Anticipo del ensayo "El país que nos habla"
El siguiente texto es un adelanto del libro de Ivonne Bordelois, que obtuvo el Premio de Ensayo LA NACION-Sudamericana 2005. La distinción a la autora será entregada el próximo jueves, a las 19, en un acto que se hará en el hotel Alvear.
En estas líneas quisiera trazar la encrucijada en que puede encontrarse actualmente la Argentina como país lingüístico. La lengua es, sin duda, el camino más poderoso de identidad comunitaria: es el reflejo inapelable de la propia miseria y riqueza interior, de las tensiones culturales que se viven en una nación, particularmente cuando se atraviesan circunstancias de innegable crisis social y económica.
¿Qué ocurre con el habla cotidiana, con el sentimiento de ser hablantes de una lengua que puede ser también un instrumento irreemplazable de autoestima, cuando tantas certezas y valores se derrumban? Estos peligros, estas amenazas, nos conciernen directamente: como dice Brice Parain, del mismo modo en que tratamos a la lengua nos tratamos a nosotros mismos. En momentos en que el lenguaje se presenta como una cuestión candente en su proyección política y vital, es importante reflexionar sobre los poderes y debilidades que lo caracterizan, los dones y las acechanzas que se ciernen a su alrededor.
Quizá sea necesario afirmar, en primer lugar, que, a pesar de que parezca una utopía, la lengua proporciona a cada uno de nosotros el terreno y la esperanza de un proyecto más practicable que los que otorgan, en el caso de la Argentina, las circunstancias políticas, las estadísticas de la deuda externa o los avatares del riesgo país.
Mientras que la gran mayoría de los ciudadanos argentinos sentimos que no somos responsables de la catástrofe económica y moral que hemos sufrido, sí existe una responsabilidad colectiva en cuanto al cuidado por la validez de nuestro lenguaje, en términos no retóricos sino vitales. Queremos decir que la degradación que sufre la población en tantos aspectos de la vida ciudadana y cotidiana no debería extenderse a ese vínculo profundo que es el lenguaje como elemento imprescindible de comunicación y de identidad.
Aun cuando ha sido posible, lamentablemente, acorralar los ahorros de los ciudadanos argentinos y los planes de porvenir que con ellos se relacionaban, el acorralamiento de la lengua y de la cultura sólo puede realizarse con la complicidad y el consentimiento de la ciudadanía, que en este sentido es perfectamente responsable de lo que pueda ocurrir. Y lo que puede ocurrir, desde el punto de vista lingüístico, puede ser tremendamente negativo o altamente positivo, según las elecciones que se realicen.
Humillados y atropellados como nos hemos sentido, desfondados en nuestra propia dignidad y autoestima, descorazonados en nuestras legítimas esperanzas, los argentinos no hemos perdido, con todo, la esperanza de reconstruir una identidad no vergonzante, un pasaporte que no dé lugar a sospechas, una manera de caminar que nos asegure un espacio respirable en el mundo.
Y para empezar, reconozcamos que es muy difícil -prácticamente imposible- vivir cotidianamente con la sensación de una corrupción que todo lo permea, todo lo permite, todo lo contagia, todo lo avasalla. La impunidad se viste con los nombres más poderosos y los amagos de juicio y de castigo ejemplares asoman periódicamente en los medios como pequeños relámpagos destinados a iluminar nuestras expectativas, simplemente para burlarlas con una suerte de cómica e indignante regularidad.
Aparte de experimentar una estafa permanente, sentirnos impotentes ante esa corrupción es una de las más difíciles experiencias que debemos sobrellevar, porque advertimos, muy a pesar de nosotros mismos, que esta impotencia bordea los límites de la complicidad y, decididamente, no queremos ser cómplices. [...]
Somos muchos los que asumimos como territorio propio el de nuestro lenguaje, y me consta que formamos parte de él todos aquellos que hayamos sentido que, detrás de la degradación tenebrosa que sufre la palabra entre nosotros estos días, hay una amenaza tremenda de pérdida de los últimos baluartes de identidad que nos quedan. Pero lo que nos da una luz fuerte de esperanza es que a esta amenaza sí estamos en condiciones de confrontarla, y sí podemos reconstruir el terreno perdido, siempre que no desertemos de la fe en los poderes de insurrección y resurrección del lenguaje, y siempre que no traicionemos nuestra propia responsabilidad, capacidad, fortaleza y entusiasmo para restituir a la faz de la vida comunitaria estos poderes. [...]
Nada mejor que destituirnos de la palabra -asiento de la conciencia crítica- si se nos quiere convertir en ciudadanos pasivos, totalmente sometidos a las leyes del mercado. Un sistema de prestigios y poderes establecidos verticalmente, con la potencia arrasadora que los medios y los controles políticos han adquirido en nuestros días, se contrapone por su propia naturaleza a esa solidaridad horizontal, espontánea, gozosa y gratuita que es propia del lenguaje. [...]
El rescate de la palabra no es ya un problema de crítica filológica o de talento literario, sino el requerimiento de una nueva conciencia ecológica, una alerta contra el embate de las fuerzas que impiden nuestro nexo con ese lenguaje del que surgen la crítica, el júbilo y el contacto más profundo con los otros y con nosotros mismos.
Como punto de partida fundamental, es preciso recordar que el lenguaje no es un mero instrumento de comunicación: es un cimiento solidario, una visión del mundo que nos conduce a lo más íntimo y precioso de nosotros. Aun amenazado y acorralado por los mercaderes de opio que se multiplican por el planeta, es un don y un bien inalienable que está siempre disponible y abierto a nuestra voluntad de rescate y de restitución.