Artistas e instituciones: un teléfono descompuesto
En las últimas semanas, entre la marea de fotos de bebes, amigos abrazados, consignas políticas, postales de obras de teatros que flotan en mi red de amigos Facebook, me crucé con una foto de un largo cartel frente al Teatro San Martín que decía: "¿Dieciséis años de los mismos directivos en el Ballet del Teatro San Martín?". La foto tenía un encanto clandestino: había sido sacada por la noche, las caras de las personas que sostenían el cartel quedaban tapadas por las letras, sólo unas piernas asomaban irreverentes. La foto había sido posteada por una página misteriosa llamada Acción Iceberg. Cuando entré a la página, vi otras fotos con el mismo formato, pero nuevas preguntas, entre ellas: "¿Cuándo vuelve la danza contemporánea a la programación del complejo teatral de Buenos Aires?". Acción Iceberg es una idea de "danza en acción", un grupo de coreógrafos, bailarines e investigadores. El efecto dominó fue inmediato y empezaron a apilarse otras preguntas: ¿Por qué en el Complejo Teatral de Buenos Aires (CTBA) hay siete salas y un solo curador? ¿No debería haber un curador para cada sala que propusiera una programación diferente en cada lugar? ¿Por qué hay cada vez menos programación? ¿Cómo se gasta el presupuesto del CTBA?
Muchos artistas (no sólo de la danza, sino del teatro también) tenemos la sensación de que estamos encerrados en nuestros propios soliloquios; como quien dice, hablando solos. De alguna manera, el diálogo entre los artistas y las instituciones es un teléfono descompuesto. Por eso muchos decidieron hacer danza y teatro en casas o estudios, incluso construir nuevos espacios, para no depender del criterio del director artístico puesto por el poder político del momento.
Por mi parte, creo que hay que ocupar los espacios públicos, que son para los artistas y no para que productores privados hagan obras comerciales con maquillaje culto. Pero mi propia experiencia de trabajar en los teatros estatales es como caminar sobre campo minado. Techos que dejan pasar la lluvia, directores artísticos que se quedan dormidos en las reuniones de producción, productores que no te contestan ni un mail, técnicos que hacen su trabajo como un "favor personal", contratos que se pagan con un mínimo de tres meses de demora y un máximo de toda la vida, baños sin papel higiénico? Y siempre el eterno jingle de "no tenemos presupuesto". Y a pesar de todo, hay que estar agradecido, porque con suerte te pagan un sueldo y no dependés de la venta de entradas, o por lo menos no hay que pagar sala de ensayo, set, equipamiento, técnicos, prensa y, de regalo, montar y desmontar la escenografía en cada función, como se hace en cualquier sala independiente.
Volviendo a los signos de interrogación, me pregunto por qué a los artistas nos resulta tan difícil hablar de los problemas de las instituciones y proponer reformas. Supongo que por el temor a ser proscriptos, a quedar fuera de todo. Supongo que ahora que agarramos impulso, habrá que seguir haciéndoles preguntas a los edificios. Si las preguntas las hacen muchos, tal vez logremos que lleguen a los oídos correctos y, en una de ésas, que nos respondan.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro