Así comienza “El acontecimiento”, el último título de Annie Ernaux publicado en la Argentina
En este libro la escritora francesa narra una experiencia personal: el profundo horror y el dolor de un aborto clandestino, además del desamparo y la discriminación de una sociedad que le devuelve la espalda
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En octubre de 1963, cuando Annie Ernaux se halla en Ruan estudiando filología, descubre que está embarazada. Desde el primer momento no le cabe la menor duda de que no quiere tener esa criatura no deseada. En una sociedad en la que se penaliza el aborto con prisión y multa, se encuentra sola; hasta su pareja se desentiende del asunto. Después de pasar por varios médicos que cierran los ojos ante su problema, y de intentar pedir ayuda entre sus conocidos y amigos, consigue que una mujer que ha pasado por la misma situación le dé una dirección y le preste la enorme suma de dinero que necesitará. Además de desamparo y la discriminación por parte de una sociedad que le devuelve la espalda, queda la lucha frente al profundo horror y el dolor de un aborto clandestino. Así presenta Tusquets el último libro de la flamante ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022 publicado en la Argentina en 2020, del que se lee su primer capítulo a continuación. El resto de la obra de la autora francesa en ese sello se encuentra actualmente en formato e-book, pero el grupo Planeta anunció que Pura pasión, La veradad y La vergüenza se encontrarán próximamente en librerías.
“Me bajé en Barbès. Como la última vez, un grupo de hombres esperaba en el andén del metro aéreo. La gente avanzaba por la estación con bolsas de color rosa de los grandes almacenes Tati. Salí al Boulevard Magenta. Reconocí los almacenes Billy, con los anoraks expuestos en la calle. Una mujer avanzaba hacia mí con sus robustas piernas cubiertas con unas medias negras de grandes dibujos. La Rue Ambroise-Paré estaba casi desierta hasta las inmediaciones del hospital. Recorrí el largo pasillo abovedado del pabellón Elisa. La primera vez no me había fijado en el quiosco de música que había en el patio que se extendía al otro lado del pasillo acristalado. Me pregunté cómo vería todo aquello después, al irme. Empujé la puerta quince y subí los dos pisos. Entregué mi número en la recepción del servicio de medicina preventiva. La mujer buscó en un fichero y sacó un sobre de papel Kraft que contenía unos papeles. Tendí la mano para alcanzarlo, pero no me lo dio. Lo puso encima de la mesa y me dijo que me sentara, que ya me llamarían.
La sala de espera consistía en dos compartimentos contiguos. Elegí el más cercano a la puerta de la consulta del médico, que era también donde más gente había. Empecé a corregir los exámenes que me había llevado conmigo. Justo después de mí, llegó una chica muy joven, rubia y con el pelo largo. Entregó su número. Comprobé que a ella tampoco le daban el sobre y que también le decían que ya la llamarían. Cuando entré en la sala, ya había tres personas esperando: un hombre de unos treinta años, vestido a la última moda y con una ligera calvicie; un joven negro con un walkman, y un hombre de unos cincuenta años con el rostro marcado, hundido en su asiento. Después de la chica rubia, llegó un cuarto hombre que se sentó con determinación y sacó un libro de su cartera. Después una pareja: ella con mallas y tripa de embarazada; y él, con traje y corbata.
Encima de la mesa no había una sola revista, solo prospectos sobre la necesidad de comer productos lácteos y sobre «cómo vivir siendo seropositivo». La mujer de la pareja hablaba con su compañero, se levantaba, le rodeaba con los brazos, le acariciaba. La chica rubia sostenía la cazadora de cuero doblada sobre las rodillas. Mantenía los ojos bajos, casi cerrados; parecía petrificada. A sus pies había dejado una gran bolsa de viaje y una mochila pequeña. Me pregunté si tendría más razones que los demás para estar asustada. Quizá viniera a buscar el resultado de la prueba antes de irse de fin de semana o de volver a casa de sus padres, fuera de la capital. La doctora salió de la consulta. Era una mujer joven y delgada, petulante, con una falda rosa y medias negras. Dijo un número. Nadie se movió. Correspondía a alguien del compartimento de al lado, un chico que pasó rápidamente. Solo vi sus gafas y su cola de caballo.
Llamaron al joven negro y después a otras personas del compartimento de al lado. Nadie hablaba ni se movía, salvo la mujer embarazada. Solo alzábamos los ojos cuando la doctora aparecía en la puerta de la consulta o cuando alguien salía de ella. Le seguíamos con la mirada.
El teléfono sonó varias veces: era gente que pedía hora o información sobre los horarios. En una ocasión, la recepcionista fue a buscar a un biólogo para que hablara con la persona que llamaba. El hombre se puso al teléfono y dijo: «No, la cantidad es normal, completamente normal». Las palabras resonaban en el silencio. La persona al otro lado del teléfono debía de ser seropositiva.
Había acabado de corregir los exámenes. Me venía una y otra vez a la cabeza la misma escena borrosa de aquel sábado y de aquel domingo de julio: los movimientos del amor, la eyaculación. Debido a esa escena, olvidada durante meses, me encontraba ahora ahí. El abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos me parecían una danza mortal. Era como si aquel hombre, a quien había aceptado volver a ver con desgana, hubiera vuelto de Italia solo para contagiarme el sida. Sin embargo, no conseguía establecer una relación entre aquello (los gestos, la tibieza de la piel y del esperma) y el hecho de encontrarme en ese lugar. Nunca pensé que el sexo pudiera tener relación con nada.
La doctora dijo mi número en voz alta. Antes incluso de que yo entrara en la consulta me dirigió una gran sonrisa. Lo interpreté como una buena señal. Al cerrar la puerta me dijo enseguida: «Ha dado negativo». Me eché a reír. Lo que dijo durante el resto de la entrevista ya no me interesó. Tenía una expresión feliz y cómplice.
Bajé la escalera a toda velocidad y rehíce el trayecto en sentido inverso sin fijarme en nada. Me dije que, una vez más, estaba a salvo. Me hubiera gustado saber si la chica rubia también lo estaba. En la estación de Barbès, la gente se amontonaba a ambos lados de la vía. Aquí y allá se veía el color rosa de las bolsas de Tati.
Me di cuenta de que había vivido ese momento en el hospital Lariboisière de la misma forma que en 1963 había esperado el veredicto del doctor N.: inmersa en el mismo horror y en la misma incredulidad. Mi vida, pues, ocurre entre el método Ogino y el preservativo a un franco de las máquinas expendedoras. Es una buena manera de medirla, más segura incluso que otras.
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