Animales sueltos en la literatura
Los animales tienen su presencia en la literatura desde siempre. ¿Por dónde empezar? ¿Por el principio o por el final? ¿Por Homero o por Franz Kafka? Tiremos una moneda. Salió Kafka.
Kafka fue, entre tantas cosas, uno de los que mejor intuyó que había que desconfiar de la tajante división entre lo humano y lo animal. Porque ¿qué son los animales? ¿Qué son en relación a nosotros y qué somos en relación a ellos? En “La metamorfosis”, Gregor Samsa amanece convertido en bicho. Casi como su negativo, en “Informe para una academia”, un simio narra en primera persona cómo aprendió a comportarse como humano. Un perro piensa, por su parte, cuánto ha cambiado su vida sin que, en el fondo, haya cambiado nada (“Investigaciones de un perro”). Hasta el Odradek, ese objeto indescriptible, se muestra por un instante (no en vano Borges lo incluyó en El libro de los seres imaginarios) dotado de vida ¿humana? ¿animal?
Dicho mal y pronto: Kafka, ya en el siglo XX, señaló, por la vía del absurdo y de la ironía, que nuestra tendencia a transferirles a la variedad de criaturas que componen el mundo nuestra idiosincracia es un despropósito, pero en el mismo movimiento deja entrever que están lejos de ser nuestro reverso. La filosofía reciente, buena lectora de Kafka, le siguió la huella. No todos son ni tienen porqué ser tan próximos y familiares como los animales domésticos. “La abeja, la libélula o la mosca que observamos cerca de nosotros en un día de sol –la cita es de Giorgio Agamben, que se inspira en el zoólogo Jakob von Uexküll–, no se mueven en el mismo mundo en que los observamos ni comparten con nosotros –o entre ellos– el mismo tiempo y el mismo espacio”. Más que por oposición a las especies, deberíamos definirnos por contigüidad. Vivimos lado a lado, y eso debería bastar para repensar la manera en que nos relacionamos con ellas.
La literatura, en todo caso, es el espacio utópico que nunca dejó de explorar, con todas las contradicciones a la vista, ese vínculo. La perplejidad ya estaba en Esopo. Las fábulas del griego la reflejaban atribuyéndole a los animales los defectos humanos. El formato, con su moraleja, llegó en el siglo XVII a su punto más alto con Jean de La Fontaine. Esa belleza naive y algo mezquina (la de la historia del lobo y el cordero, la de la zorra y las uvas) propone un dogma clásico: que el hombre es la medida de todas las cosas.
Por supuesto, había otras variantes. Ahí estaba Babieca y más tarde el descoyuntado Rocinante. También el león cansino que aparece en Don Quijote. Y los cuentos populares (de “El gato con Botas” a “Caperucita roja”). Pero hubo que esperar a que Keats le cantara al ruiseñor o que Poe convirtiera al taciturno cuervo en intelectual para que las obras le dieran a los animales mayor entidad. En el siglo XIX se puede elegir como estandarte a Moby Dick, ballena que, perseguida por un capitán vengativo, anonada con el símbolo de su blancura, a pesar de brillar por su ausencia durante casi toda la novela.
Una enumeración de animales ficticios famosos tal vez resulte redundante. Nombremos otros más caprichosos. En El tercer hombre, de Graham Greene, un loro toma por sorpresa al protagonista al hablarle en la oscuridad. Entre los gatos podemos elegir a Tobermory, de Saki. ¿Algún mono notable además del kafkiano?: “Yzur”, de Leopoldo Lugones, también entreverado con los misterios del habla. En Mi perro Tulip, J.R. Ackerley deja constancia de porqué prefiere pasar sus días con su mascota antes que con otra gente. La lista de canes literarios podría continuar: Flush, de Virginia Woolf; King, de John Berger, Timbuktu, de Paul Auster.
El perro –”el mejor amigo del hombre”, como lo designa desde hace mucho menos de lo que pensamos la altanería humana– permite llegar al final, que es el principio: Homero. Cuando Ulises vuelve a Ítaca tras tremenda odisea, es Argos, su perro, el primero en reconocerlo. Sacando la nota trágica (el fiel Argos muere ipso facto por el asombro y la tristeza), no deja de ser emocionante descubrir que, en cada retorno a casa, quienes hoy viven con uno de esos seres tan leales en sus demostraciones están repitiendo una escena de empatía que se daba ya hace milenios.
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