Animales que son clásicos de todos los tiempos
Una selección de títulos para descubrir o volver a disfrutar
- 12 minutos de lectura'
- Flush, biografía de un cocker spaniel que no es cualquier perro. Por Daniel Gigena
En sus diarios, Virginia Woolf consignó que iba a dedicarse a escribir Flush para aligerarse la cabeza, “agarrotada por el torbellino de Las olas”, su libro inmediatamente anterior. Publicada en 1933, esta curiosa biografía (donde el biografiado es un perro) narra una duradera historia de amor entre la poeta victoriana Elizabeth Barrett y su cocker spaniel.
A la hora de encarar el proyecto, Woolf no solo se basó en la correspondencia de Miss Barrett, donde hace referencia a Flush en varias ocasiones, sino también en la propia experiencia con su perro Pinka, regalo de su amiga y amante Vita Sackville-West. También se documentó con British Dog, de Hugh Dalziel Duncan. La acción se inicia en Londres, en 1842, el año de nacimiento del protagonista; por iniciativa de una amiga, Miss Mitford, Flush llega a casa de la “primera poetisa de Inglaterra, la brillante, la desventurada, la adorada Elizabeth Barrett en persona”. Como ella, el perro pertenece a una tradicional estirpe.
Según Woolf, fue un amor a primera vista. “Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella hablaba. Él era mudo. Ella era una mujer; él, un perro. Así, unidos estrechamente, e inmensamente separados, se contemplaban”.
Como en todo romance, hay episodios de celos y en este caso se desatan cuando, en el invierno de 1845-1846, entra en escena el poeta Robert Browning, futuro esposo de la escritora. “A él le prestaban muy poca atención –cuenta Woolf con malicia–. Mr. Browning le hacía el mismo caso que si hubiera sido un leño colocado a los pies de Miss Barrett”. La biografía de Flush incluye un secuestro (con pago de rescate incluido), una boda, su vida en Florencia con los Browning, romances callejeros perrunos y sesiones espiritistas.
- Borges, entre libros y animales. Por Pablo Gianera
A los cuatro años, Jorge Luis Borges dibujaba tigres; eran dibujos del natural cuyo modelo encontraba en esos tigres de bengala que observaba incansablemente, a veces acompañado por su hermana Norah, en el viejo Zoológico de Buenos Aires. Contó Leonor, su madre: “Tenía pasión por los animales, sobre todo por las bestias feroces. Cuando íbamos al Jardín Zoológico era difícil sacarlo de ahí... Cuando se empecinaba y se negaba a ceder, le quitaba los libros. Era la solución”. No hubo después disyunción entre libros y animales, y los tigres, de innumerables alusiones propias y ajenas (no sabemos cuántas veces habrá citado, de William Blake, los versos “Tyger Tyger, burning bright,/ In the forests of the night;/ What immortal hand or eye,/ Could frame thy fearful symmetry?”), no fueron tampoco sus únicos animales. Acaso el tigre de Borges no compartía identidad con el visto; era un tigre ideal, sin existencia en el mundo. De semejante condición no resultaba difícil saltar a Manual de zoología fantástica, libro de 1957 en colaboración con Margarita Guerrero, que más tarde, ampliado, se conocería como El libro de los seres imaginarios. Tenemos aquí algo muy distinto de Sobre la naturaleza de los animales, de Claudio Eliano. Son “extraños entes engendrados por la fantasía de los hombres”: el basilisco, el minotauro, las ninfas, el kraken, los sátiros, los silfos, el simurg. Hay también historias más improbables, como la de Hochigan: “Descartes refiere que los monos podrían hablar si quisieran, pero que han resuelto guardar silencio, para que no los obliguen a trabajar. Los bosquimanos de África del Sur creen que hubo un tiempo en que todos los animales podían hablar. Hochigan aborrecía los animales; un día desapareció y se llevó consigo ese don”. Estos de Borges son animales tan imaginarios como el tigre del zoológico; monstruos que podrían tal vez haber sido animales, o bien que lo fueron y dejaron de serlo.
- El cachalote más célebre y una novela clave de la modernidad. Por Diana Fernández Irusta
El cachalote blanco más famoso, la novela que se ganó un lugar dentro de las cimas de la literatura moderna, el inicio de relato más célebre, más citado, más discutido por los traductores al español: “Call me Ishmael”, que fue “Pueden ustedes llamarme Ismael”, “Llámenme Ismael”, “Llamadme Ismael”.
Publicada en 1851, Moby Dick significó un quiebre en la escritura de Herman Melville, su autor, que hasta ese momento había incursionado en las novelas de aventuras, pero que con Moby Dick se lanzó a una experiencia distinta. Porque más que el estricto relato de una obsesión –la del celebérrimo capitán Ahab y su empeño en liquidar, costara lo que costara, al cachalote que le había arrancado una pierna– el libro supone una frondosa indagación en los mecanismos de la narrativa, la reflexión existencial, el juego entre la sugerencia y la alegoría, e incluso cierto ejercicio de convencido iluminismo decimonónico: en las páginas de Moby Dick –siempre a través de la voz de Ismael, el joven marinero que cuenta la historia– hay detalladas descripciones sobre la vida en los barcos balleneros de la época, enumeración de objetos e instrumentos marinos, indicaciones e información ligadas con las ciencias naturales, la geografía, la navegación. Un texto del siglo XIX, escrito para lectores contemporáneos que sin embargo le dieron la espalda; la novela alcanzaría el podio de los consagrados bastante tiempo después de su primera edición.
Leviatán bíblico, encarnación del otro en su máxima alteridad, figura escurridiza y atrozmente deseada, por momentos el cachalote parece estar incluso más allá de lo animal. Su contraparte, Ahab, se estremece de furia, rencor, obcecación y desmesura humana. Muy humana. Si, como señalan algunos críticos literarios, Melville dejó de escribir novelas de aventuras para escribir desde el fondo de su ser, encontró en una bestia de leyenda el modo de hablar de esa otra bestia, cercana y desconocida, que habita en todos nosotros.
- La fauna de las maravillas en una historia donde todo es posible. Por Constanza Bertolini
“He visto a menudo a un gato sin sonrisa –pensó Alicia–, ¡pero no una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más curiosa que he visto en mi vida!”. Entre los estrambóticos personajes que habitan en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas (1865), clásico de Lewis Carroll, hay varios seres de cuatro patas. Principalmente, el Conejo Blanco, obsesionado con la posibilidad de una llegada tarde y con la hora que le da su elegante reloj y responsable fundamental de que comience toda la historia con la caída de la chica en el pozo. Además del Gato de Cheshire al que se refiere la cita, por supuesto. Pero también están la Liebre de Marzo, el ratón que nada con la protagonista en un mar de lágrimas, la melancólica Falsa Tortuga (a quien está dedicado el capítulo 9) y esa mitológica especie mitad águila mitad león llamada grifo, por hacer un inventario incompleto de cuadrúpedos.
Muchos otros animales tienen dos patas y hay apariciones más fugaces de plumíferos –en el mojado picnic del final del capítulo 2 hay un Dodo, un Loro, un Aguilucho–. Más tarde, la Oruga dejará de fumar una pipa de agua para darle un consejo a Alicia, que no sabe muy bien quién es –y eso que no atraviesa como aquella la metamorfosis de la mariposa–, la sorprenderá el baile de la cuadrilla de langostas y otros bichos del mar, y un lacayo pez y un lacayo rana abrirán el capítulo titulado “Cerdo y pimienta”.
Es decir: criaturas dotadas de palabra contribuyen también a que todo sea posible en el mundo de Carroll, desde el inicial momento en que se pone en uso el recurso del portal, que en este caso es una madriguera. La edición de la colección Penguin Clásicos, que incluye Alicia a través del espejo (podríamos seguir enumerando especies aquí: mosquito, morsa, cervatillo, león, unicornio) y La caza del Snark, tiene las ilustraciones de John Tenniel, donde se puede apreciar la fisonomía de toda esta fauna fantástica.
- Bestias de todas las especies en los primeros cuentos de Cortázar. Por Daniel Gigena
En su primer libro de cuentos, Bestiario, publicado en 1951, Julio Cortázar delineó varias de las características que definirían su estilo. Además de la convivencia de elementos realistas y fantásticos en un mismo universo, se destaca la presencia de animales de todas las especies, incluidos los seres fantásticos que, en este volumen (en el cuento “Cefalea”), llevan el nombre de mancuspias.
Estas criaturas combinan cualidades de mamíferos, aves y reptiles, se alimentan de avena malteada, leche y vino blanco, y transmiten enfermedades a los trabajadores de una granja.
En el célebre “Carta a una señorita en París”, el narrador revela que vomita conejitos blancos. “Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco”. Por unas semanas, vive con ellos una angustiada doble vida, en el departamento porteño de la destinataria de su carta-relato.
Delia Mañara es la protagonista de “Circe” y los que la conocen le atribuyen poderes sobrenaturales, como pasaba con el personaje mitológico de idéntico nombre en la Odisea, que tenía el poder de convertir a los hombres en animales. En su versión del mito, Cortázar sitúa a la protagonista en el barrio de Almagro. “Un gato seguía a Delia, todos los animales se mostraban siempre sometidos a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara”.
El último cuento es el que da título al libro y, a la luz del presente, puede ser leído como la historia de una familia donde el tiranuelo doméstico (el tío Nene) abusa de su fuerza con mujeres y niños hasta que nada menos que un tigre restablece la armonía, siempre frágil en los mundos cortazarianos.
- Antología del encuentro entre la literatura y sus seres más cercanos. Por Diana Fernández Irusta
“A menudo me pregunto, para ver, quién soy; y quién soy en el momento en que, sorprendido desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un gato, tengo dificultad, sí, dificultad en superar una incomodidad”, escribió Jacques Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo. En esta pregunta ni siquiera en apariencia simple, el pensador encuentra el hilo para tirar de una indagación donde el más bien incómodo –y paradójico, fascinante, temido, intrigante– lazo entre humanos y no humanos se abre a una reflexión que hoy comienza a percibirse urgente.
El eco de estas preguntas (quién soy/ quién soy cuando me descubro en la mirada de un animal) resuenan en Zoografías. Literatura animal, compilación realizada por Mariano García (Buenos Aires, 1971), donde animales reales e imaginarios emergen en fábulas, relatos, poemas, fragmentos de novelas y textos filosóficos de los más diversos orígenes y temporalidades. “Los animales son cada vez más imaginarios para nosotros”, escribe García, quien a su vez destaca la innegable presencia del universo animal en la lengua nuestra de cada día: dichos, frases, refranes, voces en las que, sin siquiera darnos cuenta, evocamos presencias en franco retroceso en el espacio de lo real y sin embargo activas en lo profundo del imaginario. De allí, claro, el pasaje a la literatura. De Horacio a Tito Livio; de Kafka a Flaubert; de Hebe Uhart a Roberto Arlt, los textos se ofrecen a la mirada curiosa, al placer diletante, a la minuciosidad de una búsqueda más sistemática. Doctor en Letras por la UCA, investigador y docente, García ya había publicado en Adriana Hidalgo, junto con Mariana Dimópulos, la compilación Escritos sobre la mesa. Vuelve ahora con una antología que se presta, desde ya, al descubrimiento. Pero también al reencuentro con viejas emociones. Porque cómo no temblar otra vez al leer aquel pasaje de la Odisea donde Argos, el perro moribundo de Ulises, es el único que lo reconoce a su arribo a Ítaca.
- Cuentos perfectos, con más de cien años de garantía. Por Natalia Blanc
En 2018 se cumplieron cien años de la publicación de Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, un libro que sigue sumando lectores porque se lee en las escuelas primarias de todo el país. Por la fuerza del lenguaje y de las imágenes, por el realismo y la potencia con que plantea los conflictos humanos, es un clásico único y salvaje, de esos que no ofrecen moralejas, sino que hacen de la lectura una experiencia inolvidable. Los ocho relatos reunidos en el libro tienen como protagonistas a animales de distintas especies de la selva misionera y como escenario a una naturaleza hostil que, en algunos cuentos, es también un personaje. Los pocos hombres que aparecen ocupan roles secundarios y le sirven a Quiroga para remarcar cuestiones éticas.
Como dice Ana María Shua, los cuentos son perfectos. “Los animales hablan y sienten como personas, pero no están groseramente humanizados. Al contrario, parte del atractivo de los textos es el minucioso realismo con el que se cuentan sus características y sus hábitos: qué comen, dónde viven, cómo cazan, cómo juegan. Quiroga no necesita demorarse en ninguna descripción. Es siempre a través de la acción que el lector se entera de todo lo que necesita saber”.
Desde que los derechos son de dominio público se publicaron muchas ediciones: ilustradas (como la de Alcalá Grupo Editor, de España), económicas (Planeta Lector y Grandes Obras de la Literatura Universal, de Norma) y de colección como la de Loqueleo, con ilustraciones de la artista plástica Alejandra Knoll, que incluye un dossier con textos de Liliana Bodoc y Ricardo Mariño, fotos, una biografía muy completa y tapas históricas.
La primera edición la publicó la Sociedad Cooperativa Editorial Limitada de Buenos Aires en 1918 con el título Cuentos de la selva para los niños.
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