Antonio Gamoneda: el poeta de las cosas simples
Distinguido con el Premio Nacional de Poesía de España y con el Cervantes, es una de las voces literarias más destacadas de su tierra. En esta entrevista repasa su historia, marcada por la tragedia familiar, la pobreza y el franquismo, reflexiona sobre el lenguaje poético y confiesa que la vida le parece “un extraño accidente”
Antonio Gamoneda le pide a su mujer que lo inyecte el día que cumple cuarenta y cinco años. Amelia Lobón se resiste. Te va a hacer mal, le advierte. Y él responde: "Entonces, tendrás que prepararte para verme sufrir". En un gesto de respeto y amor, dieciséis milímetros de Pantopón, la rosa líquida, entran por las venas del enfermo terminal y éste se duerme. No se despertará más. Deja un libro de poesía publicado en 1919, Otra más alta vida. Para su hijo, que entonces tiene apenas un año de vida, será el primer acercamiento a la lectura, pues es una de las pocas cosas que su madre va a poder llevarse consigo en su mudanza a León.
Viuda y con problemas de salud, decide dejar la humedad de Asturias, al norte de España, por un lugar más seco, interior, alejado de la proximidad y la bravura del mar Cantábrico. Descienden entonces, madre e hijo, 120 km de mapa con lo justo y necesario para ensayar una supervivencia mísera. Estamos en 1934 y a la Guerra Civil Española sólo le quedan dos años para estallar. Cuando eso sucede, en 1936, Antonio Gamoneda Lobón es un chico de apenas cinco años de edad. Vive ya en una zona marginal, de la periferia de León capital, al noroeste de España, en la margen derecha del río Bernesga, en la antigua carretera de Zamora, al número 4. El tono del llamado Barrio de la Sal es negruzco y las escenas que allí se generan, vergonzosamente normales. León ha caído en manos de los nacionales, de los militares rebeldes a la República, engañando a los mineros asturianos del norte. La ciudad sirve de sede a la Legión Cóndor y es, toda ella, un inmenso penal. La cárcel más grande, la misma que en el siglo XVII albergara al mismísimo Francisco de Quevedo, es la de San Marcos –hoy, irónicamente, un parador de lujo galardonado con cinco estrellas– y, casualmente, para llegar hasta ella es necesario pasar por delante de la carretera de Zamora. Un niño encaja su rostro contra los barrotes del balcón, siente el frío mientras ve pasar filas de hombres, atados por una cuerda, de tres en tres. Jamás ve hacer a ninguno de ellos el camino inverso. En las madrugadas escucha con nitidez los gritos amarillos de las mujeres que observan impotentes cómo se llevan a sus maridos. Las azoteas tienen entonces las luces encendidas. Los barrotes aún están pegados a la cara de ese niño; su frío vive en él.
Podría ser inútil recorrer los inicios vitales del poeta y, sin embargo, en este caso, no lo es. La obra de Antonio Gamoneda, toda, es una suerte de peculiar autobiografía. Su ordenación cronológica es innecesaria: no funciona así. No resiste una sistematización. Con la excepción de Cecilia (2000-2004), que constituye un diálogo con su nieta, cuyo nacimiento proporciona al poeta una coyuntura reflexiva entre la inexistencia y la existencia, su obra total trata más bien de un universo orgánico con núcleo en Descripción de la mentira, publicado en 1977, tras un hiato de más de una década carente de escritura. ¿Casual? En absoluto. Sólo cuando Franco muere y termina la dictadura que mantuvo durante casi 40 años, Antonio Gamoneda retoma la actividad creativa. En aquellos años de silencio artístico sus compañeros caen: asesinados, suicidas o locos. Ese grupo de intelectuales al que él estaba adscrito militaba en el Partido Comunista, clandestinamente, por fuerza, y de aquella época fue Antonio el único que quedó en pie. A uno lo tiró la policía al tren; dos se suicidaron; un cuarto tuvo un extraño accidente de auto; al quinto, lo tuvieron que internar.
El poeta que sobrevivió posee una voz que viene de la pobreza, de la militancia y del dolor. No hay en él un discurso construido acerca del tema. Si fuera por Spivak, Gamoneda sería la voz misma de la subalternidad. Por eso intentar incluirlo en la generación poética del 50 es absurdo. Dice él mismo que esa categorización no es más que un invento del inteligentísimo poeta catalán Jaime Gil de Biedma. Un artilugio de marketing, en suma. Antonio excede ese compartimento estanco: es un autodidacta que deja su educación gratuita en un colegio religioso a los 14 años para poder ayudar a su madre a subsistir. En 1943, ya iniciada la dictadura franquista, entra a trabajar como recadero en una oficina bancaria. Pasando por distintos puestos, permanecerá allí durante 24 años y esa condición de obrero quedará patente en su obra Blues castellano (1961-1966). En el 69, y absurdamente, tiene que dejar su puesto por una ley que obliga a tener una carrera. Va entonces como gerente a la Fundación Sierra-Pambley, perteneciente a la Institución Libre de Enseñanza y dedicada a la educación de campesinos y obreros. Su sede leonesa está pegada a una casa que posee un pequeño jardín. En el jardín, hay un árbol. Y ahí, al lado de una de las catedrales más bellas de España, vive el poeta que, por otra parte, se define como agnóstico.
Desde su mesa de trabajo se escuchan las campanas de la torre más alta de León. La casa del árbol tiene una puerta chica de la que cuelga un buzón y que, normalmente, viene a abrir María Ángeles Lanza, mujer del poeta y madre de sus tres hijas. Atravesar el patio es ver el busto que Jesús Martínez Labrador hizo de la cabeza del poeta y que Antonio asegura "proporciona los datos de mi envejecimiento". María Ángeles guía al visitante por unas escaleras de madera que terminan en un largo pasillo, más bien oscuro y éste, a su vez, desemboca en el despacho del poeta. Y hay humo. Le encantan los ceniceros hechos con fósiles. Fuma, fuma, como todos estos años. Se levanta y te saluda, como si fuera un padre, como si fuera nadie, como si estuviese a la altura de cualquier ser humano. Una se pone frente a él y deja que su voz cubra la estancia, que haga del humo un espacio habitable, porque cualquiera que haya escuchado a Gamoneda sabe que lo que emerge de su glotis no pertenece a esta tierra. Y que sus ojos, entreabiertos, están incrustados en un lugar en el que se deduce la existencia de un demiurgo.
Está cansado. Y lo está desde que obtuvo reconocimiento. Hubo cosas a las que no pudo decir no. A otras sí que se atrevió, por ejemplo, cuando rechazó entrar en la Real Academia de la Lengua Española, ubicada en Madrid, a unos 350 km de León. ¿Por qué no?, le pregunto. Y responde con su franqueza natural:
–¿Qué pintaba yo allí? Además hubiera tenido que perder a lo mejor tres días a la semana, porque entonces había menos trenes todavía. Luego se arregló lo de los trenes pero a mí no me tira eso. Yo pienso que la Academia está muy bien para los lingüistas y que los escritores están un poco de adorno allí. No es mi función.
El primer poema que conserva data del año 1947. Su primera obra publicada y premiada con el Adonáis pertenece a 1960. De joven se presentó a varios concursos y no siempre hubo suerte. Aún hoy reafirma su escepticismo respecto a los premios y a las instituciones que forman canon.
–¿Hasta qué punto la institución opera como relevante en la concesión del reconocimiento de un poeta?
–Hombre, sí funcionan. Pero son reconocimientos que desde luego no aumentan la calidad de la poesía. Son un asunto muy secundario. Puede darse y es muy natural, un deseo de ser reconocido. Es muy natural pero se trata de algo secundario. ¿Quién reconocía a François Villon o a san Juan de la Cruz? Nadie. No publicaron en su vida. Ahí está.
–¿Por eso prefieres no ser jurado de premios literarios?
–No me gusta porque la propia mecánica de los jurados es incorrecta. A veces hay mala intención o hay deseos de beneficiar a uno, de perjudicar a otro, pero incluso, aunque no haya eso, es incorrecta. Conjugar valores, dar algo de valor, que al fin y al cabo cuando de los libros estás haciendo una apropiación subjetiva, y eso otro es una objetivación, es decir: "Éste es mejor que éste". Además, otra razón para no entrar a los jurados es que yo soy un miembro incómodo. Yo he ido a premios y me han dicho: "Toma, ahí están los diez libros que hemos seleccionado para que no trabajéis mucho". Y yo digo que no, que de ninguna manera. "A mí me habéis llamado para ver cuál es el mejor de doscientos, ¡no de diez!" Y esos diez suelen llegar ahí por algo. Es que la mecánica es incorrecta. Aunque no haya voluntad torcida. ¿Tú te crees que en el premio ese Planeta se pueden leer trescientas novelas?
En 1977, cuando aparece su obra centrípeta, ésta apenas genera reseñas. Es en 1988, con Edad, una antología al cuidado de Miguel Casado –que también se encargará de la última titulada Esta luz–, que Antonio Gamoneda es reconocido con el Premio Nacional de Poesía en España. Pero el golpe seco llega en 2006, cuando se le otorga el Premio Cervantes. Dice, resignado, que recibir el galardón le supuso una pérdida de tiempo de lectura y escritura muy grave. El pasado 29 de agosto, a sus 83 años, fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad nacional Autónoma de México. Acto al que, sin duda, su amigo, o acaso hermano, Juan Gelman hubiese asistido emocionado.
–En tu último poemario hay un poema dedicado a Gelman.
–Sí, somos muy amigos. Él me ha dedicado algunos a mí también. A mí me lo pedía el cuerpo porque, siendo muy amigos, tuvimos un problema en alguna ocasión. Hubo una mala –vamos, mala en el peor sentido– una viciada, insidiosa interpretación de lo que yo había dicho de Benedetti. Yo había dicho de Benedetti –y lo mismo me pasó con Ángel González– que como seres humanos eran excelentes y que creía que lo que se habían propuesto lo habían hecho bien. Sin embargo, yo no participaba de esa poética que ellos se planteaban. No la entendía como pensamiento intrínsecamente poético y que respondía a una conciencia bien montada, pero no en el orden poético, a mi juicio. Bueno, pues luego estas cosas se publicaron distorsionadas. Gelman era muy amigo de Benedetti. También pensaba que la poesía de Benedetti no estaba en su camino, pero tal como le presentaron las cosas, yo me había meado encima de la memoria de Benedetti, que acababa de morir. Y tuvimos un problema con eso, que en fin, luego se arregló. Quiero decirte que me pedía el cuerpo darle una muestra de cercanía. Nada más.
Cuando Gamoneda da esta respuesta, Juan aún vive. Tras la muerte de su amigo, del que asegura que, "sin pretenderlo, ejercía de maestro", el poeta leonés, provinciano por voluntad propia, externo al eje Madrid-Barcelona típico del mundo poético español, reflexiona así:
Me pregunto si en persona humana, sea o no un gran poeta, cabe dar señal de mayor generosidad que la señal de Juan; la señal que no comunica el sufrimiento, que niega la extensión del sufrimiento a los amigos. Y me pregunto también si ante la muerte (lo diré con palabras menores, sin dramatismo, como a él le gustaría) puede darse una elegancia de más fino estilo, de más claro y hermoso perfil estético que la de Juan Gelman.
En su último trimestre de vida, Juan le había enviado por mail tres poemas que, ahora, Antonio comprende como una sutil despedida y que están, precisamente, en el último libro, Hoy, que Gelman presentó en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires el 26 de agosto de 2013.
A pesar de que esos tres poemas llegasen vía mail –por intercesión, seguramente, de su hija Amelia, que es quien maneja la correspondencia no física del poeta–, Antonio evita en todo lo posible relacionarse con las máquinas. Tiene la necesidad de escribir a mano. No es posible que sus poemas sean escritos en pantalla. Lo cierto es que él, más que escribir, dibuja. Su caligrafía es una mezcla de jeroglífico y joya. Sus borradores, ensayos y reescrituras, acaso mudanzas. Por eso no extraña, tampoco, que haya colaborado más de una vez con artistas pertenecientes a otros órdenes artísticos, como la pintura, la fotografía o la música.
El último libro de Antonio Gamoneda, publicado en España en la colección Nuevos Textos Sagrados de la editorial Tusquets, Canción errónea, salió a la luz de milagro. Hay 36 poemas, cuya meta era este libro, que están perdidos en una carpeta negra, de cartón, tal vez rodando aún por la capital de Cataluña. Antonio los perdió cuando fue a recibir el Premio Ciudad de Barcelona, en 2010. No sabe si fue en un taxi o en el avión. El caso es que aquello fue y es, hasta hoy, una pérdida irreparable. Porque la poesía, según él, es hija del instante y los poemas que fueron escritos en un momento preciso son, por lo mismo, irrecuperables.
–¿Crees que hay imágenes que operan como punto de partida del poema?
–Sí, pero esas imágenes hay que convertirlas en lenguaje poético, es decir, esas imágenes tienen que surgir dentro del que es el curso generativo natural de la poesía. Y yo pienso que esas imágenes surgen mejor desde un aparente olvido –aparente porque no es completo, está funcionando en ti– que si hay una premeditación en colocarlas ahí. Pongo esto porque desde aquí voy a seguir: déjalo que venga ahí. Déjalo.
–En Canción errónea, dices: "Fueron las madres del Barrio de la Sal. Y las linternas / de los ferroviarios. / Fue / mi primera muerte, la última / mañana / de mi vida". ¿Eso es una imagen tuya?
–No es una imagen. Es un recuerdo perfectamente real, pero yo no pensé en las madres del Barrio de la Sal cuando estaba empezando el poema. Salieron de esa manera porque tenemos una acumulación subyacente de recuerdos, de pensamiento y eso es nuestra despensa y tiene que salir. Pero no hay que ir a buscarlo. Que venga.
–¿Crees que escribir poesía es manejarse con el dolor? Pienso en los versos que dicen: "Lo deseable sería,efectivamente, no tener pensamiento; descansar en la falsedad, y después, / efectivamente, sin miedo ni esperanza, /cesar".
–Pensamiento a posteriori sigue siendo eso. Y, ciertamente, entiendo la vida como un extraño accidente, cargado de errores y también de placeres, de amistad, de amor, en fin, de todo. Pero en su conjunto es incomprensible. Ahí el poeta hace una hipótesis en cierto modo frívola, "lo mejor sería esto y lo otro". Bien, surgió así. Lo dejo. No resiste una crítica en el orden del pensamiento discursivo, reflexivo, no la resiste, tiene que funcionar dentro del pensamiento poético.
–Las referencias están en ti.
–Sí, bueno, las referencias… De lo que se trata es de que hay culturas simultáneas, no en el tiempo, sino que en el siglo XVIII o en el XXI, me da igual, una etnia que todavía está arrinconada no sé dónde, está reproduciendo la cultura que hace 1200 años había en otra etnia de otro continente. La está reproduciendo porque está suscitada por necesidades, por pulsiones análogas y hay cierta equivalencia. Es lo que ocurre en términos antropológicos entre esas dos culturas que yo llamo simultáneas, no en el tiempo. Ocurre en poesía también. Es muy extraño que todo lo que dice un poeta no lo haya dicho nadie. Es un lenguaje universal y todos estamos sacudidos por las mismas y por parecidas, y si no son las mismas, son equivalentes, la palabra equivalencia es bastante justa. Pueden ser disímiles pero tener una función, un valor equivalente. No es lo mismo igualdad que equivalencia. Por ejemplo, puede haber equivalencia de peso entre un saco de plumas y un paquete de bolígrafos: equivalencia de peso, igualdad, ninguna. Y la poesía es así, es al fin y al cabo un lenguaje universal, es algo que la especie humana se dice a sí misma por boca de algunos y eso tiene que repetirse.
–También habla el poeta de Canción errónea sobre la situación actual de crisis global y dice: "Quemar, por ejemplo, los trépanos y las finanzas financieras, a causa de lo dicho y también para que la mierda no entre en las venas de nuestras madres y para que aún puedan sonreír un poco / antes de morir". ¿Crees que en América Latina las cosas se están moviendo de forma diferente a España?
–No demasiado. Puede haber diferencias puntuales pero ocurre una cosa: el planeta está dominado por un entendimiento salvaje de la economía y como consecuencia de ese entendimiento todas las relaciones humanas están verdaderamente maltratadas y deformadas. Y puede darse un aspecto mejor y otro peor y diferir entre un país y otro pero nunca en lo sustancial. Siempre está decidiendo el amo del dinero. Siempre. Y eso configura la existencia totalmente en términos planetarios. No idénticos, pero sí equivalentes. Yo pienso que lo que estamos pasando en España no es solamente una cuestión española. Es la forma que en España adquieren unas circunstancias que son planetarias y parece, yo tengo la sospecha de que históricamente pueda darse un cambio fuerte, no sé si para bien o para mal, o para peor. Mal ya está.
–Pero ¿cómo?
–No lo sé. Pero cuando las cosas llegan a extremos como los que están llegando en términos planetarios, se modifican. Yo pienso que la próxima revolución tendría que ser, no política, sino económica. Se tendría que crear una economía alternativa que socavara los fundamentos del neocapitalismo. Y que se vinieran abajo los liberalismos, los capitalismos y los neocapitalismos y los neoliberalismos. (Suspira.) Difícil, largo, duro…
–Yo no sé si realmente se está dispuesto a eso porque lo único que se ven son manifestaciones controladas.
–No, la gente no lo entiende pero tendrá que entenderlo. Mira, en esta misma mesa un grupo de Gijón, de indignados… yo había hecho una conferencia, un artículo, no lo recuerdo ahora, el caso es que ellos creyeron que yo podía colaborar con ellos y yo lo intenté. Pero llegué a la conclusión de que preferían vocear y tirar piedras a decir: "Yo, coche no. Vamos al trabajo tres en un coche, si es que tenemos que ir" o "Yo no tengo trabajo, pero ahí hay campo sin cultivar". Pero esos mecanismos son muy difíciles. ¿Qué cambio va a haber si no se está dispuesto a él? No, es que hasta hace cuarenta años, o cincuenta, en España y en el resto del mundo, permanecían las ideologías. Realmente las ideologías ya no funcionaban, no estaban ajustadas a lo que es la realidad histórica. Pero por si acaso, han sido sustituidas por una única ideología que es el consumismo. Un chico ahora está mucho más preocupado por sus vaqueros y por su moto que por cualquier otra cosa, incluso en la actual situación.
–Y no hay conciencia de ello.
–Y hay además un vaciamiento ideológico que fue sustituido, con mucha picardía, por el consumismo que parece que no es ideología, sino una antiideología, pero funciona como una ideología, en el sentido de que conduce los actos, la actividad de los seres humanos.
–De todos.
–La revolución que yo llamo económica consiste precisamente en… es que ¡esos chicos que te digo querían tirar piedras! Y ¡no vais a ninguna parte con eso! ¡No hacéis nada! Y no lo entienden… o no lo quieren entender.
–La disidencia está contemplada por el sistema.
–Así es, hija.
–¿Te arrepientes de algo?
–Seguro, pero no me acuerdo. Seguro que hay muchísimas cosas, pero no me acuerdo. Yo no hago inventarios de ese tipo.
En la calle Alcalá de Madrid hay una cápsula del tiempo. Se trata de la sede del Instituto Cervantes, en cuyo sótano existe una cámara acorazada. Allí, los grandes de la cultura hispánica depositan su legado en cajas de seguridad que no se abrirán hasta la fecha que los firmantes consideran oportuna. En el caso de Antonio Gamoneda, será en 2032. Le pido entonces que me dé alguna pista de lo que hay en su caja de las Letras y él, desde su voz de rueca, responde volviendo al origen de su poética:
–Son cosas que han condicionado mi vida. Que tienen que ver con la muerte de mi padre y con la soledad y la pobreza de mi madre, que se proyectaba sobre mí, y bueno, hay testimonios objetivos de algo de eso, de una parte. Están ahí. Mira, te lo puedo decir. Mi padre se sabía en situación temporal y decidió morir el día que cumplía 45 años. Mi madre lo ayudó.
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