Invitada por la Fundación Guggenheim, la fundadora de Sur viajó a los Estados Unidos en 1943, cuando el país ya había entrado en la Segunda Guerra; aquí, su llegada a Nueva York
Como llegué a Nueva York antes de fines de mayo, encontré todavía una temperatura ideal. En Washington, por el contrario, se moría uno de calor. Dios sabe hasta dónde puede subir el termómetro en esta capital, por poco que lo anime la estación. Los washingtonianos me decían cuando yo me quejaba del clima: "Usted, sin embargo, debe estar acostumbrada, pues en su país…". Yo no los dejaba terminar la frase. ¿Cómo podían atreverse?... (Esta absurda suspicacia patriótica en materia de temperatura siempre se me ha despertado, de la manera más desconcertante, en tierra extranjera.) Pero en Nueva York no cabían quejas respecto del termómetro. Después de haber contemplado Central Park desde mi cuarto y aquella fuente donde retozan, en malla, los niños cuando ya nadie soporta ropa sin indignación, bajé a Fifth Avenue. A pesar de la guerra y el racionamiento, se podía conseguir un taxi para uno solo (lujo desaparecido de Washington, donde todos los taxis son colectivos). Tomé, pues, uno, y dispuesta a infringir los nuevos reglamentos (el pleasure driving está prohibido), bajo un pretexto cualquiera, di una vuelta por la gran ciudad, y para justificarme a los ojos del chauffeur entré por último en una exposición de war weapons. Allí me encontré con aviones de bombardeo, ametralladoras, granadas, bombas de varios calibres, fusiles, revólveres; en una palabra: la más completa colección de artefactos destructores de que el mundo civilizado (?) del siglo XX puede jactarse. No habiendo en mi vida manejado un arma de fuego, y sintiendo hacia ellas una aversión considerable, paseé en torno de mí una mirada de curiosidad y antipatía. En este mundo de las armas mi ignorancia llegaba a lo inverosímil. Era el momento de aprender, y, dócil a este imperativo de mi conciencia, abrí mi libreta para copiar las explicaciones ilustrativas leídas en un cartel.
El azar, más que la elección, me había detenido ante unas armas tomadas a los japoneses. Apenas había tenido tiempo para escribir los primeros renglones cuando un soldado joven, cortés, rubio y limpito en su uniforme flamante, se me acercó y me preguntó, con aire confidencial, lo que estaba haciendo. Le contesté, no sin cierto orgullo: tomando notas. Él acogió con frialdad esta respuesta, y me rogó, siempre muy cortésmente, pero en un tono que no admitía réplica, que le entregara mi libretita y lo siguiera. Crucé dócilmente, acompañada de mi guía, las salas de la exposición y llegué a un cuartito. El moblaje era reducido: cuatro sillas, una mesa y dos oficiales tras ella. Respondí con mansedumbre al interrogatorio breve y rápido a que me sometieron: ¿Qué estaba haciendo? –Me instruía. –¿Ignoraba acaso que estaba prohibido tomar notas? –Totalmente. –¿De dónde venía? –De la Argentina. –¿Dónde había nacido? –Allí mismo. –¿Llevaba conmigo algún documento de identidad? –Ninguno. –¿Qué había venido a hacer a los Estados Unidos? – Instruirme, ya lo había dicho. –¿Invitada por alguna institución? – ¡Claro! Por la Guggenheim Foundation. –¿Tenía otras notas en mi cartera? –Desgraciadamente no. Vacié mi cartera sobre la mesa (rouge de Guerlain, polvos, un pañuelo, llaves, cartas de Buenos Aires); luego me senté en espera de que los señores oficiales hubieran podido comprobar (con ayuda del teléfono, supongo) la autenticidad de mis declaraciones.
Apenas tardaron unos minutos, creyendo su deber el excusarse una vez terminada la investigación: "Usted, sin duda, comprende que nos vemos obligados a tomar ciertas precauciones". Naturalmente; lo comprendía de sobra. Les di toda la razón. Conversamos cordialmente unos instantes. "Dicen que es muy hermoso su país." "Casi tanto como el de ustedes." (El hielo estaba roto.) "¿Es neutral su país? ¿Cómo lo explica usted?" –"¿Y ustedes cómo explican el haberlo sido?" Quizás habría contestado en otra tesitura a civiles. Pero no puedo, por principio, ceder el terreno a los militares, por muy simpáticos y americanos que sean. Éstos, desde luego, lo eran. Nos separamos con muchos cumplidos: "Espero conocer algún día su país". "Y yo volver al de ustedes." Delegaron a otro soldado joven, rubio, cortés y limpito en su uniforme flamante, para que me hiciera los honores de la exposición y me explicara sus maravillas (...). Seguí con dificultad sus explicaciones técnicas. La prueba duró por lo menos veinte minutos; de sobra para descubrir los abismos de ignorancia en que vivo, respecto a armamentos; abismos de los cuales nada ni nadie logrará sacarme.
Sospecho que todos mis recuerdos de viaje son por el estilo: irremediablemente personales, escandalosamente privados, reprensiblemente subjetivos.
Sin embargo, algo había sacado en limpio de esta visita. Al decirme adiós, el oficial me había gritado, con una sonrisa digna de figurar entre la propaganda de un dentífrico: "Come back soon, but without a pencil [Vuelva pronto, pero sin lápiz]". Me di por notificada. Con ayuda de las circunstancias cedí a mi destino. Visité museos, bibliotecas, universidades, teatros, parques, fábricas de aviones, iglesias "without a pencil". Atravesé los Estados Unidos, from coast to coast, sin lápiz. Sin lápiz recorrí sus ríos, su tierra y su cielo. Gracias a este sistema (ausencia de sistema) mi memoria caprichosa, única fuente de información a quien recurrir, está plagada de olvidos lamentables y de absurdas precisiones. Podría, por ejemplo, describir sin titubear el lugar exacto en que encontré por primera vez hinojo en los Estados Unidos (junto a un camino, en Santa Mónica); el rincón en que descubrí dos plantas de romero, en los Cloisters de Nueva York. Con mil precauciones robé una hoja cuando nadie me miraba (las plantas estaban en macetas y a la altura de la mano). Comme d’autres esprits voguent sur la musique… [Así como otros espíritus flotan en la música…] el mío flotaba a la deriva sobre estos olores. Y era como encontrarme de nuevo, a pesar del Pacífico o de los rascacielos, en el camino del bajo de San Isidro después de una tormenta, cuando las ramas de hinojo, desvalijadas de su perfume por la violencia del ventarrón, se machucan contra los alambrados o el suelo; frente al romero, en una quinta de Mar del Plata, cuando a mediodía aquel cerco tan tupido y acariciado humea, al sol, su incienso invisible.
En este Cloister donde me refugiaba a menudo para pasear por las terrazas que dan al Hudson había, antes de la guerra, una serie de tapicerías de la Edad Media: "La cacería del unicornio", traída del sur de Francia. Desgraciadamente la han retirado del museo y llevado a lugar seguro por temor a los bombardeos (for the duration). Pero continuamente proyectaban sus fotografías sobre la pantalla en una sala obscurecida. Para verlas se sentaba uno en bancos dispuestos como los de las iglesias o los colegios. Era el lugar más fresco del museo. Después de haber recorrido tanto claustro traído de Europa, piedra por piedra –trabajo de hormigas– y reconstruido cuidadosamente a orillas del Hudson bajo la dirección del Metropolitan Museum (The Ghost Goes West), me conmovía encontrarme a solas, en la oscuridad, con estas fieles imágenes de mi Francia.
En la serie tenía una preferida: aquella en que el unicornio, solitario (como todo buen unicornio que acepta su destino), en medio de un jardín cercado, atado a un árbol, parece esperar algo. Como el dragón es el espíritu del aire y el fénix el del fuego, así el unicornio es el de la tierra. Se halla encadenado a este elemento por las raíces de un árbol (¿un granado?). Solamente los príncipes lo cazan y no se le puede matar por medios ordinarios. No; no se le puede matar por medios ordinarios. Me lo he repetido en mis adentros, caminando a orillas del Hudson, a la altura del Washington Bridge, después de una visita a los Cloisters, con la ramita de romero robada entre los dedos. Si hubiese tomado notas es evidente que sacaría hoy de ellas algo más importante, más presentable al lector, que un animal fabuloso y unas plantas aromáticas. Sospecho que todos mis recuerdos de viaje son por el estilo: irremediablemente personales, escandalosamente privados, reprensiblemente subjetivos. Los dedicaré, pues, a los humildes cazadores de unicornios, de hinojo y de romero, hermanos en aficiones.
Este fragmento pertenece al capítulo "USA 1943", de La viajera y sus sombras (Fondo de Cultura Económica)