Apología de un teatro reflexivo contra la banalidad
Cada vez más, el teatro en el mundo está funcionando como una caja de resonancia intelectual y reflexiva sobre la filosofía, la historia, la política y el devenir del arte. Me refiero a disparadores que parten de esas cuestiones y le presentan al espectador preguntas más que respuestas. No al estilo consignista e ideologizado que no reviste mayor interés y que aparece a menudo en distintas disciplinas. Mientras que en el mundo la actividad intelectual decae y oleadas populistas banalizan los discursos, muchos creadores teatrales navegan por el teatro, la ópera o las artes visuales con propuestas sofisticadas. Lo mismo ocurre en las formas creativas: cada vez menos compartimentos estancos en la realización y más cruces entre la música, la danza, el teatro, las artes visuales y la ópera.
Por estos días, se está desarrollando en París el Festival de Otoño y tres espectáculos que se están presentando me dieron, desde postulados diversos, más elementos para estas ideas. Sylvain Creuzevault (que en 2010 presentó en Buenos Aires el trabajo Nuestro terror sobre Robespierre) está presentando una versión teatral sobre El capital, de Karl Marx. Resulta curioso ver a un ensamble de actores que con mucho humor dan comienzo a una serie de discusiones filosóficas improvisadas. El carácter fetichista de las mercancías o la lucha de clases son algunos de los temas que, en clave de comedia, se convierten en discusiones apasionadas y reivindican la tradición francesa que convierte a la discusión intelectual en un postulado vital.
No menos llamativa resulta la versión teatral de Julien Gosselin de la novela Las partículas elementales, de Michel Houellebecq. Conozco toda la obra de Houellebecq, probablemente uno de los escritores más polémicos de esta época, y Las partículas elementales es un cruce entre novela y ensayo. Había leído una entrevista al director que afirmaba que casi todas las palabras de la obra eran las de Houellebecq. No había adaptado ni cortado casi nada. La pregunta era cómo se representaba eso en un escenario: el resultado es muy interesante. En casi cuatro horas y con una gran cantidad de recursos del cine, la música y la literatura, se redondeó un espectáculo complejo y de una extraña belleza. Las discusiones sobre el hombre, el futuro, la genética, la historia (los hijos del Mayo Francés tan alejados de la versión edulcorada que se plantea a menudo) y el sexo adquieren una teatralidad llamativa sin traicionar en nada el texto original.
Por último la versión de Los negros, de Jean Genet, dirigida por Bob Wilson se mete con un texto de 1959 que en su momento fue una crítica al colonialismo. Aquí la maestría de Wilson recurre a un ensamble de actores de raza negra, las luces, la danza y la música, con free jazz de Dickie Landry y un saxofonista en vivo para poner en escena la denuncia, como sucedía en The old Woman, en la que de una manera delicada y sin panfletos se mencionaban los crímenes de Stalin. Wilson, maestro del artificio, abarca estos temas de una manera sutil y bella, sin pontificar. Nos trata a los espectadores con respeto intelectual. No es poco en estos tiempos del mundo en los que la banalidad muchas veces nos agobia.
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