Antón Chéjov, el amante de la literatura que transfiguró la vida cotidiana a partir de minucias
A 120 años de su muerte, la obra del escritor ruso, que admiraron autores como Katherine Mansfield, Vladimir Nabokov y Raymond Carver, sigue vigente
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De Vladimir Nabokov a Virginia Woolf, y de Tennessee Williams a Katherine Mansfield (su “heredera espiritual”, según Irène Némirovski), pasando por George Bernard Shaw, Nikita Mijalkov, Arthur Miller y Marco Bellocchio, el consenso sobre el carácter excepcional de la obra del escritor y médico ruso Antón Chéjov (1860-1904) es universal. Genio de la narrativa breve -dejó seiscientos cuentos- y del teatro moderno, creó personajes inolvidables en ambos géneros: el joven médico Dmitri Iónovich, el tío Vania, Olenka, Irina Nikolaevna, las tres hermanas Rozorov. Hoy se cumplen 120 años de su muerte, a los 43 años.
Entre finales del siglo XIX y el XX, Chéjov renovó, al igual que Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, la manera de escribir cuentos. Médico egresado de la Universidad de Moscú, trabajó en pueblos y también viajó a la isla de Sajalín, donde estaba instalada una colonia penal que podría considerarse “precursora” de los gulags y campos de concentración del siglo XX. Volcó su experiencia a la escritura. “La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante”, le confió Chéjov a su amigo, el periodista Alexei Suvorin, en 1888.
En su época no gozó del reconocimiento unánime que hoy tiene su obra. “Tras cinco años de deambular por los periódicos he logrado compenetrarme con esa opinión general de mi insignificancia literaria -le escribió a su amigo Dmitri V. Grigoróvich en 1886-. Enseguida me acostumbré a mirar mis trabajos con indulgencia y a escribir de manera trivial. Esa es la primera razón. La segunda es que soy médico y siento una gran pasión por la medicina de modo que el proverbio sobre las dos liebres [’El que sigue dos liebres tal vez cace una, y muchas veces, ninguna’] nunca quitó tanto el sueño a nadie como a mí”. Admiraba a Shakespeare y Cervantes y, entre sus compatriotas, a Turguénev y Goncharov.
“El género cuento experimenta, en manos de Chéjov, una transformación sustancial -dice la escritora Sylvia Iparraguirre a LA NACION-. Su influencia en el género y en los cuentistas del siglo XX va a ser decisiva, desde la neozelandesa Katherine Mansfield, que tuvo una especie de conmoción al leerlo y quiso escribir toda su obra siguiendo a Chéjov, hasta el estadounidense Raymond Carver, que quiso hacer de la insignificancia de la anécdota su estilo y modo de ver el mundo, Chéjov empieza escribiendo frente a una tradición de enormes escritores titánicos, con ejemplos de novelas universales, como Tolstoi, Dostoievski o Gógol. Sin embargo, él elige la brevedad”.
Para la autora de Clases de literatura rusa, los cuentos del “escritor más ruso de los escritores rusos” forman una comedia humana. “Una comedia de hombres, mujeres, niños, viejos, jóvenes, enfermos; la sustancia humana aparece desnuda en sus cuentos, con una enorme cercanía y una enorme ternura. Y también son tragicómicos: lo característico del estilo de Chéjov, no solo en sus cuentos sino también en su teatro, es ese cruce de tragedia y comedia. Como dice Nabokov, escribía cuentos tristes para personas con sentido del humor. En medio de la tragedia y del sufrimiento humano, aparece algo que convoca al humor. Su modo de ver los personajes es único: hay una subjetividad que está muy cerca de los personajes y a través de ellos llega a la subjetividad del lector sin intermediaciones, sin requisitos de estilo, sin que uno lo note. Puede hacer de una minucia una historia, de un cochero que acaba de perder a su hijo y no tiene a quien contárselo salvo a su caballo, de una corista estafada por su amante y la supuesta esposa engañada, de un niño vendido por su abuelo como aprendiz de zapatero. Chéjov era un hombre de ciencia, un médico que conoció a los pobres de Rusia, sus tragedias y sus pequeñas alegrías, de esa materia está hecha su literatura”.
“Para el que practica un tipo de escritura realista, Chéjov es un paradigma”, sintetiza el escritor Guillermo Saccomanno. Lacónico y pesimista, el autor de nouvelles como La sala número seis y Tres años capturó la belleza de la emoción en situaciones caricaturescas, mezquinas o banales. “Tenemos la impresión de que sus relatos podrían escribirse hoy en día”, sostuvo el estadounidense Richard Ford, que se dio el gusto de seleccionar los “cuentos imprescindibles” del autor.
Maestro de la narrativa breve, también lo fue del teatro, pese a que las primeras representaciones de sus obras, a finales del siglo XIX, no fueron bien recibidas (ni, según el autor, tampoco bien dirigidas). La adaptación al cine de sus cuentos, novelas cortas y obras teatrales comenzó a inicios del siglo pasado y agrupa decenas de películas de directores rusos y de otras nacionalidades como Douglas Sirk, Kenneth Branagh y Valeria Bruni Tedeschi.
“Para asomarse al universo de la existencia de Chéjov, el abordaje más recomendable es la biografía escrita por Henri Troyat -dice a LA NACION el ensayista y académico Jorge Dubatti, que prologó la edición de Losada del teatro completo de Chéjov-. Gran escritor francés de origen ruso, Troyat investiga en el epistolario de Chéjov y rescata de sus cartas a amigos, escritores, artistas, cada latido de su vida y su producción literaria y teatral: sus ideas sobre la escritura, sus procesos, sus objetivos, sus vacilaciones, sus miedos”.
“Chéjov vale por su propia producción, pero también por su productividad en el arte mundial posterior -resalta Dubatti-. Podemos considerarlo un ‘instaurador de discursividad’, en términos de Michel Foucault, es decir, el creador de toda una forma de concebir y practicar la literatura y el teatro. Con cuentos como ‘Gente sobrante’ y obras como Tres hermanas, abre las puertas al minimalismo, poética que otorga relevancia ficcional a lo aparentemente insignificante, que identifica lo humano no con los grandes discursos, sino con el balbuceo. De allí el homenaje que Carver, el gran minimalista norteamericano, le hace a Chéjov en su cuento ‘Errand’, traducido como ‘Tres rosas amarillas’. Carver imagina la muerte de Chéjov vista, al sesgo, por un joven botones de hotel”.
Dubatti destaca un incipiente simbolismo en la obra de madurez del autor ruso, uno de los más apreciados por el público argentino. “En El jardín de los cerezos, que dio a conocer en el año de su muerte y cuyo título debería traducirse como ‘La finca de los guindos’, hay una acotación perturbadora, antirrealista, que aparece en el Acto II y se repite en el cierre del Acto IV: ‘De pronto se oye un sonido lejano, como del cielo, el sonido de una cuerda que se rompe, un sonido triste, que vibra y se apaga lentamente’ -observa-. ¿Qué es ese sonido? Desconcierta a los personajes. Sin duda se trata de un símbolo, una concesión de Chéjov al simbolismo que se vale del teatro para la enunciación metafísica del universo. ¿Es esa cuerda que se corta el símbolo del fin de una época en la historia social? ¿Es la cuerda que mantiene atado a la vida Chéjov? Un jeroglífico radiante. Si hubiese seguido escribiendo, tal vez Chéjov habría girado hacia el simbolismo. Lo cierto es que quienes amamos El jardín de los cerezos asistimos a las puestas con la enorme expectativa de cómo el director o la directora resolverán esa presencia enigmática que Chéjov inscribe dos veces en su obra”.
El traductor y especialista en literatura rusa Alejandro Ariel González tradujo del ruso al español noventa cuentos de Chéjov para la editorial Losada. “Si bien corresponden a distintos períodos, en su mayoría son de su primera etapa, en la que se destaca la nota cómica -dice González a este diario-. Varios de los cuentos de esa época son casi chistes, anécdotas, pero ya se percibe a un escritor consciente de la dificultad de escribir después de Tolstoi y Dostoievski. Su poética no estará centrada en la revelación de grandes misterios, en el abordaje de cuestiones últimas como Dios, el destino de Rusia, de Europa, de la humanidad, sino en pequeñas escenas naturalistas donde los humanos se muestran con todas sus flaquezas y debilidades. Una literatura no ambiciosa desde lo programático que produce la sensación de que en sus cuentos no ocurre nada. En rigor, sí ocurre, solo que el narrador ya no lo dice, apenas lo sugiere, y es el lector quien repone el vacío de información. Eso lo llevó a crear una de las dos grandes corrientes del cuento moderno. En una prevalece el hecho excepcional, sensacional, descabellado, al estilo de Poe; en otra, el hecho cotidiano, común, pero que la literatura es capaz de transfigurar en algo significativo”.
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