Arturito: el príncipe ignorado
Arturo Jacinto Alvarez (1921-2003) fue una de las personalidades más novelescas del mundo cultural argentino en la segunda mitad del siglo XX; ponía de moda lugares, autores y costumbres
"Señor, le van a disparar. Lo van a matar. Venga adentro", decían al unísono la casera, el marido y la lavandera de la quinta La Melchora. El caza pasaba una y otra vez, en vuelo rasante, sobre el campo. Desde el aire, el piloto, uno de los que participaban ese día, el 28 de septiembre de 1951, en el levantamiento del general Menéndez contra Juan Domingo Perón, tuvo una visión irreal: desplegada sobre la pampa, había una pintura enorme, suficientemente grande para capturar su mirada desde lo alto. Quizá era una señal. A medida que volaba más bajo, los detalles se precisaban. Encuadrada por el pasto, aparecía una escena de circo. Pero había algo aún más imprevisto. Sentado a una mesa, frente a uno de los ángulos de esa imagen pintada, observando la obra de soslayo, estaba un hombre, un hombre real, vestido de blanco. Desde el cielo, el hombre apenas si parecía un alfiler de cabeza morena. No se movía de su lugar de contemplación, a pesar del ruido amenazante del avión y de que tres personas intentaban arrastrarlo hacia la casa.
El hombre era Arturo Jacinto Alvarez, Arturito. La tela era la cortina de Parade, pintada por Picasso en 1917 para los Ballets Russes de Serge Diaghilev, una de las obras de mayor tamaño (10,50 por 17 metros) y de historia más rica de las que hizo el pintor español. Hoy es una de las preciadas posesiones del Museo de Arte Moderno del Centro Pompidou. ¿Cómo había llegado en los años 50 ese telón histórico a una quinta de la provincia de Buenos Aires?
La comarca de los sueños
Entrevisté varias veces a Arturito, el ex dueño de aquella tela, en el Hogar Martín Rodríguez Viamonte, de Ituzaingó, a fines de los años 80 y principios de los 90. Administradores fraudulentos, amantes interesados, falsos amigos y ladrones, simples ladrones que desvalijan una casa, terminaron con la inmensa fortuna y las colecciones de Arturo Jacinto Alvarez. Por cierto, él hizo lo suyo en esa tarea. Derrochó, malvendió, desatendió todo lo que poseía porque no deseaba distraerse de su pasión por la belleza, porque no quería abandonar la comarca de fantasía que era su verdadero terruño. Cuando uno entraba en su mundo, todos pasaban a ser otra persona, a tener otro nombre. En la tercera visita que le hice, me dijo: "Ya sé quién sos vos. Nunca más te voy a llamar Hugo. Sos Saint-Loup". Se refería a Robert de Saint-Loup, uno de los personajes de Proust.
Arturito vivía en el Hogar de Ituzaingó como si fuera un extraño personaje de En busca del tiempo perdido. El antiguo esplendor lo había abandonado, como lo abandonaron hasta sus amigos más sinceros, derrotados por la voluntad de ese hombre que parecía anhelar el supremo despojamiento de los santos, después de "haberlo tenido todo", como dicen las novelas. Con la pobreza, paradójicamente, le llegó la serenidad.
Las tierras de Moreno, donde Arturito había pasado parte de la niñez y de la juventud, volvían con frecuencia en su conversación. Allí se desarrollan los capítulos más inspirados de su novela Esvén. Pero él había nacido en una casa del centro de Buenos Aires, en Paraguay y Esmeralda. Contaba así su nacimiento: "Fue el 14 de febrero de 1921, a las 14, un día de Carnaval. A las 16, el ama, doña Melchora, me llevó a una quinta de Morón, para alejarme de mi mamá que estaba enferma, y ahí me crié. Mi madre se llamaba Elvira Agostinelli Guzmán, y estaba emparentada con Alfred Agostinelli, que fue el chofer y el amante de Proust. A mí, que soy tan proustiano, siempre me puso orgulloso ese parentesco. Llegué a comprar una carta de Proust. Le regalé otra a Mujica Lainez. Está en su casa museo de Córdoba. Mi papá se llamaba Arturo Alvarez Insúa. Era un militar retirado, muy severo conmigo. Siempre me hostigaba. Cuando él nació, sus padres no estaban casados. Había sido un hijo natural, por eso, creo, me tenía cierto resentimiento. Yo había nacido de una unión legal y millonario. La que tenía dinero era mi madre, que había heredado de soltera la fortuna de una parienta de mi padre. Esa es una historia complicada. En 1923, nos fuimos a París. Mi madre estaba embarazada de una nena, pero perdió el embarazo".
En 1925, los Alvarez volvieron a Buenos Aires. La madre de Arturito murió de tuberculosis el 29 de febrero de 1926. "Esa noche, yo estaba despierto porque se oían pasos en los pasillos del departamento. A la mañana, mademoiselle Suzanne, la institutriz, y Melchora me vistieron. Tomamos un desayunito. En un tren a vapor me llevaron a Moreno. Fuimos a la estancia La Azotea. Me habían dicho que mamá se había ido de viaje. Después de un tiempo, vino mi padre. Me sacó a pasear por el campo en un coche y me dijo: ?Mirá, Arturito, tu mamá no se ha ido a París, ni a Montevideo. Tu mamá se ha muerto´. Sentí que me habían engañado."
Cuando Arturito llegó a la mayoría de edad, tomó posesión de la fortuna heredada, que había sido administrada por su padre. Entonces comenzó su período de esplendor. Pudo dar rienda suelta a su pasión por los objetos bellos y buscó relacionarse con los escritores y los artistas argentinos y extranjeros que le interesaban.
Su colección de arte, en el mejor momento, estuvo integrada, entre otras piezas, por un Renoir, nueve cuadros de Constantin Guys, el telón de Picasso, dibujos de Valentine Hugo, de Jean Cocteau y de Christian Bérard. Arturito en los años 90 daba a veces versiones distintas de un mismo hecho. En una de esas versiones, había comprado el telón de Parade en París; en otra, las cosas habíann sucedido así: "En ese entonces, yo quería conquistar Buenos Aires y París. Fue después de la guerra, cuando el Picasso llegó a mis manos. Pero mi historia con ese telón había empezado mucho antes. Un día de 1939, creo que era en abril, fui al Museo de Bellas Artes a ver una exposición que se llamaba, creo, De David a nuestros días. Había pinturas de Delacroix, de Corot, de Courbet, de Géricault, de Picasso. En una de las paredes, vi una escena de circo con un arlequín muy esbelto. Esa era la cortina de Parade. Pensé que me hubiera gustado tenerla. Pero no estaba en venta. Era de Pierre Colle, un anticuario casado con Carmen Corcuera. Casi enseguida estalló la Segunda Guerra y ninguna de esas obras pudo volver a Europa. Una vez que llegó la paz, los dueños del telón necesitaban dinero y querían venderlo. Alguien de la embajada francesa se acordó de que a mí me había gustado mucho y me propusieron comprarlo. Ignacio Pirovano, que era amigo mío y estaba muy relacionado con la sociedad parisiense, le telegrafió a Colle. Nos pusimos de acuerdo. Pagué al contado 10.000 dólares. Llevé entonces la tela a mi quinta La Melchora. Pero en la casa no había una pared suficientemente grande para colgarlo. El motivo central mide 4,50 por 8 metros. Tuve que enrollar la tela y guardarla en el cuarto de huéspedes. Más o menos cada quince días, cuando había sol, sacaba el telón y lo desplegaba sobre la pampa para que se ventilara. Me hacía llevar una mesita y me sentaba a un costado, en uno de los ángulos, para contemplar un cuarto de la tela, el que tenía más cerca. Si era verano, me ponía un traje blanco. Tomaba el té con alfajores o con alguna masita mientras miraba las figuras. Así, necesitaba cuatro quincenas, dos meses, para ver todo el telón. A veces, lo colgaba entre los árboles y lo podía ver con más comodidad. En 1956, tuve que venderlo para poder vivir. Me pagaron once mil quinientos dólares."
En 1998, Parade fue la obra más importante de la muestra "Picasso (1917-1924)", que se exhibía en el palazzo Grassi de Venecia. Estaba colgada del techo (tampoco en esa bellísima construcción del siglo XVIII había paredes suficientemente grandes para exhibirla), en el centro del salón de recepción. Su cotización ni siquiera podía calcularse.
Los años dorados
Hacia fines de los años 40 y durante los 50, Arturito se convirtió en una de las figuras sociales y literarias más peculiares de Buenos Aires. Todos hablaban de sus colecciones y de sus extravagancias. Ponía de moda lugares, autores y artistas. El impuso la costumbre de ir a comer al restaurante Edelweiss después del Colón y de los estrenos teatrales. Recibía allí como si fuera su propia casa. Todos se conocían y él pasaba de un grupo a otro entre bromas, maledicencias y adulación. Comía el primer plato en una mesa, el segundo en otra, el postre en una tercera, y el café en una cuarta. Besaba a mujeres y hombres en la mejilla lo que provocaba, en aquella época, el escándalo de quienes no pertenecían a ese mundo elegante del que él se había rodeado.
Cuando hablaba de ese período, recordaba sobre todo un baile: "Siempre me gustaron los espectáculos, los disfraces y las fiestas. En Buenos Aires, di una fiesta en el Crillon, que aparece recreada por "Manucho" en Invitados en el Paraíso. Como quería que todo estuviera bien decorado, fui a ver a Jacques Helft, el anticuario, que vivía en la avenida Las Heras. Me dio dos esfinges de terracota, espléndidas, y un cuadro de Huet, que representaba dos perros. Hice poner mesas para ocho personas en un salón del hotel. En cada mesa, había como centro un objeto de anticuariado. Por ejemplo, en la mesa de Mujica Lainez, puse un tintero que había pertenecido al conde de Artois, que llegaría a ser rey de Francia. La orquesta de Mario Cesari tocaba cosas muy lentas al estilo de "Noche y día" y "Polvo de estrellas". Había policías por todos lados porque las mujeres en esa época llevaban muy buenas alhajas. La fiesta se hizo el 15 de diciembre de 1950. Las fotos aparecieron en la revista París en América. Un año después, di otro baile más modesto, pero vino el Ali Khan, que estaba de casualidad en Buenos Aires. Me lo trajo Inés Anchorena de Acevedo".
De un modo curioso, la frivolidad se asociaba en Arturito a un espíritu de mecenas generoso, a menudo reflexivo y, por cierto, poético. Así como siempre buscó la protección de un afecto, siempre trató de proteger a los otros. La escritora española Rosa Chacel, refugiada en la Argentina, fue una de sus grandes amigas y también una de las personas a las que él ayudó en momentos difíciles. También impulsó los negocios argentinos de Ana de Pombo, la gran couturière española, que había dirigido Paquin, la célebre maison de alta costura de París. Ella, después de la Segunda Guerra, abrió una tienda en la calle Florida cuyo alquiler, en parte, pagaba Arturito generosamente. Aunque él se cobraba ese mecenazgo con algún arranque excéntrico. Una noche, se envolvió en una de las suntuosas capas creadas por Ana de Pombo para sus ricas clientas porteñas y se metió en la vidriera. Se fijó en una de sus famosas poses teatrales y allí pasó la noche, encantado de exhibirse ante la admiración y la sorpresa de los paseantes. Recordando ese episodio, me dijo: "Me quedé horas así. Hubo un momento de inquietud. Pasó una de esas barritas de muchachones, que quizá venían de ver un partido de fútbol y empezaron a discutir si yo era un maniquí o un ser real. Decidieron que era un muñeco porque, según ellos, no existía nada parecido en la vida real. Andá a saber qué hubiera pasado de haber estado seguros de que yo respiraba".
Apenas Arturito llegó a París después de la guerra, quiso ver el ballet El joven y la muerte, de Roland Petit en el Théâtre Champs Elysées, porque esa noche se daba la última función. En la sala estaban todos los personajes que él buscaba conocer "Todos" eran Chanel, la vizcondesa de Noailles, Jean Marais, Boris Kochno, Louise de Vilmorin, los condes de Beaumont, Vincent Minnelli. Arturito recordaba con emoción la obra de Roland Petit: "La coreografía me impresionó porque, en un momento, Leslie Caron, la protagonista, se enfrentaba a un hombre que andaba por los caminos con ese ritmo especial de esa gente que yo quiero tanto, los linyeras. Papá los odiaba, los echaba de La Melchora y, quizá por eso, yo los amaba. Los invitaba a tomar el té en tazas de Limoge". Algunas cartas de recomendación, la gracia pícara y melancólica a la vez de Arturito, además de la fortuna, que todavía no había despilfarrado, le abrieron muchas puertas. "Logré tener una entrevista con Misia Sert que aún seguía siendo una de las reinas de París. Cuando supo que venía de Buenos Aires, me preguntó: ?¿Conoce a Zelmira Paz?´ Todos en París sabían quién era Zelmira Paz. Le contesté a Misia que sólo veía a Zelmira cuando ella sacaba a pasear sus perros. Como en ese entonces había esa división tan fuerte entre los peronistas y los antiperonistas, Misia debe de haber pensado que yo era peronista, y me hizo otra pregunta: ?¿Es amigo de Evita Perón?´ "No", le respondí. Y ella me hizo una tercera pregunta: ?¿Usted está seguro de que es argentino?´"
Arturo Alvarez fundó en 1948 una pequeña editorial, La Perdiz, que hizo magníficas ediciones para bibliófilos (ver recuadro). En ella, editó un cuento suyo, "Un almuerzo sagrado", con ilustraciones de Norah Borges. "Ese cuento se me ocurrió un día de invierno. Había ido al Parque Lezama. Hacía mucho frío y me dio hambre. Volví a casa, aterido. Al llegar, descubrí que la persona que me atendía había cocinado unas perdicitas y las había dejado sobre la mesada. Las calenté y me senté a comerlas. Frente a la mesa, había un espejo. A medida que comía, vi cómo iba recuperando los colores, sentí que renacía, que recuperaba la salud. Siempre me acordé de la bondad de esas perdicitas. Fue como una comunión."
Entre la pasión y la piedad
En 1961, Arturo Alvarez publicó su novela Esvén. Se trata de una narración en segunda persona, contada por el amo a su perro Esvén. En esas doscientas páginas, se halla sintetizado el mundo en el que vivió y soñó Arturito. Allí están pintados los campos de Moreno, citados con nombres y apellidos reales los amigos, los parientes y los protegidos del autor. Allí se pueden seguir los desdichados amores de Arturito. Por supuesto, hay escenas en los ambientes más elegantes de París, por ejemplo, en las fiestas del conde Etienne de Beaumont (que inspiró El baile del conde de Orgel a Raymond Radiguet). Pero lo más genuino de esa extraña novela es el misticismo erótico que la anima. El delirio sexual de los perros en celo, el mismo delirio que inquietó a Arturito durante mucho tiempo, se mezcla en el relato con un sentimiento panteísta de fusión con el cosmos y también a un sentido cristiano de la caridad, de la piedad y del sufrimiento.
Como todo admirador de la belleza y del arte, Arturo Alvarez tenía una fuerte sensualidad. Conoció el deseo y la satisfacción del deseo más que el amor correspondido. Por supuesto, se enamoró varias veces, pero a menudo los seres que amaba no se enteraban de la pasión que habían despertado. Los amaba a la distancia; más bien, los veneraba. Cuando aún era un púber, su padre viudo recibía en la quinta familiar a una mujer muy hermosa y elegante que, mucho después, se convertiría en madrastra de Arturito. En ese entonces, ella todavía no se había separado de su primer marido. Tenía dos hijos, mayores que el futuro hijastro. Para que éste no se aburriera mientras ella visitaba al capitán Alvarez, le entregaba al niño sus joyas, un escarbadiente, algodón y alcohol, y le encargaba: "Limpialas". Un día, ella le dijo a Arturito: "Te traje fotos de mis hijos". Los retratos mostraban a dos muchachos hermosos cuyas sonrisas derrochaban salud y fortaleza. Arturito quedó cautivado por uno de ellos, pero más que por su apostura, por la generosidad y la bondad que brotaban de sus ojos. En los años 90, todavía se acordaba de aquella imagen de E. C. "Lo tomé como protector a pesar de que entonces todavía no nos habíamos encontrado. Tenía su foto en mi cuarto y, por las noches, cuando mi padre había sido especialmente cruel conmigo, le rezaba a la estampita de E. Le pedía que me protegiera. Me parecía un héroe y un santo, una especie de Sigfrido. Por las tardes, si me sentía triste, tomaba la Omovaltina y miraba su fotografía. Cuando E. se casó, a mí no me invitaron, porque mi padre todavía no se había casado con mi madrastra, pero ella me había hecho escribir todos los sobres de las invitaciones porque yo tenía muy buena letra."
Borges escucha a Fedra
El teatro, como la literatura, eran para Arturito la vida misma. A veces, representaba en el Hogar de Ituzaingó escenas de piezas clásicas para sus visitantes. En una ocasión me contó que había interpretado el papel de Fedra, de Racine, en casa de Silvina Ocampo y que, entre el auditorio, estaba Jorge Luis Borges. Recordaba: "Borges le dijo a Silvina que nunca había visto nada parecido. Y ella le contestó que era natural ya que él casi no veía. Entonces Borges le dijo que tampoco había escuchado nada semejante. Y ella le respondió que también era natural porque yo era un gran actor. Si querés recito lo mismo que le recité a Borges: la declaración de amor de Fedra a Hipólito". Y, como en el comedor, donde nos encontrábamos, había mucho ruido, Arturito me guió hasta un pasillo en el que había un sillón imprevisiblemente cómodo. A la izquierda del sillón, se abría una ventana desde la que entraba la luz desolada de un atardecer de invierno. A la derecha, en cambio, había una puerta que daba al baño de hombres. Iluminado por el ocaso, Arturito empezó a recitarme en un francés impecable varias escenas de Fedra. Antes me aclaró que él mismo se daría las réplicas. Le bastaba saltar de una pared a la otra del pasillo para cambiar de papel. Era Fedra e Hipólito, a la vez. Quizá, siempre lo había sido. Los gestos amplios de sus manos inventaban túnicas, creaban augustos espacios y agitaban el aire cargado del olor a orina que venía del baño. En cierto momento, los gritos de un internado, víctima de un ataque de locura, se sumaron a los lamentos de Fedra. Como Borges, yo tampoco había visto ni escuchado nada semejante. Nada tan triste, tan dramático y, a la vez, disparatado.
A pesar de su reclusión y de la estrechez en que vivía, Arturito seguía haciendo planes. Había conseguido una mínima pensión que ni siquiera le alcanzaba para los cigarrillos de un mes y con sus ahorros imaginarios hacía planes: "Me gustaría publicar Charlotte Corday, una pieza de teatro de Drieu La Rochelle, el amante de Victoria Ocampo. Es una obra que se hizo una sola vez, en Francia. La interpretó María Casares. Y si no es eso, por lo menos quisiera editar mi traducción de Un episodio bajo el Terror, de Balzac. Aquí, tengo mucho tiempo libre y traduzco. Estoy a cargo de la biblioteca y hay algunos buenos libros, no vayas a creer. Yo se los recomiendo a los internados".
Hace tres años, una excelente entrevista a Arturito publicada en Página 12 por María Moreno volvió a llamar la atención sobre el personaje y su obra. Ahora, en España, se habla de la reedición de Esvén e investigadores de los Estados Unidos, como Daniel Balderston, se interesan por la vida y la escritura de esa especie de príncipe olvidado y desposeído.
La última vez que lo vi, Arturito no me esperaba. Era una hermosa tarde de primavera. El estaba en su habitación, que compartía con otros dos internados. Sus compañeros se habían ido a pasear por el parque del Hogar. Se encontraba solo en el cuarto. La ventana estaba abierta. Lo sorprendí recostado en su cama, vestido. Miraba el cielo y la copa de un árbol cercano. El rostro tenía una expresión plácida y concentrada, a la vez.
El nombre del olvido
Cuando Arturito se dio cuenta de que yo estaba allí, se levantó con una sonrisa, fue hasta su pequeño armario en el que apenas cabían tres perchas, tomó un libro y una página suelta. El libro era Teresa, de Rosa Chacel, biografía de la amante de José de Espronceda, el poeta español del siglo XIX. En la página, arrancada de otro libro, se veía un retrato de Alfred Agostinelli, el chofer de Proust. "Son para vos. Así tendrás un recuerdo mío", me dijo. No quise aceptar ese doble regalo, pero Arturito se empeñó en que me llevara los últimos restos de su tesoro. Sentí entonces que yo contribuía, como tantos otros, a despojarlo de sus bienes y, aun peor, también de sus recuerdos. Se puso a evocar los momentos más importantes de su vida. Se repetía, pero necesitaba rodearse, una vez más, de sus amigos, de sus perros, de los condes de Beaumont. Después, me acompañó hasta la salida. Caminamos a lo largo de una galería vidriada. Contra esos ventanales estaban sentados numerosos internados. Ancianos y ancianas de caras amables se levantaban a nuestro paso para saludar a Arturito y comentarle un libro que les había recomendado. El dispensaba sus atenciones a uno y otro lado con gestos de las manos que, súbitamente, parecían moverse entre puños de encaje. El largo corredor bonaerense era ahora la Galería de los Espejos de Versailles, y yo caminaba junto al Rey Sol, entre las reverencias de sus cortesanos, hacia la parada del colectivo.
Pocos meses más tarde, viajé a París y, gracias a una curadora del Museo de Arte Moderno del Centro Pompidou, pude tener acceso a la ficha de Parade. En ella, figuran los nombres de los sucesivos dueños del telón, pero en los años en que la cortina estuvo en la Argentina hay un blanco. Es como si durante ese período la obra se hubiera evaporado o, más bien, como si el hombre que cuidó esa bellísima imagen, en una quinta de Buenos Aires, no hubiera existido. Pensé entonces que Arturito era el nombre del olvido y de la perfecta inmolación.
Ediciones La Perdiz
- Un almuerzo sagrado, de Arturo Jacinto Alvarez. Ilustraciones de Raúl Soldi y retrato del autor por Silvina Ocampo. 1948.
- Sonetos del jardín, de Silvina Ocampo. Ilustraciones de Héctor Basaldúa. 1948.
- Una carta de las que no se envían, de la condesa de Noailles. Traducción de Rosa Chacel. Ilustraciones de Juan Battle Planas y un retrato imaginario de la autora por Raúl Soldi. 1948.
- Las vísperas de Fausto, de Adolfo Bioy Casares. Ilustraciones de Héctor Basaldúa con un retrato del autor. 1949.
- La cruzada de los niños, de Marcel Schwob. Traducción de Ricardo Baeza. Prólogo de Jorge Luis Borges. Ilustraciones de Norah Borges. 1949.
- Esvén, de Arturo Jacinto Alvarez. 1961.
- En el mar, de Denton Welch. Traducción y prólogo de Arturo Jacinto Alvarez. Ilustraciones de Josefina Robirosa. 1968.
- Epitaphe de Courte, chyen du Roy Charles IX, et Dialogue de Beaumont, lévrier du Roy Charles IX, et de Charron, de Pierre Ronsard. Retrato del autor por Jean Cocteau. 1973.
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