Anatomía del guarango: su evolución y presente
Una perspectiva histórica para mirar la actualidad social y política de la Argentina
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Si el presidente Milei perteneciera a la escala humana ordinaria que conocemos desde Adán, diríamos sin vacilar, al oír sus iracundos apóstrofes, sus vocablos flamígeros contra quienes contradicen sus ideas, que es un guarango. ¿Podría decirse que lo es, realmente, quien rehúye entrar con su comportamiento político y social en las categorías clásicas de los homínidos de nuestra especie?
Tropezamos con un primer obstáculo. Para clasificar o no la conducta de cualquier congénere dentro de aquella definición de trazo e historial preponderantemente argentino, casi exclusivo de nuestras grandes urbes y, sobre todo, de la ciudad de Buenos Aires, debemos acudir, en primer lugar, al Diccionario de la Real Academia Española (RAE), que lo define como incivil, maleducado, grosero, guaso. Pero yerra algo al viscachazo, desde la perspectiva argentina, cuando en la segunda acepción del vocablo dice: desmañado, sin gracia. El guarango es bastante más que todo eso.
La evolución del concepto de guarango se propagó por varios países de América del Sur –Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina– desde los tiempos por lo menos del padre Las Casas, en el siglo XVI. Hay diversas interpretaciones sobre la evolución de la etimología: precisamente Las Casas, en la Apologética historia, al ocuparse de la organización incaica ubica al guarango con grado de autoridad. El “guaranga” habrá sido el jefe o mandón de cada conjunto de mil indígenas. Otros han hablado de su derivación del quichua o aymara asociada al nombre de un árbol de madera dura. Hay por igual referencias profusas y documentadas al probable origen guaraní de la palabra.
Guarango ha perdido la asiduidad en el uso que había logrado en el pasado, especialmente entre los porteños, pero conserva una magia notable: bastó que LA NACION incluyera tiempo atrás esa palabra en el título de una nota para que se debatiera su estructura hasta en ruedas de precalentamiento de sesiones académicas, en las que se habla de cualquier vaguedad con tal de matar el tiempo. Si un tipo nos aplica un codazo eficiente para abrirse paso entre la multitud, es, sin duda, un grosero, pero Borges también nos advertía que “no hay plaza que no soporte a su guarango de bronce”. Lo hacía en el sentido de que es frecuente honrar a quien en modo alguno lo merece, como ha ocurrido con caudalosas y absurdas pleitesías de la política argentina en lo que va corrido del siglo XXI. Para qué lo vamos a nombrar, si tantos lo han padecido hasta hoy.
Guarango tiene un timbre de fuerza intransferible. Sobre él ahincó Enrique Loncán, uno de los maestros de la ironía vernácula, en columnas que se publicaron en LA NACION por muchos años, bajo la volanta de “Mirador Porteño”, en las primeras décadas del siglo XX. Reconvenía sobre el riesgo de confundir insanablemente al guarango con el rasta de los franceses, el cursi de los españoles, el pescecane (por tiburón de aguas sucias) de los italianos, el queso de los uruguayos, o el siútico, en fin, de los chilenos.
El guarango de Loncán es, por definición, lo que aún demuelen con discreto empeño los remanentes de la vieja aristocracia argentina o las más modernas y vastas franjas cultas de la sociedad. La característica esencial del guarango, escribía Loncán, es el mal gusto incorregible, la aparatosidad pueril, el abuso de la cortesía, el prurito de singularizarse, el énfasis ruidoso de la alegría de vivir. ¿Quién no se turba cuando pasa un taxi o un automóvil particular con ventanillas abiertas para difundir por todos los vientos la cumbia o el trap con los que el conductor se embriaga y pretende embriagar compulsivamente a los viandantes?
Loncán advierte que el guarango es un tipo genuinamente argentino, actuante en todas las clases sociales, en las letras y el comercio, en la calle, el teatro, en los salones y la plaza pública. Por carecer de la perspicacia más elemental, el guarango entrega jirones de su dignidad personal, si la tiene; es cuando a fuerza de presiones sobre sus abogados y otra gente susceptible a su influencia y fortuna patrimonial (seguramente habida sin otros miramientos que el de conquistarla), logra entrar, como último y arduo peldaño de la montaña, en el club que de otro modo hubiera mantenido cerradas las puertas a sus narices. ¿O no se habla, acaso, de tanto en tanto de estos temas en ámbitos tradicionales como el Jockey Club cuando el recién llegado ha logrado exitosamente arañar un supuesto empaque para agregarlo, como inesperada cucarda para el resto de los asociados, al dinero acumulado por prebendas y subsidios de la política y del Estado, o por vínculos con el sindicalismo taimado?
O sea que la cuestión es bastante más compleja y sutil que la de llamar a un mozo a los gritos en un restaurante copetudo de Recoleta o de lo que se ciñó a consagrar la letra de “Guarango”, de Luis Rubistein: “Ayer en la esquina, unido a tu barra/ ninguna pebeta dejabas pasar/ sin que tu vergüenza se fuera de farra/ tras algún piropo grosero y brutal/ ¡Guarango!...” Allí encaja perfectamente la traducción que el Collins Dictionary hace de tan trajinada como insultante o desdeñosa voz: rude remark.
Loncán clamaba por un nuevo Labruyere que hiciera el estudio científico del guarango. Lo fundaba en la amplitud adquirida en el dominio de la lingüística por esa denominación tan servicial, a veces usada como adjetivo y otras como sustantivo, que siempre se las arregla para transmitir la omisión de sobriedad o de elegante distinción, consideradas como la flor de la vida, evaluaba ese viejo redactor del diario, y, ni qué decir, para hacer notar una flagrante ausencia de equilibrio estético.
En aquel texto de 1932 Loncán coincidía en un punto con el más profundo de los estudios que se hayan hecho sobre el guarango, el de José Ortega y Gasset. Lo desarrolló en 1929, en veintisiete páginas, durante su segunda visita a la Argentina. El tema lo obsesionó al grado de estar presente en los tomos II, VIII y IX de sus Obras completas. En ese ensayo, Ortega vio en el argentino un hombre a la defensiva. ¿Ha sido siempre así?, se pregunta. Al pasar, Ortega dice que el afán de riqueza, la exorbitancia del apetito económico es característica inevitable de todo pueblo nutrido por el torrente migratorio. Ortega entra sin contemplaciones en el asunto cuando afirma que el guarango es la forma más desmesurada y grave de la propensión a vivir absorto en la idea de sí mismo que atribuye al hombre argentino.
Ve en él a un egoísta, a un Narciso tan ocupado exclusivamente en contemplarse que ahoga su propia imagen, es decir, que no vive. Su egoísmo es falta de atención en lo demás, y lo peor es que lo empuja a desatender la propia persona real, la auténtica vida. Se mira, se mira sin descanso, dice. Ortega hasta se atreve a poner al argentino en la cama, ligero de ropas, para preguntarse qué tal es él para el amor. ¿Sabe enajenarse, pregunta, o, más que amar él, se complace en verse amado, “buscando así en el suceso erótico una ocasión más para entusiasmarse consigo mismo”?
La coincidencia llamativa entre el periodista, escritor, legislador y diplomático argentino que fue Loncán y el célebre filósofo español giraba en torno a que el optimismo arrollador del guarango había contribuido, tal vez, a la imagen de grandeza que la Argentina exhibía en aquella época compartida. ¿Grandeza de pies de barro? ¿Grandeza condenada a ser efímera?
El llamado de alerta de Ortega en su trabajo de septiembre de 1929, caratulado “Intimidades”, es tan descarnado, tan destemplado, tan premonitorio en las observaciones que parece refutar por anticipado las tesis de que la actual ruina de la Argentina proviene del desenlace indetenible de la década nefasta de los setenta, y no de medio siglo más atrás aún. Ortega habló en el 29 con una claridad brutal a los argentinos, y por momentos arbitraria, quejándose, mientras viajaba hacia Mendoza, de que “en la Pampa no hay nada singular que interese, no hay razón para fijarse en este sitio más que en aquel”.
Critica a los argentinos por haber perdido el interés que conviene dispensar al pasado, entendido como la sabiduría de la experiencia y el agradecimiento a las raíces que nos dieron vida y sostienen. Lo esencial de la vida argentina es ser promesa: “La Pampa promete, promete, promete”, enfatiza; casi nadie está donde está, sino por delante de sí mismo. “La forma de existencia del argentino –dice Ortega– es lo que yo llamaría el futurismo concreto de cada cual. No es el futurismo genérico de un ideal común, de una utopía colectiva, sino que cada cual vive desde sus ilusiones como si ellas fuesen la realidad. Hay un atributo de fugacidad que procede de falta de atención al presente”.
Es la descripción de una Argentina que ignora el pasado y por igual el presente. ¿Esa Argentina renuente a aprender del resultado de lo que vivió y vive no invita, pues, en 2024, al cabo de seis meses de la instauración de un nuevo gobierno sobre las ruinas dejadas por un largo desatino nacional, a una introspección crítica de las nuevas generaciones y a no repetir lo que notoriamente no sirvió, pero dañó en escala planetaria?
Traer hoy a Ortega al debate de fondo de la Argentina invita un poco a hablar de la “casta política”, que por la enormidad de sus tentáculos y la masa de espacios públicos y subterráneos que ha controlado en detrimento de intereses generales de la sociedad, no pudo llegar a ser lo que es solo en años, sino en décadas, en un período de continuidad inaudita. Lo que sorprende a Ortega en 1929 es que mucho más que por los adelantos económicos, urbanos, y demás, la Argentina se caracteriza por la extrema madurez a que ha llegado en cuanto a la concepción de un Estado abrasador. “Encontré –dice– un Estado rígido, ceñudo, con grave empaque, separado por completo de la espontaneidad social”. Como en un pie de página, agrega que eso ya lo había percibido en el primer viaje, en 1916, en la transición de Victorino de la Plaza a Hipólito Yrigoyen, de los conservadores a los radicales.
Ortega parece convertirse en un lujoso panelista, entre un enjambre de guarangos de los programas políticos televisivos de actualidad, al indagar si el excesivo adelanto del estatismo no provocó que la Argentina coartara muchas iniciativas de perfil menos correcto jurídicamente. Halla en esto la razón de que la política esté permanentemente en el centro de la atención de los argentinos y previene, subiendo la escala comparativa al máximo imaginable, que la ruina del Imperio Romano y de la Civilización Grecorromana se produjeron a raíz del aplastamiento de la espontaneidad social –entiéndase, en nomenclatura franca y moderna, la iniciativa privada– por un Estado desproporcionadamente perfecto. Como pudieron haberlo sido, desde una perspectiva mecánica, el Estado bolchevique y el nazismo.
El guarango, insiste Ortega, siente un enorme apetito de ser algo admirable, superlativo, único y si los triunfos no llegan duda de sí mismo de forma deplorable. Confiesa que de haber sido argentino y procurara conferir a su vida un halo de servicio o misión, dedicaría la vida a la superación del guarangismo o guaranguismo, término que politicólogos norteamericanos han interpretado como contradicción absurda entre horizontes ilimitados y una realidad apabullante por su debilidad.
¿Éramos “los mejores del mundo”, no es cierto? Así están las cosas.
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