Arnold Schönberg, el compositor que no escribía para imbéciles
Por el 150 aniversario del músico austriaco, que aspiraba a ser tan popular como para que la gente silbara sus melodías, se publica en español su breve “Diario de Berlín”
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ZARAGOZA-. “Una especie de Chaikovski mejorado. ¡No pido más, por amor de Dios! Que vean en mí a un compositor que ha sido capaz de mejorar la música, eso es todo. Y luego, si es posible, que se conozcan mis melodías y que la gente las silbe”. Eran las aspiraciones de Arnold Schönberg (Viena, 1874-Los Ángeles, 1951) confesadas en una carta de 1947. El compositor austriaco, que vivía exiliado en Estados Unidos desde 1933, terminó harto del sambenito de moderno, disonante y experimentador.
Recuerda esta carta su discípulo Josef Rufer (1893-1985), dentro del ensayo titulado Homenaje a Schönberg, que Acantilado acaba de publicar junto al Diario de Berlín del compositor para conmemorar su 150º aniversario [de su nacimiento, el 13 de este mes]. Y le añade una sabrosa anotación, de la misma época, que había encontrado entre sus papeles: “Yo no escribo para imbéciles. Un compositor que compone para el público no piensa en la música”.
Rufer había recibido, en 1957, el encargo de la Academia de Artes de Berlín para viajar durante tres meses a la casa del difunto compositor, en Los Ángeles, y ordenar su legado. Allí se encontró con más de veinte mil manuscritos, entre composiciones, bocetos y textos varios junto a decenas de dibujos y pinturas, que catalogó en Das Werk Arnold Schönbergs (1959). Pero, en 1974, publicaría otro libro más, que ahora recupera Acantilado en español, con el referido homenaje junto a uno de los más curiosos escritos inéditos que descubrió: un diario del compositor redactado en Berlín principalmente en 1912; añade, además, un guion radiofónico, conservado en la Biblioteca Estatal de la capital alemana, donde el compositor introduce una emisión de su ópera De hoy a mañana, en 1930.
En Homenaje a Schönberg podemos leer uno de los retratos más completos e interesantes del compositor. No tanto porque hable con pasión y conocimiento de su música, sino por su capacidad para conectarla con su potencia intelectual y el carácter polifacético de su personalidad. Rufer trata del teórico musical, del erudito contra el antisemitismo fascinado por la religión, pero también del poeta, del pintor y hasta del inventor. Comienza rememorando su sala de trabajo, en Brentwood Park, llena de similitudes con la que conoció, en 1919, como discípulo suyo, en Mödling, al suroeste de Viena (hoy convertida en museo).
Un sencillo taller de artesanía musical lleno de gavetas y cubiletes confeccionados con cajas de puros. Pero también de libretas que solía encuadernar él mismo. Presiden las obras completas de Bach, partituras de Mozart y ediciones de las sonatas y sinfonías de Beethoven, de quienes se consideraba heredero. Añade múltiples curiosidades que descubrió, como el plano de una prensa de encuadernación o de una máquina para redactar partituras junto al pionero boceto, anterior a 1933, de una moderna autopista con diferentes intersecciones. Y se permite rememorar otros inventos suyos anteriores, como un modelo de billete de tranvía que facilitaba el transbordo de viajeros o su ajedrez de coalición para cuatro jugadores que permite construir alianzas entre ellos.
Pero Rufer dedica mucha atención al invento por el que Schönberg será siempre recordado: la música dodecafónica. El compositor le confesó su hallazgo, en el verano de 1921, mientras paseaban juntos a orillas del lago Traunsee: “Lo que he logrado hoy me asegura un puesto de honor en la música alemana para los próximos cien años”. Se refería a un método compositivo basado en la utilización serial de las doce notas cromáticas de la escala que siguió a su ruptura con el sistema tonal. Entre sus papeles descubrió, además, su primer vestigio: un scherzo dentro del borrador de una sinfonía coral, fechada en mayo de 1914, que después utilizó en su oratorio La escalera de Jacob. Aquí el tema inicial esta formado por los doce sonidos de la escala, que repite y varía como una serie, adelantando futuros procedimientos dodecafónicos.
No es difícil relacionar el Diario de Berlín con la inclinación de Schönberg como pintor hacia el autorretrato. También desarrolló, en torno a 1910, una pulsión similar por narrar sus vivencias. “Por fin he empezado. Hace mucho que me lo había propuesto”, son sus palabras iniciales, el 20 de enero de 1912. El compositor atravesaba una crisis creativa, tras componer, por sugerencia de Kandinski, la canción para soprano, celesta, armonio y arpa Hojas del corazón, donde experimentó con el colorido sonoro al poner música a los versos de Maeterlink. La superará, de repente, el 20 de marzo: “Había pensado que no volvería a escribir música jamás”, confiesa mientras reconoce la presión de sus estudiantes (“siguen pisándome los talones, tratando de superar lo que yo les ofrezco”) y el esfuerzo dedicado a su Tratado de armonía (“no cabe duda de que la especulación teórica seca la fuente de la creatividad”).
Pero Schönberg interrumpe su diario mientras se dedica a la composición de su genial ciclo Pierrot lunaire, al que se refiere como melodrama. Y tan solo añadirá dos entradas más, en octubre de 1912 y mayo de 1915, donde trata de sus problemas con los intérpretes de esa obra y con la viuda de Gustav Mahler. Tampoco fue muy constante el compositor en los tres meses que dura este diario (no por casualidad lo titula Una tentativa de diario) y las fechas están cada vez más alejadas de lo que cuenta. De hecho, en su entrada del 11 de marzo, en que se propone escribir lo acontecido desde el 19 de febrero, escribe: “Corro el riesgo de no poder continuar con este diario. En el fondo, ya apenas lo es”.
En sus pocas páginas abundan, no obstante, muchas circunstancias y opiniones de interés. Dedica mucho espacio a su preocupación por la correcta interpretación de sus complejas partituras (“a mi música hay que darle tiempo, no es para gente que tiene otras cosas que hacer”); comenta su ambivalente relación con Ferruccio Busoni (“es el hombre más interesante que he conocido hasta ahora”); su defensa de la música del recién fallecido Gustav Mahler (“aún no le ha llegado su momento. Hay que hacer algo antes de que sea demasiado tarde”); el tartamudeo que le impedía hablar con normalidad a Richard Strauss (“perdí los papeles porque estaba empeñado en evitar que me viera como un egocéntrico”); su proximidad humana y personal con su cuñado Alexander von Zemlinsky y su predilección hacia su discípulo Anton Webern; y tampoco faltan sus cuitas con las editoriales Peters y Universal o sus desavenencias con los críticos (“tengo que enseñar a los críticos de Berlín, esos cretinos arrogantes, cómo se habla a los artistas”).
Pero a la edición de Acantilado, que conserva las notas de Rufer y ha sido bien traducida del alemán por el filólogo Roberto Bravo de la Varga, le falta un prólogo actualizado. Ello habría permitido poner al día al lector sobre lo escrito por Rufer hace cincuenta años. Por ejemplo, informarle de las omisiones en su edición del Diario de Berlín de aquellos fragmentos más relacionados con cuestiones familiares o de la existencia de otros dos diarios más de Schönberg, ambos sumamente breves y particulares: Nubes de guerra. Un diario, donde recoge fascinantes descripciones del cielo durante 1914 y 1915, convencido de poder leer en ellas los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, y otro más sin título, de 1923, donde confiesa con todo detalle dos apariciones que tuvo de su primera esposa Mathilde Zemlinsky poco después de su muerte. Los tres diarios fueron estudiados y editados, en junio de 1986, dentro de un número monográfico del Journal of the Arnold Schoenberg Institute.
Y todo ese ingente fondo inicialmente catalogado por Rufer está disponible, desde 1998, en el Centro Arnold Schönberg, situado en el Palais Fanto, junto a la vienesa Schwarzenbergplatz. Un legado que forma parte del Patrimonio Documental Mundial de la UNESCO y puede consultarse íntegramente por internet en: https://www.schoenberg.at/. La ciudad de Viena, que tantas dificultades puso a Schönberg en vida, se volcó con él tras su muerte, bautizando una plaza del distrito 14 o dando su nombre al coro más prestigioso de la ciudad. Sus restos descansan, desde 1974, en el Cementerio Central de Viena, en una sencilla tumba adornada por un cubo blanco, diseñada por el escultor Fritz Wotruba, e inaugurada por el referido Coro Arnold Schönberg cantando su tardío salmo De Profundis.
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