Andy Warhol conquista américa
Con este dossier, dedicado a la muestra que el Malba presenta en Buenos Aires, adncultura analiza el legado del artista estadounidense más universal. Escriben Daniel Molina, Philip Larratt-Smith y Graciela Speranza
Andy Warhol no es sólo un gran artista. Es uno de los demiurgos de nuestra época. Hizo un aporte sustancial al universo completo de la cultura contemporánea. Para interrogar semejante proyecto hay que adentrarse en una trama que es, a la vez, tremendamente compleja y sutilmente transparente, como una gigantesca y deslumbrante telaraña multicolor.
Andy Warhol nació en 1928 en Pittsburgh. Fue el tercero de los hijos de una familia inmigrante muy pobre. Vivió hasta el fin de su adolescencia bajo la austeridad miserable que impusieron la Depresión y la Segunda Guerra. De niño enfermó gravemente y tuvo una larga convalecencia hogareña. Ésa fue la etapa más importante para su formación: aislado, en cama, desarrolló una fuerte fijación hacia su madre, mientras coleccionaba imágenes de las estrellas del cine y la radio. Como el dibujo era su fuerte desde muy pequeño, decidió formarse en "arte comercial" en la escuela de Bellas Artes del Instituto Carnegie. Apenas recibido, y sin otras armas a la vista que su talento aún no demostrado, se marchó a Nueva York en 1949. Llegó a la capital cultural de los Estados Unidos cuando su país se consagraba como la primera potencia mundial y el expresionismo abstracto se convertía en el arte oficial.
La sociedad estadounidense de posguerra seguía siendo profundamente victoriana. La fuerte discriminación contra la homosexualidad le trajo muchos problemas al muy amanerado joven de Pittsburgh que estaba tratando de hacerse un lugar en el mundillo artístico. En la Nueva York de los años 50, Warhol era marginado incluso por otros jóvenes artistas gays, que cultivaban una actitud más viril, como Robert Rauschenberg o Jasper Johns. Sin embargo, se mantuvieron unidos gracias a los profundos acuerdos estéticos; en especial, la admiración compartida por el pop inglés que lideraba Richard Hamilton, y el desprecio por el expresionismo abstracto.
No es casual entonces que la importante muestra antológica, curada por Philip Larratt-Smith, que se exhibe en el Malba, comience por una serie de pequeñas Polaroids en las que Warhol se autorretrata travestido. El travestismo es un componente fundamental de la cultura contemporánea. Para Warhol todo (desde las mercancías hasta las identidades sexuales, desde lo sagrado hasta lo natural) es fruto de una producción; por eso, la travesti, al insistir en mostrar la producción que la constituye, es el ícono de nuestra época. Warhol se traviste para homenajear a dos de sus más grandes ídolos: el Marcel Duchamp que Man Ray fotografió como Rrose Sélavy (el doble femenino del artista francés, cuyo nombre, fonéticamente, se lee como "Eros es la vida") y Oscar Wilde, quien se había travestido como la Salomé bíblica para una representación que fue prohibida en el Londres puritano del siglo XIX, pero que pudo ser documentada fotográficamente. Wilde-Duchamp-Warhol: ésa es la trilogía fundante de la cultura contemporánea.
En el irónico y muy sofisticado mundo cultural en el que Wilde vivió, el autor de La importancia de llamarse Ernesto fue la estrella máxima y el artista que más lejos llevó los límites del arte. Ocho décadas antes de Warhol, Hamilton y Lichtenstein, Wilde ya era un artista pop (en el sentido de que él mismo era su principal obra, incluso antes de tener otra obra que no fuera él mismo): escritor de relatos, poemas, ensayos y dramaturgo, también fue director de una revista de moda, defensor del diseño y de la arquitectura moderna como formas de estetizar la vida, y padrino de nuevos artistas, además de anticipar en 40 años las principales ideas de las vanguardias del siglo XX y superarlas, al ir mucho más lejos que ellas.
Warhol lo sabía y su producción es la genial traducción de la gran consigna del irlandés al lenguaje de nuestra época: hacer de la vida una obra de arte.
Todo es ícono en la obra warholiana: desde las imágenes de las mujeres que fabrica la industria del espectáculo -Marilyn Monroe (suicidada), Elizabeth Taylor (siempre al borde del colapso) y Jackie Kennedy (la viuda trágica)- hasta las fotos de accidentes y crímenes que inundaban las páginas de los diarios (testigos de la masiva fascinación por la muerte, que también incluye la fama instantánea que obtienen los asesinos célebres y el horror encantado que producen los instrumentos mortuorios, como la silla eléctrica). También son icónicas las fotografías de los hombres que interpretan el papel de la masculinidad desbordada -como los jóvenes Elvis Presley, Warren Beatty y Marlon Brando-. Hasta los signos se metamorfosean en íconos de sí mismos, como el signo "pesos" o el dólar. Los logos y las etiquetas de los productos masivos (sopas Campbell´ s, Coca-Cola) se convierten en los ladrillos "artificiales" de nuestro paisaje "natural".
Gracias a Wilde, Warhol comprendió que el sentido de la cultura actual es el sinsentido, porque todo se ha vaciado de contenido. Ése es el suelo sobre el que se apoya la libertad contemporánea: una experiencia que ninguna cultura anterior pudo siquiera imaginar. Ahora sabemos que no hay nada detrás de las superficies y que eso no es una confabulación urdida por demonios degenerados: aunque algunos añoren un pasado pleno de sentido -que es tan inexistente como icónico-, nuestra sistemática práctica cotidiana no sabe producir otra cosa que vacío.
Con Warhol, el arte sale del museo y ocupa todo el espacio de la experiencia. Ya no importan el soporte ni el estilo. No importan la habilidad artesanal ni el rasgo personal (de allí tanta obra warholiana realizada en colaboración). No importa si se pinta, se graba, se hace serigrafía, se edita una revista, se fotografía, se filma o se pasa a trabajar en entornos virtuales. Organizar fiestas o transformarse en superstars (esos seres de fama instantánea que perduran tan sólo el instante en que el recuerdo los puede retener) es tan importante como elegir la ropa para ir a la discoteca, mirar TV o producir música (y toda la estética asociada). Todo -hasta lo más íntimo, lo mínimo y lo que nuestros abuelos podían considerar sagrado- se transforma en espectáculo. Todo surge para ser mostrado.
Cuando Warhol apareció en la escena estadounidense en 1962, el crítico Clement Greenberg -el que había encumbrado a los expresionistas abstractos- lo fulminó. Para Greenberg, el pop como estética y Warhol como artista eran la degradación en estado puro, ya que los veía como adoradores del capitalismo consumista. Ya en 1939, en su artículo "Vanguardia y Kitsch", Greenberg había previsto que el arte resistente que a él le interesaba iba a ser dejado de lado por un sentimiento "poco viril", sumiso, que adoraba las luces de la industria cultural. Anunciaba el triunfo de un breve apocalipsis de mediocridad (que en los años 60 identificó con Warhol) y luego un retorno del "verdadero" arte: el de la resistencia.
Pero Warhol sobrevivió y sigue desconcertando a aquellos que quisieron ver en él una toma de posición crítica que le era completamente extraña. La warholiana sensibilidad camp -que, además de "poco viril", no distingue entre alta cultura y cultura popular, entre belleza y fealdad, ni acata valores morales anticuados y asociados a posiciones autoritarias- es el aire de nuestra época. Su cine sin presupuesto, sin otro guión que algún capricho del momento, pura monotonía insistente, no sólo influenció a las nuevas generaciones de cineastas sino que informa la estética actual del "hágalo usted mismo" que abunda en YouTube. La propuesta de Warhol sobrevivió a todo y a todos porque le dio medios, imagen y sonido al deseo de nuestra cultura: exhibirnos tan intensamente que podamos esfumarnos sin darnos cuenta, como si estuviéramos actuando un sueño.
© LA NACION
FICHA. Andy Warhol, Mr. America,
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