Animación suspendida
Pocas personas escribieron mejor sobre la irracionalidad contenida en lo que llamamos duelo que Joan Didion. A su muerte, hace algunos meses, todos volvimos a leer su obra más significativa fuera de los Estados Unidos, El año del pensamiento mágico, en la que desmenuzó con ojo clínico sus propios sentimientos ante la muerte intempestiva de su marido, el también escritor John Gregory Dunne, mientras ambos esperaban la recuperación de su hija, internada en terapia intensiva (el duelo por Quintana Roo se narra en un libro posterior, Noches azules).
Didion señalaba cómo en todos los casos que había recopilado para ayudarla a entender su reacción ante esa muerte sorpresiva, los deudos insistían con que era un día corriente, sin nada que les permitiera pensar que algo tan gigantesco estaba por ocurrir. Como si la vida debiera cumplir con las reglas del drama y plantar el arma de Chéjov para hacernos saber que intentará liquidarlos con ella más tarde, de modo de no sentirnos engañados por el destino. “La forma en la que escribo es lo que soy, o en lo que me he convertido”, explica allí a la hora de marcar los límites que incluso una eximia buscadora del sentido último de las cosas como ella encontró en el proceso.
El paso subjetivo del tiempo nunca es más subjetivo que cuando uno queda reducido a un larguísimo diálogo consigo mismo, dando vueltas alrededor de lo que no puede cambiar, con cada círculo de razonamiento fútil y round de negociación con quién sabe quién marcando las horas. Cuando no hay tiempos, ni plazos, lo que queda -lo que se encuentra- es la diferencia entre quienes estamos de este lado de la puerta de bronce de la terapia intensiva y quienes están más allá, quietos.
Ese muro de silencio es aparentemente infranqueable, pero poroso; en las horas y días que pasan, el elenco de la salita se renueva: las altas y las bajas entre los presentes se señalan con un gesto entre quienes permanecen -permanecemos- en una suerte de animación suspendida con quienes acompañamos. Aprendemos a reconocer las señales de alivio o desesperación de los familiares y hasta las mínimas variaciones del voceo del número de habitación que nos identifica ante los médicos; un poco escolar, otro poco policial. “124″. Aquí.
Es imposible sostener un mismo estado de ánimo, sea angustia o de humor -un médico flaco y alto que camina los pasillos del sanatorio con una circunspección majestuosa solo mejora el efecto de estar contemplando a una Parca con delantal- en un lugar como este. El mozo del bar que está justo frente a la salita premia con acercar los cafés en bandeja únicamente a los familiares que la llevan peor. Y cuando finalmente nos hace un guiño para confirmarnos que no necesitamos pararnos a pagarle, el consuelo de la cortesía es más doloroso que la indiferencia.
Por supuesto que la vida sigue, al menos del lado de afuera de las puertas de bronce, y en muchos casos, por suerte, también del otro. Mientras abrimos la computadora, tomamos pedidos, cobramos por Mercado Pago, estudiamos el apunte y leemos nueve veces el mismo párrafo antes de abandonar el libro, sabemos que lo que hablamos ahí dentro -sin interrupciones, damos seguridades que no tenemos acerca del futuro y compartimos lo que ha pasado en estos días que no existirán si vuelve, y nos quedarán grabados si no lo hace- es enteramente para nuestro beneficio. Somos ventrílocuos o guionistas, según los creamos más cerca de la vida o de la muerte.
Pero volviendo a Didion, el libro que llevo encima y leo en diagonal en busca de este pasaje. “Este es un momento en el que desearía tener, en lugar de palabras y sus cadencias, una isla de montaje, equipada con un sistema de edición digital Avid en el que pudiera tocar una tecla y expandir la línea de tiempo para mostrarles todos los cuadros de las imágenes de los recuerdos que regresan, dejarles elegir las tomas -escribe-. Este es un caso en el que necesito más que palabras para encontrar el sentido”.
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