Doctors’ Hospital», donde lo que había parecido un simple caso de gripe estacional lo bastante grave como para hacerla ir a la guardia el día de Navidad por la mañana se había agravado espectacularmente hasta convertirse en neumonía y shock séptico. Este es mi intento de asimilar el período que vino a continuación: las semanas y después los meses que se llevaron por delante cualquier idea fija que yo pudiera tener de la muerte, de la enfermedad, de la probabilidad y de la suerte, tanto buena como mala; del matrimonio, los hijos y los recuerdos; del dolor y las formas en que la gente afronta y no afronta el hecho de que la vida se termina; de lo superficial que es la cordura, de la vida en sí misma. Llevo toda la vida siendo escritora. Y en calidad de escritora, ya de niña, mucho antes de que empezaran a publicarme lo que escribía, desarrollé la sensación de que el significado en sí residía en los ritmos de las palabras, las oraciones y los párrafos, técnicas para ocultar lo que fuera que yo pensaba o creía detrás de una pátina cada vez más impenetrable. Mi forma de escribir es mi forma de ser, o la forma en que terminé siendo, y sin embargo en el presente caso me gustaría tener, en vez de las palabras y sus ritmos, una sala de edición equipada con una Avid, un software que me permitiera pulsar una tecla y desmontar la secuencia temporal, mostrarles a ustedes todos los fotogramas de la memoria que me vienen ahora a la cabeza, dejar que sean 13 ustedes quienes elijan las tomas, las expresiones ligeramente distintas, las lecturas variantes de las mismas líneas. En este caso las palabras no me bastan para encontrar los significados. En este caso necesito que lo que yo pienso y creo sea penetrable, al menos para mí misma.
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