La historia clásica de la cultura occidental está en peligro y no es el por "virus chino", como en un alarde desafiante le gusta decir al presidente Trump, ni por la paranoia islamofóbica, que tan bien refleja el escritor francés Michel Houellebecq en Sumisión, sino por la proyección hacia el pasado que la corrección política hace de su agenda.
Olvidemos la polémica en torno a artistas como Woody Allen o Roman Polanski, cuyas filmografías modélicas están atravesadas por acusaciones de delitos sexuales. Es esta una sensibilidad que no se conforma con hacer justicia en el presente sino que ejerce un poder de sanción retrospectivo.
Las obras monumentales de Shakespeare, Caravaggio, Egon Schiele, Picasso, Degas o Mark Twain podrían muy pronto ser expuestas como ejemplos de misoginia, abuso o racismo. Así, Paul Gauguin ya no representa solo una de las miradas que inspiró a las vanguardias en las primeras décadas del siglo XX sino a un abusador de menores y, en el mejor de los casos, a un producto acabado del colonialismo francés en el siglo XIX.
Gauguin (1848-1903) es el caso cero del "confinamiento" de los clásicos, para usar una palabra fatalmente actual. En noviembre pasado, la National Gallery de Londres puso en escena la exposición "Gauguin portraits". En su página web, el museo la anunciaba como la primera en mostrar a través de más de 50 obras (pinturas, papeles, objetos), que iban desde sus primeros años hasta su vida en la Polinesia francesa, su revolución en el arte del retrato. Sin embargo, el relato de la muestra parecía menos eso que una suerte de juicio ético-político a su estética. Así fue como la recorrida que hizo por la muestra la periodista Farah Nayeri terminó en un artículo que el New York Times tituló: "¿Es tiempo de cancelar a Gauguin?".
"Cancelar" es una palabra resignificada por el feminismo radical y los protocolos de las redes sociales que mezcla repudio, indignación y prácticas de censura digital como el "silenciamento" o el "bloqueo" por partes iguales. ¿Cómo se "cancela" a Gauguin si vivió hace más de un siglo y no tiene cuenta de Instagram ni WhatsApp? En términos museísticos, pues, advirtiendo a los visitantes sobre la inconveniencia de lo que van a ver, como sucede con algunas obras del arte contemporáneo que pueden herir sentimientos religiosos.
En la muestra de la National Gallery el retrato estrella era Merahi metua no Tehamana (Los ancestros de Tehamana), de 1893, la pintura de una adolescente con un abanico que expresa el uso revulsivo que Gauguin hizo del color. Pero esa no era la información que el museo quería destacar sobre la obra. "El artista tuvo relaciones sexuales con chicas jóvenes, casándose con dos de ellas con las que tuvo hijos. Gauguin, sin dudas, abusó de su posición de occidental privilegiado para aprovechar al máximo las libertades sexuales disponibles para él", se leía en el texto explicativo de la pintura.
Gauguin, como Picasso o Cezanne, es un blockbuster de los grandes museos internacionales (127.699 personas vieron su muestra en Londres), un fenómeno de taquilla ahora expuesto al escrutinio de cuestiones sensibles de raza, género o colonialismo muy presentes también en la agenda académica del día. Christopher Riopelle, cocurador de la muestra, le dijo al Times que "dos décadas atrás esta exhibición se hubiera ocupado mucho más sobre sus innovaciones formales, pero que ahora todo debe ser visto en un contexto más matizado. Ya no es suficiente con pensar, 'bueno, así se vivía entonces'".
Del mismo modo, en 2018, Berlín y Londres rechazaron una iniciativa de la Oficina de Turismo de Viena para promocionar el centenario de la muerte de Egon Schiele con la reproducción de sus desnudos en la vía pública. La misma obra que reflejaba la aventura de una ciudad progresista y que hace cien años le costó al pintor tres semanas de cárcel volvía a ser censurada. Los carteles finalmente se exhibieron, pero con una banda que clausuraba los genitales. Los austríacos aceptaron a cambio de que se escribiera la leyenda: "Lo siento, 100 años, pero demasiado atrevido para hoy". Es el mismo Schiele sobre el que David Bowie ideó la portada de su álbum Heroes, sí, pero lo que hace cien años era "pornográfico" hoy resulta una ofensa de género.
Bajo este paradigma, los museos de arte no solo deberían funcionar como la memoria de nuestra genética visual sino como un recordatorio de las vidas indecentes o políticamente incorrectas de los grandes artistas en sociedades acaso permisivas.Como explica el periodista y crítico de arte Daniel Molina la apreciación del arte parece haber entrado en "una nueva era victoriana", acaso formulada desde parámetros diametralmente opuestos, pero con los mismos procedimientos.
La muestra de Gauguin fue coproducida por la National Gallery de Ottawa, Canadá, que por decisión de su nueva directora, Sasha Suda, cambió nueve etiquetas del montaje original. Un comunicado del museo informó que se hacía para evitar un uso de "lenguaje culturalmente insensible". La obra Head of a Savage, Mask se mostró con una etiqueta donde se explicaba que palabras como "salvaje o bárbaro, que hoy consideramos ofensivas, reflejan actitudes comunes a la época en que Gauguin vivió". ¿Para que se montó la muestra entonces?
Está claro que Gauguin sigue siendo una estrella del arte clásico y los museos no pueden descartar su poder de convocatoria y box office. Pero al mismo tiempo, la corrección política hace que ya no se lo quiera mostrar como un adelantado del arte sino de todo lo que hoy consideramos reprobable. No se invita al museo a tener una experiencia estética reveladora sino a participar de un tour de pedagogía moral. No aquella idea nazi del "arte degenerado" que exhibía al arte abstracto para ilustrar la decadencia espiritual de la sociedad, pero sí quizás una revisión de algunos maestros occidentales como "artistas degenerados". Acaso las salas de los museos de bellas artes debieran segmentar sus recorridos en base a la vida privada o pública de los artistas y no tanto por escuelas, épocas o tendencias como ha sido hasta ahora.
El problema del "establishment bienpensante"
¿Qué hacer con Caravaggio entonces? El célebre tenebrista del Barroco (1571-1610), cuya influencia es tan enorme que va de Velázquez a Scorsese, debería ser visto también como el asesino del mafioso Ranuccio Tomassoni. Y su audaz desacralización del arte religioso (donde el idealismo dejó lugar al naturalismo de sus modelos callejeros) debería mostrarse a la par de una conducta sexual reprochable. Obras maestras del arte como son El amor victorioso –localizado en la Gemäldegalerie de Berlín– y Juan Bautista (Joven con un cordero)–perteneciente a Museos Capitolinos de Roma–, ambas ejecutadas en 1602, podrían hacer incurrir al tenebrista en la figura contemporánea de "abusador", ya que el modelo de ambas pinturas es, según un diario del siglo XVII, Fancesco Boneri o "Cecco", asistente preadolescente del pintor, con quien habría tenido relaciones al igual que con otros jóvenes de ambos sexos en Italia.
¿Hay que pensar entonces a Caravaggio como un arquetipo de las perversiones sexuales de Michael Jackson o como el artista que cambió la idea de la oscuridad en la cultura visual? A nadie se le ocurrió todavía que sus obras deban ser descolgadas y devueltas a los depósitos para preservar a la sociedad del siglo XXI de una ofensa moral.
"Lo que hacía Gauguin era conocido. Del mismo modo, sabemos que lo que les hizo pasar Picasso a su mujer e hijos fue horrible. Hay en París una exposición de Degas, un artista de quien se decía que era el pintor de la ópera. ¿Qué era la ópera en su época? Era el lugar donde los tipos ricos iban a buscar jovencitas para tener sexo", le decía a LA NACION el psicoanalista francés Eric Laurent hace unos meses.
Discípulo de Lacan en los 70, es un agudo analista del comportamiento contemporáneo y encuentra en este revisionismo estético un síntoma de sus complejidades. Sobre los incontables retratos de bailarinas que el francés pintó, dice: "Degas pasó su vida mirando a esas jovencitas. No hay constancia de se haya acostado con ellas, pero participaba de algo que la moral pública sancionaría hoy. Si se moralizan los museos, muy pronto no quedaría nada. Tenemos, al mismo tiempo, una voluntad de moralización y un consumo de pornografía generalizado. Esto produce un nuevo malestar en nuestra civilización", concluye.
Otro candidato a la "Pinacoteca del patriarcado" sería el también francés Henri de Toulouse Lautrec (1864-1901), un postimpresionista de interiores que captó como ninguno de su época el ritmo febril de la noche parisina y la vida cotidiana de las prostitutas para terminar devorado por su ambiente, entre el delirium tremens y la sífilis. En 1964, el Instituto Di Tella presentó su primera muestra retrospectiva en Buenos Aires, en un contexto más pacato, sin que se revelara ninguno de los escándalos que se sucederían luego en Florida 936. ¿Habría hoy que advertir al público sobre la muestra de un artista cuyo trabajo estaba basado en la explotación sexual?
"No lo haría de ningún modo", sostiene Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes que tampoco tiene pensada una política de revisión de los artistas de la colección de acuerdo a la agenda sensible de hoy. "Pensar que las obras maestras solo emanan de personas íntegras e impolutas es por lo menos ingenuo. En los últimos años existe una especie de establishment bienpensante que funciona como una policía de la cultura. Los clásicos tienen la virtud de atravesar el tiempo, pero no así sus autores cuyas vidas no escapan del contexto de su propia época".
La literatura de riesgo
Luego del affaire Gauguin, Steve Cuozzo escribió una encendida columna en el Washington Post donde afirmaba: "Si nadie se opone a esto, los fascistas de la corrección política van a terminar prohibiendo cualquier obra de arte occidental. Para cualquiera de su estándares Shakespeare debería borrarse". Sin llegar a tanto, son varias las bibliotecas de universidades estadounidenses donde libros del máximo bardo de la lengua inglesa vienen acompañados de una notificación sobre antisemitismo (El mercader de Venecia), racismo (Otelo) o misoginia (La fierecilla domada). Hasta Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, fue retirado de las listas de lectura de algunos campus por contener la palabra nigger, el despectivo que los blancos del sur usaban en los años previos a la Guerra de Secesión. Resulta una rara paradoja "cancelar" a Twain cuando su obra alumbró la lucha contra el racismo en Estados Unidos.
Es la misma óptica que hizo que la editorial Hachette se echara atrás en la publicación de A propósito de nada, el libro de memorias de Woody Allen que finalmente editó un sello más chico, Arcade (este mes lo distribuyó en español Alianza). En su crepúsculo personal y artístico, el cineasta que contribuyó a proyectar la psiquis de Nueva York, acaso la ciudad que mejor definió el siglo XX, ya no es sopesado por la calidad de sus películas ni de sus textos.
Si Hachette se hizo del original de Allen fue porque consideró que la mirada retrospectiva del director era un testimonio de nuestros tiempos interesante para ser leído. Sin embargo, la decisión final se tomó en base a la condena social (sin sustento en los tribunales) que pesa sobre Allen a partir de la denuncia de la violación que habría ejercido contra su hija Dylan Farrow. El episodio Hachette marca una moral de época donde A propósito de nada ya no es una biografía del autor que mejor definió la idea de autorretrato en el cine sino las de un oscuro pedófilo.
Siguiendo la clasificación de la historia que Giambattista Vico hizo en la Scienza Nuova (1725), el historiador del arte José Emilio Burucúa cree que estamos en la etapa de la "barbarie de la reflexión" en la que "se impuso la agenda norteamericana basada en una interpretación muy sesgada del deconstructivismo francés. La corrección política aplicada a la historia hace imposible cualquier comunicación con el pasado que además nos constituye".
Volviendo a Tahití, el paraíso de Gauguin en la Polinesia, Burucúa cree que el juicio moral sobre una obra del pasado solo es posible si también era condenable en aquel contexto. "No hay ninguna evidencia de que Gauguin haya sometido con violencia a otras personas a partir de su condición occidental. Es un razonamiento absurdo por el cual la búsqueda de la belleza en un desnudo convertiría a cualquier pintura clásica en un objeto de explotación de género. Es una agenda que lleva a un callejón sin salida y se requiere de coraje para enfrentarla". ¿Qué pasaría hoy con Oscar Wilde, la víctima más ejemplar de la moral victoriana? Es probable que su vida personal no fuera cuestionada en absoluto, pero su filoso humor, ay, lo pondría de nuevo en problemas.
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