Anonimato: talento o estrategia
Puede parecer el más ingenioso o un reverendo provocador, un militante antisistema o el vándalo que mejor escapa de la ley, grafitero desfachatado o gran artista. En cualquier caso, camuflado desde el principio en el misterio de su identidad, Banksy lleva tres décadas poniendo contra la pared al consumismo, la violencia, la política, la contaminación del planeta. Y su popularidad no solo es indiscutible sino que lo llevó hasta ligas mayores, donde coleccionistas de billetera abultada pagan millones por sus fechorías.
¿Si no fuera uno sino varios? ¿Si detrás de ese nombre hubiera una mujer? ¿Si en vez de un británico amante de la cultura callejera, de mameluco y aerosol, encontrásemos a un empresario táctico, de saco y corbata? Si supiéramos quién ¿le pasaría como a Sansón cuando le cortan el pelo: perdería la fuerza? ¿Y cuáles son entonces sus siete trenzas? La diferencia con los superhéroes –que la mayoría de las veces también infringen las normas– es que Banksy, por lo menos el fenómeno llamado Banksy, existe. Y genera contradicciones. “¿Genio o vándalo?”, se pregunta el título de la exposición que esta semana trajo a La Rural de Buenos Aires decenas de obras que se le atribuyen. ¿Talento o estrategia?
Al anonimato deliberado, es decir, aquel que es elegido de antemano y libremente sin presiones –no el que adopta como protección alguien que es perseguido por sus ideas– tiene en otras paletas de las bellas artes referentes admirables. Ojo: no es una cuestión de seudónimos, de los que hay cientos y célebres: apasionante es el caso del inexistente Robert Capa, “el mejor fotógrafo de guerra del mundo”, que murió en Vietnam, y que no solo no se llamaba así (Erno Friedmann) sino que algunas de las fotos que se difundieron con ese nombre durante la Guerra Civil las tomaba Gerda Taro. Como tampoco es un secreto que Robert Galbraith tiene la magia de J. K. Rowling ni que Benjamin Black es John Banville vestido de noir.
Una buena comparación podría ser Elena Ferrante, que en la solapa de sus libros declara: “No me arrepiento de mi anonimato. Descubrir la personalidad de quien escribe a través de las historias que propone no es ni más ni menos que un buen modo de leer”. En efecto, nadie conoce quién es Elena Ferrante aunque millones de lectores sepan que escribió una decena de libros, varios adaptados a la pantalla, como la saga de las Dos amigas, la tetralogía best seller con la que conquistó al mundo entero. Cierto es también que, más allá del éxito de la crítica y del público, su obra dio un sacudón en la narrativa de los últimos años. Hoy existen ferrantófilos y a la Ferrante fever –como titularon un documental– nada le baja la temperatura.
Podríamos repetir muchas de las preguntas anteriores. Así como los virtuales mecenas o marchands de aquél, los editores de la novelista presumiblemente de Nápoles no sueltan prenda: ¿y si fuera la traductora como se dijo una vez? ¿acaso podría no tratarse de una mujer y, como pasó el año pasado con Carmen Mola, revelar que detrás del nombre se escudan tres hombres? Finalmente, tanto en Banksy como en Ferrante, ¿en qué medida la identidad velada es liberadora, protectora o amplificadora de su obra?
Confieso que desde el día que agarré el primero de los cuatro tomos, La amiga estupenda, no pude soltar a Elena Ferrante, que sin embargo mis favoritas fueron sus anteriores Crónicas del desamor (popularizadas después del boom) y que con menos incondicionalidad me interesaron sus columnas para The Guardian. Nunca me importó más que sus libros saber de quién es la mano que sostiene la pluma. Al revés, el misterioso Banksy siempre me provocó un parejo escepticismo, un descreimiento risueño. Pero el lunes, al final de un recorrido pormenorizado por su muestra “no autorizada”, después de ver y escuchar cada historia detrás de cada serigrafía, objeto, video, pensé: “este vándalo es genial”. Y ya no me importa de quién se trata.
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