Andrés Neuman: “Kant empezó a interesarme menos y la caca de mi hijo más”
Radicado en España desde su adolescencia, el escritor argentino acaba de publicar “Umbilical”, un libro que refleja las sensaciones de un hombre que se convierte en padre y explora nuevas facetas de ese rol
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La imagen del Mundial que, hasta ahora, más conmovió a Andrés Neuman no fue el penal de Lautaro Martínez contra Países Bajos que nos llevó a las semifinales ni los heroicos goles de Julián Álvarez a Croacia; ni siquiera el fervor de la gente y ese murmullo colectivo que se transformó en banda de sonido cotidiana: “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar”. No. Para Neuman, la postal más trascendente fue el primer plano de Lionel Scaloni abrazando a su hijo, los ojos llenos de lágrimas, el apego y la vulnerabilidad en el centro del imaginario viril que gobierna el fútbol. “Hay que pensar por qué escasean en la memoria futbolera imágenes así –asegura Neuman-. No se trata de convertir en héroe al padre que cuida, no es hacer una épica sino focalizar en la ampliación del imaginario paternal en un terreno de lo viril canónico, como es el de este deporte. Tenés ahí al líder conectando afectivamente con su hijo, creando un momento de intimidad que no figura en el imaginario futbolero”, se entusiasma el poeta y escritor argentino radicado en España desde los 14 años, que ganó en 2009 el premio Alfaguara de novela con El viajero del siglo y es autor de Bariloche, Alumbramiento, Hacerse el muerto y El fin de la lectura, entre otros.
Desde la llegada de su hijo, Telmo, Andrés Neuman está mucho más atento al discurso social en torno a los vínculos familiares. Pero no solo eso: también escribió un libro de reciente publicación, Umbilical (Alfaguara), en el cual narra tanto el acompañamiento de la gestación de su mujer como la presencia de un nuevo ser humano en su vida. El resultado es un texto fragmentario, lírico y conmovedor, que refleja las sensaciones de un hombre que se convierte en padre y explora nuevas facetas de ese rol, dispuesto a romper los modelos heredados.
“Hay muchos libros sobre ‘el padre’, pero pocos libros del paternar. Tampoco hay literatura que cuente la relación entre hombres y bebés, ni que explore el vínculo entre un padre y su hijo en gestación, no nato. Hay un silencio cultural, un obstáculo. Muchos hombres en mi situación (padre reciente) no pueden recordar fácilmente canciones, poemas, novelas o películas de otros hombres cambiando pañales, cortando uñas, paseando con un carrito o cualquier cosa no épica, pero sí necesaria. Que no tengamos una biblioteca, hemeroteca o videoteca muy abundante de eso, condiciona nuestro comportamiento, pero también cómo escribimos y de qué cosas escribimos”, asegura Neuman.
- ¿Creés que eso tiene que ver con que históricamente los temas “domésticos” o “íntimos” se han relegado al terreno femenino, también en literatura?
-Hay algo de eso, la división pública de roles, el reparto ilustrado de los roles. Pero también hay algo más específico que tiene que ver con la selección de materiales, qué pasa con los temas pequeños. Entre la caca de nuestro hijo y el Imperativo Categórico de Kant, entre llevar a la escuela a nuestra hija y la redefinición del Estado-nación en el capitalismo globalizado, parece no haber duda de cuál es nuestro tema favorito, digno de ser descrito. Y ahí hay un silencio que a mí me resulta sospechoso e interesante, porque ya hay una suficiente cantidad de padres que hacen todo eso (cortar uñas, cambiar pañales, llevar carritos). Aunque aún falta en términos de igualdad, sí hay una suficiente cantidad de padres involucrados para no leerlos en términos de excepción, y aun así, hay relativamente poca literatura sobre eso. Entonces creo que tiene que ver con qué es digno de ser tematizado, qué es un tema literario y qué es un gran tema o un pequeño tema.
-En ese sentido, Umbilical es también muy libre con la estructura del género: no te quedás pegado al marco de lo que debería ser “la novela”.
-Es difícil cuestionar los géneros en términos de rol, sin cuestionar los géneros en términos de forma literaria. Hay algo raro en repensar los roles de los padres desde una idea totémica de lo que es una novela o lo poético. Yo creo que se mueve una cosa y la otra acompaña. Si trabajás en las fronteras de la forma literaria y buscás un molde que no sea el tradicional, la voz que narra, el sujeto que actúa, también cambia, cambia su silueta. Y viceversa: si estás cuestionando tu identidad, la voz que te sale empieza a desdecir o a cuestionar los moldes prefijados en términos de lengua. Fueron dos cosas que sucedieron al mismo tiempo.
-Todo el primer apartado acompaña la gestación, entabla un diálogo con ese niño por nacer con mucha ternura e ilusión. Pero en la realidad, tuvieron una cesárea de urgencia y bastante traumática, según contaste. ¿Cómo fue vivir esa distancia entre lo imaginado y lo real?
-Vivimos un embarazo hermoso, sin sobresaltos, y un parto espantoso en plena pandemia. Según hablé con mi compañera, fue el peor día de nuestras vidas. La distancia entre lo imaginado y lo real fue absoluta, incluso estética. Hay una enorme distancia entre las buenas voluntades progresistas de la preparación al parto y la realidad, porque en cuanto hay un imprevisto, llega la violencia obstétrica con toda su fuerza a volar ese castillo de naipes que era algo más bien retórico. Me impactó la diferencia entre las teorías bien pensantes prenatales y la violencia arrasadora de la praxis ante un problema. Esa distancia era como un pozo sin fondo y mi lugar, no protagónico, suele ser poco narrado: al no estar poniendo el cuerpo, tenés un cierto espacio para observar o pensar, que para quien vive el parto es imposible. El mío fue un lugar secundario y por eso mismo de cierta nitidez en la observación. Me llamó mucho la atención cómo entramos con unas expectativas del progresismo del siglo XXI y 24 horas después estaba en fantasías medievales: “Vinimos a ser 3 y me voy a volver solo a casa”. De pronto estaba ese temor. Viví cosas muy fuertes que se podían contar desde mi lugar, no desde el de la madre, fui un testigo impotente de una posible tragedia. Es un lugar desesperante. Había una obcecación médica por evitar la cesárea que se prolongó más de lo necesario: había sufrimiento fetal, bajaban los latidos, y finalmente decidieron, en mi opinión de manera tardía, hacerla. Hay un momento en que te querés morir y pensás que vas a ver morir. Planearon una cesárea de urgencia y como a mi mujer la estaban reanimando, me tocó a mí el primer contacto piel con piel con mi hijo. Me entregaron una criatura sumamente desconsolada, y me imagino, aterrada. Pasó de escuchar el corazón de su mamá como un diapasón, nadar en aguas cálidas, en la más serena de las oscuridades, escuchando vagos ruidos de fondo, siendo alimentado por una mezcla de calor, líquido amniótico y certeza de que el mundo es eso, a ser invadido por la estridencia, las luces, el frío. Nacer debe ser espantoso. A mí lo único que se me ocurrió fue cantarle las mismas canciones que le venía cantando desde que supe que tenía la capacidad de escuchar y reconocer voces. Y su reacción me conmovió: se calmó, sé que reconoció mi voz. Yo sentí que no era un primer acercamiento sino un reencuentro. Cada vez que desde entonces le he cantado esas canciones, el efecto es el mismo.
-Hoy muchas mujeres reivindican la instancia política de la maternidad, tanto en la defensa de los derechos de las madres como en el acto mismo de poner el cuerpo. ¿Cómo se manifiesta esto en los padres?
-Bueno, poniendo el cuerpo también, como esto que te cuento. La paternidad es política todo el tiempo. Yo creía que era más semántica, pero desde que convivo con los excrementos, vómitos y efluvios de mi hijo, ya no lo veo tan así. Yo creía ser un hombre aprehensivo, como la mayoría de los hombres neuróticos de este mundo, y tuve que cambiar de opinión o de sensibilidad: para mi sorpresa, todo eso se puede leer políticamente. Por supuesto, también está la postura que dice “el papá está para resemantizar, conceptualizar y delegar la caca”. Bueno, ese delegar caca también es político. ¿De quién es la caca de tu hijo? Todo se politiza puertas para adentro. Yo tenía miedo a ser padre, en general. Tenía que ver con limitaciones personales, con vínculos heredados y con el imaginario que tenía. Hemos estado rodeados de paternidades terribles, en la realidad y en la ficción: el padre castigador, el padre ausente, el padre heroico. Y yo decía: “No quiero ni puedo ser un héroe, menos un padre ausente y me da pánico ser un padre autoritario, entonces, no puedo ser padre. No me siento capaz de ser otra cosa, prefiero abstenerme”.
-¿Y cuándo descubriste que sí podías?
-Desde la primera ecografía. Cuando lentamente mi hijo se empezó a corporizar. Los fantasmas fueron reemplazados por un diálogo corporal. Esos temores, que vivimos como íntimos, tienen una lectura sociológica muy clara. Yo también tenía miedo de tener menos tiempo para escribir, que es un miedo comprensible que además se cumple en la realidad. Pero entonces empecé a leer a mis compañeras escritoras para ver cómo habían hecho, ellas han tematizado esto muchísimo: la fragmentación de la experiencia, del lenguaje, esta vivencia del cotidiano en flashes, interrupciones, instantes, que no tienen que ver tanto con el armado de la novela clásica. Por otro lado, empecé a pensar que el miedo a no poder escribir tenía que ver también con cuáles eran los temas dignos de ser escritos. Efectivamente, hace tiempo que no puedo escribir de lo que escribía. Ahora escribo brevemente, con esfuerzo, con sueño, de otras cosas. No es poder o no poder escribir sino de qué escribimos y desde dónde. Por ahí hasta la forma del libro puede leerse en clave política: si yo hubiera escrito una novela larga, como he escrito otras, entre ellas El viajero del siglo, tendría que haberme desentendido de Telmo. Pretender escribir una novela de 500 páginas sobre tu pequeño hijo solo es posible si no te ocupás de tu pequeño hijo, lo cual sería una paradoja muy interesante desde la episteme y desde el logos: para escribir largas argumentaciones y desarrollos sobre una criatura, la condición de posibilidad es no estar con la criatura. Si no, rápidamente te precipitás al modelo Tolstói: libros largos, familia numerosa, no sé cuántos hijos tengo, no me acuerdo cómo se llaman. De pronto las condiciones materiales de escritura, como saben las madres escritoras mucho mejor que yo, son parte de la forma de esa escritura y de la voz que se va armando. Esa mirada se metía dentro de lo estilístico, de lo formal. Eso tiene que ver con navegar entre los géneros, tener que escribir sintéticamente porque había poco tiempo, poco espacio, y porque había una violencia en tratar de disociar la forma del libro y la forma de la experiencia. Todo me llevó a escribir un libro a escala bebé.
-¿Quiénes son las escritoras que leíste?
-Carmen Ollé, Marina Yuszczuk, Jazmina Barrera, toda la corriente de las autodenominadas “malas madres”: de repente yo sentía afinidad con ellas y no entendía por qué, si estaba tratando de hacer lo contrario. Me interesaban esas madres que no sienten amor instantáneo por su bebé, que viven una experiencia alienígena de su embarazo, que tienen depresión posparto… Me preguntaba: ¿por qué me interesa esto si yo no soy madre, no gesté, y estoy tratando de sentir lo contrario? Hasta que entendí que lo que estaba tratando de aprender de esas lecturas era la desobediencia al mandato emocional. Mujeres tratando de huir de la idea de que la maternidad es obligatoria, natural, instantánea. Como hombre, yo recibí el mandato contrario: esto no te concierne, estás a distancia, no vas a saber, no vas a poder, correte de acá. Ahí sentí una especie de alivio, en la idea de poder salirme yo también de ese mandato.
-¿Fue una decisión consciente ir contra los “grandes temas” literarios?
-Kant empezó a interesarme menos y la caca de mi hijo más, como temas literarios. El momento de cortar las uñas del bebé me parece sumamente significativo, elocuente. Por varias razones. Primero, porque como gesto resume muy bien la mezcla de devoción, temor, cuidado y posible daño que hay en una crianza. Te hacés cargo de algo que implica mucho cuidado y a la vez hay una conciencia de lo fácil que es dañar. Se manifiesta la vulnerabilidad: la de la personita que estás cuidando, se vuelve tu propia vulnerabilidad. La uña es el último reducto de lo físico. Cuando empecé a hablar de esto con otros padres, noté con muchísimo agrado y alivio que había un montón de hombres que hacían lo mismo que yo.
-¿Creés que tu libro abre una puerta para que otros hombres exploren esta forma de paternidad?
-Es un trabajo colectivo, mi libro es un pedacito. Ojalá sea una pequeña parte de un mosaico colectivo, que tiene que ver con empezar a hablar de esto. Muchos de mis amigos varones eran los encargados principales de cortar las uñas con cierta frecuencia. Parece ser habitual en el reparto de tareas. Me preguntaba: ¿tiene que ver con la posibilidad de la castración? ¿Tenemos el poder? ¿O de asumir un lugar más vulnerable? No tengo una respuesta, pero sí sé que no recuerdo entre mis poemas y novelas favoritas escenas de padres cortando uñas.
-¿Escribiste también para que tu hijo tuviera recuerdos de esta etapa?
-En parte. La memoria es una maquinaria sumamente misteriosa, que se mueve hacia atrás y hacia adelante. A veces es un cangrejo, a veces un cohete, a veces un objeto inercial, otras veces excava y encuentra civilizaciones anteriores, tiene múltiples posibilidades de moverse o de callar. A mí me interesaba trabajar con la memoria futura de mi hijo Telmo. Todo lo que cuenta el libro, él no lo va a recordar, entonces trabajo con el lugar al que la memoria nunca llega. Es como la ausencia, la imposibilidad. Pero también está el olvido, algo que estuvo y se va disipando: los padres y las madres se van olvidando de esta primera etapa. Tiene que ver con la velocidad del tiempo y la fragilidad de los recuerdos. El presente es implacable. Yo era consciente del deseo de dejarle a Telmo una ayuda para que su memoria se pueble de algunas de las cosas que no podrá recordar, pero también quería fijar mi propia memoria porque temía olvidarme de todo. Y una tercera dirección era reconstruir aquello que yo nunca podré recordar. Eso se conecta con la estructura elíptica de la memoria de cualquier individuo, tengas o no hijos. Basamos nuestra identidad en un agujero negro: no podemos recordar cuándo nacimos, cuándo aprendimos a caminar, cuándo aprendimos a hablar, no recordamos haber vivido casi un año dentro de nuestra madre. Eso vuelve absurda nuestra especie.
-¿Creés que quienes no tienen hijos se quedan afuera de algo?
-Cuando mi hijo no había nacido, a mí me cansaba la supuesta superioridad moral de quienes sí habían tenido hijos. Pero el panorama es tan amplio, hay tantas posibilidades… La dicotomía hijos-no hijos me parece un poco sobreactuada. Quienes no tienen hijos también ejercen una superioridad moral, como un acto de resistencia: contra el capitalismo, contra el cambio climático, etcétera. Y me parece que en definitiva lo que hacemos es tratar de dignificar biológicamente lo que nos tocó o lo que elegimos, llenos de dudas, que no se acaban, sea cual sea la decisión. Esa duda puede ser tan abrumadora, que a veces hay una sobreactuación de la decisión. Yo milito la duda: las tenía antes de que tuviéramos a nuestro hijo y ahora que existe y estoy enamorado de él, las sigo teniendo, de otra clase, pero siguen ahí.