Ansiedad: de los griegos a la literatura contemporánea, la angustia y el miedo se atan a la historia
La época, la tecnología y la pandemia dan contexto al tema central del festival internacional de literatura Filba, que comienza hoy en modo híbrido
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Mientras pasea por un parque, la escritora de origen canadiense Rachel Cusk divisa una familia andando en bicicleta. Madre, padre, hijos: todos y cada uno de ellos portan cascos, reflectores, mochilas con provisiones de emergencia. Están en un parque urbano, no en un bosque inhóspito, equipados como para que poco o nada del mundo exterior los roce. No son la excepción; son la regla. Cusk los observa. Algo en ellos la exaspera. “¿De qué tienen miedo exactamente?”, se pregunta.
La escena forma parte de Despojos, un libro devastador donde la escritora cuenta con pelos, señales y heridas expuestas el durísimo periplo emocional que atravesó luego de su divorcio. Habla de eso, pero también de unas cuantas cosas más. Por ejemplo, del miedo. Del volumen esmirriado de las emociones contemporáneas, de nuestro modo de habitar una existencia mediada por protocolos, pantallitas, experiencias pasteurizadas, productos de catálogo, vituallas de perfecto y adorable diseño, siempre destinadas a preservarnos de la más mínima sacudida.
Así y todo, tenemos miedo. Vivimos en el miedo. Nos deshacemos de miedo por lo que podrá ocurrir, por lo que está ocurriendo, por las consecuencias de lo que ya ocurrió.
Cusk no menciona la palabra “ansiedad”, pero lo agudo –incluso impiadoso– de su mirada sin duda la incluye.
Mientras sigue observando a la familia en bicicleta, la autora piensa que necesita “el equivalente intelectual” de una bebida fuerte para compensar esa imagen. Y resuelve que lo mejor será tomar un buen trago de tragedia clásica. Edipo, Electra, Creonte, Antígona, Clitemnestra: que algo de ese mundo, pide la escritora, ingrese como una cuña en estos tiempos de subjetividad desvitalizada. Relatos donde “no hay madres entregadas ni hijos perfectos ni padres responsables y protectores ni moral pública –escribe-. Únicamente hay emoción, y el intento de domesticarla, de darle definitivamente la forma de una fuerza”.
Rachel Cusk es una de las autoras que participarán en el Filba 2021 (jueves 21, a las 21), cuyo eje temático este año será la ansiedad. Podría pensarse, siguiendo la línea que Cusk trazó en Despojos, que quienes organizaron la edición actual del festival pensaron que un buen trago de literatura, provenga de los antiguos griegos o no, sería ideal para lidiar con el más contemporáneo de los padecimientos: algo así como contraponer una dosis generosa de palabras a una dolencia escurridiza, sin duda actualizada por la pandemia y demasiado pródiga en temores varios, palpitaciones, dudas, renuncias, asfixia.
La psiquiatría la tiene perfectamente delimitada. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM por sus siglas en inglés), editado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, identifica al menos nueve cuadros dentro de los llamados trastornos de ansiedad, entre los que se cuentan la fobia social, el trastorno de angustia, el trastorno de ansiedad generalizada, el trastorno por estrés agudo.
Los síntomas son tan universales como vulgarizada su nomenclatura: quien padece ansiedad se ve acometido por una oleada de nerviosismo inmanejable. O se preocupa de manera insistente, continua, obsesiva. O se hunde en un miedo que deviene en parálisis. O siente que el pecho se le cierra, que la angustia se convierte en náusea, las manos transpiran, el corazón bombea de más. Cualquiera de nosotros, en menor o mayor medida, con mayor o menor frecuencia, sintió algo de esto. Cualquiera, alguna vez, se sentó frente al escritorio del psiquiatra y lo vio redactar la receta del ansiolítico, del antidepresivo, de la combinación de ambos. Y quien no experimentó nada de lo anterior, seguramente sí haya conocido el hormigueo del cuerpo frente a la pantalla, los ojos y la corteza cerebral inundados de estímulos que encienden los circuitos nerviosos, los activan más allá de las horas, de los ritmos corporales, de los ojos que piden a gritos dormir y al mismo tiempo se niegan a hacerlo, demasiado ocupados, borrachos de información.
La ansiedad también es eso: un cuerpo congelado frente a un tiempo tecnológico que no cesa de pisar el acelerador; una vida en la que el tiempo jamás alcanza; una humanidad devenida en imaginarios hámsters que corren en una rueda interminable, demandante, agotadora.
Para el psicoanálisis, pensar la ansiedad actual tiene que ver sobre todo con volver a pensar la angustia. En un trabajo llamado Tres formas de la angustia, el médico y doctor en Psicología Gabriel Lombardi señala cómo la ansiedad y la angustia están imbricadas en una sociedad de consumo donde “el objeto del mercado prevalece sobre la satisfacción del desprestigiado encuentro de los cuerpos”. En un camino que lo lleva de Heidegger y Kierkegaard a Freud, ilumina lo que podría ser el quid de la cuestión: donde hay ansiedad hay también una acción que la persona todavía no puede acometer.
Para profundizar en esta idea, Lombardi también se sirve un trago de un buen relato clásico. “No hay acto verdadero que no implique el pasaje por el momento precedente de la angustia –escribe-. Es lo que ha quedado registrado tanto en Suetonio como en Plutarco respecto del acto paradigmático de César. La noche precedente al franqueamiento del Rubicón fue la noche de la angustia, indicada por algunos signos que señalan su presencia: el insomnio, la duda, la agitación motriz paralizante, y también un sueño abominable ‘en el que César cree aproximarse a su propia madre en un comercio que no puede pronunciarse sin horror’, escribe Plutarco. Para César, que no era un neurótico, esa angustia se resuelve al día siguiente en un acto enérgico y decidido”.
César cruza el Rubicón. Elige cruzarlo. Y muchos siglos antes de que un señor cambiara para siempre el sentido y el uso del diván, supo que siempre se elige a costa de perder algo. Que se elige –y se actúa y se siente- pese a tener miedo. O ansiedad.
Se dice que vivimos en la era de la incertidumbre, más allá de que la historia de la humanidad no abunda precisamente en certezas o mansas continuidades. Pero algo es cierto: la presión tecnológica actual es inédita y probablemente también lo sea el modo en que nuestro estilo de vida horada las subjetividades. Habitamos una cultura, decía Mark Fisher, “que ha perdido su confianza no solo en que el futuro será bueno, sino en que algún tipo de futuro sea posible”. Difícil que, en semejante contexto, la ansiedad no se convierte en una suerte de segunda piel.
No obstante, permanecen las palabras. Y con ellas la posibilidad de encontrar respiro. Así lo creía el filósofo francés Jean-Luc Nancy, fallecido este año, que durante lo más álgido de la pandemia publicó Un virus demasiado humano. Allí realiza un profundo e increíblemente amoroso análisis de una civilización a la que el miedo y la ansiedad parecen condenar a un infantilismo perpetuo. Nancy propone subvertir la fórmula: ser niños, pero niños valientes. “Tenemos que volver a aprender a respirar y a vivir, simplemente –escribe-. Algo que es mucho, y difícil, y largo; los niños lo experimentan. Ellos no saben hablar. No saben modular su aliento sobre la palabra. Pero no piden más que aprender, y aprenden y hablan. Seamos como niños. Recreemos ese lenguaje. Tengamos esa valentía”.
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